Los cuatro perros restantes rodearon al oso con cautela, haciendo algunos rápidos avances, aunque retrocediendo antes del punto de peligro. Alguien inició un lento aplauso. Entonces uno de los perros atacó de frente. Se precipitó como un rayo y, metiéndose por debajo de las defensas del oso, se lanzó a su garganta. La gente enloqueció. El perro clavó sus dientes blancos y afilados en el cuello macizo del oso. Los otros perros atacaron a su vez. El oso retrocedió, tratando de sacudir con la zarpa a su atacante. Luego, se tumbó y rodó. Por un momento, Tom no pudo saber lo que ocurría, sólo se veía un montón de piel. Después, tres perros se apartaron y el oso se incorporó y quedó en pie sobre las cuatro patas, dejando en tierra a un perro muerto por aplastamiento.
La gente quedó tensa. El oso había eliminado a dos perros; pero sangraba por el dorso, el cuello y las patas traseras, y parecía asustado. La atmósfera estaba impregnada de olor a sangre y a sudor de los espectadores. Los perros dejaron de ladrar y empezaron a dar vueltas en silencio alrededor del oso. Ellos también parecían atemorizados, sin embargo, tenían el sabor a sangre en la boca y ansiaban matar. Su ataque se inició para luego retroceder. El oso, desganado, intentó alcanzarlo y luego se volvió rápido para hacer frente al segundo perro. Pero esta vez también ése cortó en seco su avance y se puso fuera del alcance del oso. Y entonces el tercer perro hizo lo mismo. Los perros se lanzaban y retrocedían por turno, manteniendo al oso en constante movimiento. A cada impulso, se acercaban algo más y las zarpas del oso estaban más próximas para agarrarlos. Los espectadores podían darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, aumentando su excitación. Jonathan seguía en primera fila del gentío, a sólo unos pasos de Tom con expresión asombrada y algo asustado. Tom volvió de nuevo los ojos a la lucha en el preciso momento en que el oso apartaba de un zarpazo a uno de los perros mientras que otro se metía entre sus patas traseras y atacaba feroz su blando vientre. El oso hizo un ruido semejante a un chillido. El perro salió de entre sus patas y escapó. Otro de los perros se precipitó hacia el oso. Éste intentó barrerlo fallando sólo por unas pulgadas. Y entonces el mismo perro le volvió a atacar por el vientre. Esta vez al escapar el perro había infligido al oso una gran herida que le hacía sangrar por el abdomen. El oso retrocedió y volvió a ponerse a cuatro patas. Por un momento, Tom pensó que aquello había terminado; pero se equivocaba. Al oso aún le quedaban fuerzas para luchar. Al precipitarse contra el siguiente perro, el oso hizo un amago de ataque, volvió la cabeza, vio llegar al segundo perro y volviéndose con sorprendente rapidez, le descargó un poderoso golpe que le envió volando por los aires. La muchedumbre rugió entusiasmada. El perro aterrizó como un saco de carne. Tom lo miró un instante. Todavía vivía pero parecía incapaz de moverse. Tal vez se hubiera roto la espina dorsal. El oso le ignoró, ya que se encontraba fuera de su alcance, así como incapacitado para la acción.
Ahora ya sólo quedaban dos perros. Ambos se ponían veloces al alcance del oso y se retiraban con la misma rapidez, repitiéndolo varias veces, hasta que las arremetidas del oso fueron perdiendo fuerza. Entonces los perros empezaron a moverse en círculos a su alrededor, cada vez con mayor rapidez. El oso se movía a un lado y a otro intentando no perder de vista a ninguno de ellos. Agotado y sangrando con profusión, apenas podía tenerse en pie. Los perros siguieron girando a su alrededor en círculos cada vez más cerrados. La tierra bajo las poderosas patas del oso se había transformado en barro enrojecido debido a toda aquella sangre. Cualquiera que fuese el resultado, aquello llegaba a su fin. Por último, los dos perros atacaron a la vez. Uno se lanzó a la garganta y el otro al vientre del oso. Con un último y desesperado zarpazo el oso desgarró al perro que se aferraba a su garganta. Brotó un espantoso surtidor de sangre. El gentío lanzó un aullido de aprobación. En un principio, Tom pensó que el perro había matado al oso, pero había sido al revés, la sangre era del perro que en ese momento caía al suelo con la garganta abierta. Siguió brotándole la sangre por un momento y luego se cortó. Había muerto. Pero, entretanto, el último perro había desgarrado el vientre del oso y empezaba a salírsele las entrañas. Cargó débilmente contra el perro. Éste evadió con facilidad el golpe y atacó de nuevo, arrancando los intestinos al oso, que vaciló y pareció a punto de caer. El rugido de la gente fue in crescendo. Las entrañas del oso esparcían un repulsivo olor. El animal hizo acopio de fuerzas y atacó de nuevo al perro. El golpe dio en el blanco y el perro saltó de costado, brotándole la sangre de una herida en el lomo. Se trataba, no obstante, de una herida superficial, y el perro sabía que el oso estaba acabado, así que volvió al ataque mordiéndole las entrañas hasta que el inmenso animal cerró los ojos y se desplomó muerto en el suelo.
El guardián se adelantó y cogió por el collar al perro victorioso. El carnicero de Kingsbridge y su aprendiz salieron de entre la multitud y empezaron a despedazar al oso para obtener su carne. Tom supuso que había acordado un precio con el guardián por anticipado. Los apostadores que habían ganado pedían que se les pagara. Todo el mundo quería dar palmadas al perro victorioso. Tom buscó a Jonathan. Había desaparecido.
Durante todo el espectáculo, el niño permaneció a un par de yardas de él. ¿Cómo se las había arreglado para desaparecer? Debió de ser cuando el espectáculo había llegado a su punto culminante, concentrando toda la atención de Tom. Ahora estaba furioso consigo mismo. Buscó entre la gente. Tom pasaba una cabeza a casi todo el mundo, y Jonathan resultaba fácil de localizar con su hábito en miniatura y su cabeza rapada. Pero no se le veía por parte alguna.
En realidad, el niño no corría verdadero peligro dentro del recinto del priorato; pero podía toparse con cosas que el prior Philip preferiría que no viera, como por ejemplo a las prostitutas dando satisfacción a sus clientes contra el muro. Mientras miraba en derredor, Tom alzó la vista hacia el andamiaje instalado a gran altura en la catedral y allí descubrió horrorizando una pequeña figura con hábito monacal. Por un instante le embargó el pánico. Hubiera querido gritarle:
¡No te muevas! ¡Te caerás!
Pero sus palabras se hubieran perdido entre el barullo de la feria. Se abrió paso a trompicones en dirección a la catedral. Jonathan corría a lo largo del andamio concentrado en un juego imaginario, sin darse cuenta del peligro que corría de resbalar y caer desde ochenta pies de altura, lo que representaba matarse.
Tom sintió la garganta oprimida por el terror.
El andamio no se apoyaba en el suelo sino en pesadas vigas encajadas en agujeros hechos a tal propósito en lo alto de los muros. Aquellos maderos sobresalían seis pies más o menos. Sobre ellos, en posición horizontal, se habían colocado y atado maderas macizas y, encima de ellas a su vez, caballetes hechos con vástagos flexibles y junquillos tejidos. Al andamiaje se llegaba habitualmente por las escaleras de piedra en espiral construidas en los gruesos muros. Pero ese día las escaleras estaban cerradas. ¿Cómo podía pues haber subido Jonathan? Tampoco había escalas. Él se había ocupado de eso, y Jack lo había comprobado, para mayor seguridad. El niño debía de haber ascendido por el extremo escalonado del muro sin terminar. El paso se había interceptado con madera para que nadie pudiera acceder al interior; pero Jonathan debió de haber trepado por los bloques. El niño rebosaba seguridad en sí mismo. Pero, de todas maneras, solía caerse al menos una vez al día.
Tom llegó al pie del muro y miró temeroso hacia arriba. Jonathan jugaba feliz a ochenta pies de altura. Sintió que se le helaba la sangre.
—¡Jonathan! —gritó a pleno pulmón.
Las gentes que había por allí se sobresaltaron y miraron hacia arriba para ver a quién gritaba. Al descubrir al niño en el andamiaje, le señalaron a sus amigos. En seguida se formó un pequeño grupo.
Jonathan no había oído a Tom.
—¡Jonathan! ¡Jonathan! —volvió a gritar Tom haciendo bocina con las manos.
Esa vez el niño le oyó. Miró hacia abajo, vio a Tom y agitó la mano.
—¡Baja! —le gritó Tom.
Jonathan estaba a punto de obedecerle pero cambió de idea al mirar el muro sobre el que tendría que andar y el empinado tramo de escalones que habría de bajar.
—¡No puedo! —gritó a su vez, y su aguda voz planeó hasta la gente que estaba abajo.
Tom comprendió que habría de subir para cogerlo.
—No te muevas de donde estás hasta que yo llegue —voceó.
Apartó los bloques de madera de los primeros peldaños y subió al muro.
En la parte inferior, tenía cuatro pies de ancho; pero a medida que se elevaba iba estrechándose. Tom ascendía sin precipitación. Se sintió tentado de apresurarse; pero se forzó a mantener la calma. Al mirar hacia arriba, vio a Jonathan sentado en el borde del andamio balanceando sus piernecillas en el profundo vacío. En lo alto del todo, el muro sólo tenía dos pies de ancho. Aun así, había espacio suficiente para caminar, siempre que se tuvieran nervios de hierro. Y Tom los tenía. Avanzó a lo largo del muro, saltó al andamio y cogió a Jonathan en brazos. Sintió un profundo alivio.
—Eres un chico muy bobo —le dijo pero su voz rebosaba cariño y Jonathan lo abrazó con fuerza.
Al cabo de un momento, Tom miró hacia abajo. Divisó un sinfín de caras mirando hacia arriba. Había unas cien personas o más siguiendo sus evoluciones. Debían creer que se trataba de otro espectáculo como el del oso.
—Muy bien, ahora vamos a bajar —dijo Tom a Jonathan; lo dejó sobre el muro y dijo—: Andando. Yo iré detrás de ti, así que no te preocupes.
Jonathan no estaba en modo alguno convencido.
—Tengo miedo —dijo.
Alargó los brazos para que Tom le cogiera y, al vacilar éste, rompió a llorar.
—Muy bien, yo te llevaré —asintió Tom.
No estaba muy satisfecho, pero Jonathan se encontraba ya demasiado nervioso para hacerle andar a aquella altura.
Tom subió al muro, se arrodilló junto a Jonathan, lo cogió en brazos y se puso de nuevo en pie.
Jonathan se aferró a él con fuerza. Tom comenzó a andar. Como llevaba al niño en brazos no podía ver las piedras que tenía bajo los pies. Y eso no había manera de evitarlo. Con el alma en vilo avanzó cauteloso a lo largo del muro, calculando con cuidado cada paso. No temía por él; pero, con el niño en los brazos, se sentía aterrado. Por último alcanzó el primer peldaño. Allí, la anchura no era mayor pero, como quiera que fuese, parecía menos peligroso al tener que bajar los escalones. Empezó a descender aliviado. A cada peldaño que bajaba iba recuperando la calma. Cuando llegó al nivel de la galería, donde el muro se ensanchaba hasta tres pies, se detuvo para recuperar el aliento. Miró más allá del recinto del priorato hacia Kingsbridge, hacia los campos, pasada la ciudad. Y entonces vio algo que le extrañó. En el camino que llevaba a Kingsbridge, a una media milla de distancia, más o menos, observó una gran nube de polvo. Al cabo de un instante, se dio cuenta de que era una gran tropa de hombres a caballo que se acercaban a la ciudad a buen trote. Intentó descubrir en la lejanía de quiénes se trataba. En un principio pensó que seguramente sería un mercader muy rico o un grupo de mercaderes con un gran séquito. Pero había demasiados y, de todas formas, no parecían tener el aspecto de gentes del comercio. Trató de averiguar qué había en ellos que hiciera pensar que eran otra cosa que mercaderes. Al acercarse más, apreció que algunos de ellos montaban caballos de guerra, la mayoría llevaban cascos e iban armados hasta los dientes.
De repente sintió temor.
—¡Jesucristo! ¿Quiénes son esas gentes? —exclamó en voz alta.
—No digas "Cristo" —le reprendió Jonathan.
Quienesquiera que fuesen anunciaban dificultades.
Tom bajó rápido los escalones. El gentío le vitoreó cuando al fin saltó al suelo. Hizo caso omiso. ¿Dónde estaban Ellen y sus hijos?
Miró en derredor pero no pudo verlos.
Jonathan forcejeaba por soltarse. Tom lo sujetó con fuerza. Como en aquel momento tenía a su hijo más pequeño, lo primero que necesitaba hacer era ponerlo a salvo en alguna parte. Ya se ocuparía luego de encontrar a los otros. Se abrió paso entre la muchedumbre hasta la puerta que conducía a los claustros. Estaba cerrada por dentro para proteger la intimidad del monasterio durante la feria.
—¡Abrid! ¡Abrid! —gritó Tom al tiempo que golpeaba la puerta.
Nada.
Tom no estaba siquiera seguro de que hubiere alguien en los claustros. No disponía de tiempo para andar con adivinanzas. Retrocedió dejó a Jonathan en el suelo levantó su inmenso pie derecho calzado con una gran bota y dio un puntapié en la puerta. Se astilló la madera alrededor de la cerradura. Dio otro puntapié con más fuerza. La puerta se abrió de repente. Al otro lado, apareció un monje ya de edad con aspecto asombrado. Tom alzó a Jonathan y lo metió en el interior.
—Retenedlo aquí —dijo al viejo monje—. Va a haber jaleo.
El monje asintió sin decir palabra y cogió a Jonathan de la mano.
Tom cerró la puerta.
Ahora tenía que encontrar al resto de su familia entre una multitud de mil personas o más.
Se asustó ante la casi imposibilidad de la tarea. No veía una sola cara familiar. Se subió a un barril de cervezas vacío para dominar más. Era mediodía y la feria se encontraba en pleno auge. La muchedumbre avanzaba por los pasillos entre los puestos como un río lento, y había remansos alrededor de los vendedores de comida y bebida, al hacer cola la gente para comprar. Tom escudriñaba entre las gentes pero no lograba ver a nadie de su familia. Ya desesperaba. Miró por encima de los tejados de las casas. Los jinetes ya casi se encontraban ante el puente, y ahora cabalgaban al galope. Todos ellos eran hombres de armas y llevaban teas. Tom estaba horrorizado. Habría una carnicería.
De repente, vio a Jack junto a él, mirándolo con expresión divertida.
—¿Qué haces subido a un barril? —le preguntó.
—Va a haber jaleo —dijo Tom con tono apremiante—. ¿Dónde está tu madre?
—En el puesto de Aliena. ¿Qué clase de jaleo?
—De los peores. ¿Dónde están Alfred y Martha?
—Martha está con madre. Alfred se encuentra en la riña de gallos. ¿De qué se trata?
—Mira tú mismo.
Tom echó una mano a Jack para ayudarle a subir. Quedó en posición precaria al borde del barril frente a Tom. Los cascos de los jinetes resonaban ya en el puente, entrando en la aldea.