—¡Irás al infierno por esto! —le gritó el prior.
William tenía el rostro congestionado por la sed de sangre. Ni siquiera la amenaza que más temía en el mundo le produjo efecto aquel día. Estaba como enloquecido. Agitó su tea en el aire como un estandarte.
—¡El infierno está aquí, monje! —gritó a su vez.
Espoleó a su caballo y siguió cabalgando.
De repente todo había desaparecido, los jinetes y la multitud. Jack soltó a Aliena y se puso en pie. Tenía entumecida la mano derecha. Recordó que con ella había defendido el golpe destinado a la cabeza de Aliena. Estaba contento de que le doliera la mano. Esperaba que siguiera doliéndole mucho tiempo a manera de recordatorio.
El almacén era un infierno, y alrededor ardían pequeños fuegos. El suelo estaba cubierto de cuerpos; algunos se movían; otros sangraban, muchos estaban inmóviles. Reinaba el silencio salvo por el crepitar de las llamas. La multitud se había ido por un camino o por otro, dejando atrás a sus muertos y heridos. Jack estaba mareado. Jamás había estado en un campo de batalla, pero imaginaba que debía de tener ese mismo aspecto.
Aliena empezó a llorar. Jack le puso una mano tranquilizadora en el hombro. Ella se la apartó. Le había salvado la vida, pero eso a ella no le importaba; sólo le preocupaba su lana, que ahora ya se había convertido en humo. Jack la miró por un instante, embargado por una profunda tristeza. Tenía casi todo el pelo quemado y ya no parecía hermosa. A pesar de todo, él la quería. Le dolía verla tan compungida y no ser capaz de consolarla.
Estaba seguro de que ya no intentaría entrar en el almacén. Le inquietaba el resto de su familia, así que dejó a Aliena para ir en su busca.
Le dolía la cara. Se llevó una mano a la mejilla y ésta le escoció. Seguramente también había sufrido quemaduras. Miró los cuerpos caídos en el suelo. Quería hacer algo por los heridos, pero no sabía por dónde empezar. Buscó entre los caídos caras familiares, con la esperanza de no encontrar ninguna. Su madre y Martha habían ido a los claustros; se dijo que habían marchado muy por delante de la multitud. ¿Habría encontrado Tom a Alfred? Se volvió hacia los claustros. Y fue entonces cuando vio a Tom.
Yacía en el suelo completamente inmóvil. Su rostro estaba reconocible, incluso con expresión de paz, hasta la altura de las cejas, pero tenía la frente y el cráneo completamente aplastados. Jack estaba aterrado. No podía creer lo que veía. Era imposible que Tom estuviese muerto. Pero la figura que tenía delante tampoco podía estar viva. Apartó los ojos y luego volvió a mirarlo. Era Tom, y estaba muerto.
Jack se arrodilló junto al cadáver. Sentía ansias de hacer algo o decir algo y por primera vez comprendió por qué a la gente le gustaba rezar por sus muertos.
—Mi madre va a echarte muchísimo de menos —musitó, y recordó las hirientes palabras que le había dirigido el día de su pelea con Alfred—. La mayor parte no era verdad —añadió entre sollozos—. No me abandonaste. Me diste de comer y cuidaste de mí e hiciste a mi madre feliz, verdaderamente feliz.
Pero hubo algo más importante que todo eso, se dijo. Lo que Tom le había dado no eran sólo cosas corrientes, como un techo o comida. Tom le había dado algo único, algo que ningún otro hombre podía dar, algo que ni siquiera su propio padre podría haberle dado. Algo que era una pasión, una habilidad, un arte y un modo de vida.
—Me diste la catedral —musitó Jack—. Gracias.
El triunfo de William se vino abajo con la profecía de Philip y, en lugar de sentirse satisfecho y jubiloso, se sintió aterrado ante la posibilidad de acabar en el infierno por lo que había hecho. Había demostrado bastante arrojo al contestar a Philip en tono de mofa:
¡Esto es el infierno, monje!
Pero eso fue debido a la excitación del ataque. Una vez que todo hubo pasado, y que él y sus hombres abandonaron la ciudad en llamas; cuando sus caballos y los latidos de sus corazones frenaron la marcha, cuando tuvo tiempo para analizar con detalle la redada y pensar en cuántas personas había herido, abrasado y matado, sólo entonces se le vino a la mente el rostro airado de Philip y su dedo señalando a las entrañas de la tierra, así como sus palabras cargadas de terribles presagios:
¡Irás al infierno por esto!
Cuando se hizo la oscuridad, se sentía absolutamente abatido. Sus hombres de armas querían hablar de la operación, destacando los momentos cruciales y deleitándose con la carnicería; pero pronto se sintieron contagiados por el talante de William y se sumieron en lúgubre silencio. Aquella noche la pasaron en las tierras de uno de los más importantes arrendatarios de William. Durante la cena, los hombres, malhumorados, bebieron hasta casi perder el conocimiento. El arrendador, conociendo el ánimo de los hombres después de una batalla, había llevado a algunas prostitutas a Shiring, pero hicieron escaso negocio. William permaneció despierto durante toda la noche, aterrado ante la posibilidad de morir en pleno sueño e ir derecho al infierno.
A la mañana siguiente, en lugar de regresar a Earlcastle, se fue a ver al obispo Waleran. Cuando llegó, el prelado no estaba en su palacio, pero el deán Baldwin dijo a William que esperaban que llegara esa misma tarde. William aguardó en la capilla, mirando la cruz que había sobre el altar y estremecido de escalofríos pese al calor estival.
Cuando al fin llegó Waleran, William se sentía dispuesto incluso a besarle los pies.
El obispo entró presuroso en la capilla, envuelto en sus negros ropajes.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó con frialdad.
William se puso en pie intentando disimular su abyecto terror bajo una apariencia de seguridad en sí mismo.
—Acabo de prender fuego a la ciudad de Kingsbridge...
—Lo sé —le interrumpió Waleran—. Durante todo el día sólo he oído hablar de ello. ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Acaso estás loco?
Aquella reacción cogió por sorpresa a William. No había hablado de antemano con Waleran acerca de la incursión porque estaba completamente seguro de que la aprobaría. Waleran odiaba cuanto se refería a Kingsbridge, en especial al prior Philip. William había esperado que se mostrara complacido, cuando no jubiloso.
—Acabo de aniquilar a vuestro mayor enemigo. Ahora necesito confesar mis pecados —dijo.
—No me sorprende —le contestó Waleran—. Se dice que hay más de un centenar de muertos abrasados. —Se estremeció—. Una forma horrible de morir.
—Estoy preparado para confesarme —manifestó William.
Waleran meneó la cabeza.
—No sé si puedo darte la absolución.
William lanzó un grito agónico.
—¿Por qué no?
—Ya sabes que el obispo Henry de Winchester y yo estamos otra vez del lado del rey Stephen. No creo que el rey apruebe que yo dé la absolución a un partidario de la reina Maud.
—¡Maldición, Waleran! Fuisteis vos quien me convenció para que cambiara de lado.
Waleran se encogió de hombros.
—Cambia de nuevo.
William comprendió que ése era precisamente el objetivo del obispo. Quería que William prestara su lealtad a Stephen. El horror de que Waleran había hecho alarde ante el incendio de Kingsbridge era simulado. Lo único que había pretendido era situarse en una posición de chalaneo. Aquello produjo a William un alivio inmenso, ya que significaba que Waleran no era de verdad contrario a darle la absolución. ¿Pero quería él volver a cambiar de bando? Por un momento, no dijo palabra mientras intentaba reflexionar con calma acerca de ello.
—Durante todo el verano, Stephen ha estado obteniendo victorias —siguió diciendo Waleran—. Maud está suplicando a su marido que vaya a Normandía a prestarle ayuda, pero él no quiere. La corriente fluye de nuestro lado.
Una perspectiva espantosa se ofrecía a los ojos de William. La Iglesia se negaba a absolverle de sus crímenes, el sheriff le acusaba de asesinato, un rey Stephen victorioso respaldaba al sheriff y a la Iglesia. Y él, William, sería juzgado y ahorcado...
—Haz como yo y sigue al obispo Henry... Él sabe bien por dónde sopla el viento —le apremiaba Waleran—. Si todo sale bien, Winchester se convertirá en archidiócesis y Henry será el arzobispo de Winchester..., en plano de igualdad con el arzobispo de Canterbury. Y cuando Henry muera... ¡quién sabe!... yo podría ser su sucesor. Y después..., bueno, ya hay cardenales ingleses, acaso un día llegue a haber un Papa inglés...
William se quedó mirando como hipnotizado a Waleran, pese a sus propios temores, ante la ambición que sin el menor rebozo mostraba el rostro habitualmente pétreo del obispo. ¿Waleran Papa? Todo era posible. Pero lo más importante eran las consecuencias inmediatas de las aspiraciones de Waleran. William comprendió que él era un peón en el juego de Waleran, quien había aumentado su prestigio cerca del obispo Henry por su habilidad para hacer cambiar a William y a los caballeros de Shiring a un lado o a otro durante la guerra civil. Ése era el precio que William había de pagar para que la Iglesia hiciera la vista gorda ante sus crímenes.
—¿Queréis decir...? —la voz le salía ronca, carraspeó y lo intentó de nuevo—. ¿Queréis decir que oiréis mi confesión si juro lealtad a Stephen y me paso de nuevo a su lado?
Se desvaneció el centelleo de la mirada de Waleran y su rostro se mostró de nuevo hermético.
—Eso es exactamente lo que quiero decir —rubricó.
William no tenía elección; pero, de cualquier manera, no veía motivo alguno para rechazar aquella componenda. Se había puesto de parte de Maud cuando parecía que saldría victoriosa y estaba dispuesto a hacerlo de nuevo ahora que Stephen llevaba las de ganar. Como quiera que fuese, se habría sometido a cualquier cosa para liberarse de su pánico al infierno.
—Entonces de acuerdo —dijo sin pensarlo más—. Sólo que escuchadme en confesión. Deprisa.
—Muy bien —repuso Waleran—. Recemos.
A medida que se confesaba con apresuramiento, William iba sintiéndose descargado del peso de la culpabilidad y, poco a poco, empezó a experimentar complacencia por su triunfo. Al salir de la capilla, sus hombres pudieron comprobar que se le había levantado el ánimo y al punto lanzaron vítores. William les dijo que volvían una vez más a luchar al lado del rey Stephen, de acuerdo con la voluntad de Dios expresada por boca del obispo Waleran. Los hombres lo tomaron como excusa para celebrarlo. Waleran hizo que les llevaran vino.
—Ahora Stephen habrá de confirmarme en mi Condado —dijo William mientras esperaban para comer.
—Debería hacerlo —asintió Waleran—. Aunque eso no significa que vaya a ser así.
—¡Pero si me he puesto de su lado!
—Richard de Kingsbridge nunca le abandonó.
William se permitió una sonrisa ladina.
—Creo que he dado al traste con esa amenaza de Richard.
—¡Ah! ¿Cómo?
—Richard jamás ha tenido tierras. La única manera de poder mantener su compañía de caballeros era gracias al dinero de su hermana.
—No es ortodoxo; pero, hasta el momento, ha dado resultado.
—Sí, lo que ocurre es que su hermana se ha quedado sin dinero. Incendié ayer su almacén. Ahora está en la miseria. Y por tanto también Richard.
Waleran hizo un gesto de asentimiento.
—En tal caso, sólo es cuestión de tiempo que quede sumido en el olvido. Y entonces yo diría que el Condado es tuyo.
La comida ya estaba lista. Los hombres de armas de William se sentaron en la parte baja de la mesa. William lo hizo en la cabecera junto con Waleran y sus arcedianos. Una vez tranquilizado, William sintió envidia de sus hombres compadreando con las lavanderas. Los arcedianos eran una compañía muy aburrida.
El deán Baldwin ofreció a William una fuente de guisantes.
—¿Cómo evitaríais que alguien más hiciera lo que el prior Philip ha intentado hacer y pusiera en marcha su propia feria del vellón, Lord William? —le preguntó.
William quedó sorprendido ante aquella pregunta.
—¡Nadie se atrevería!
—Acaso otro monje no lo hiciera; pero sí es posible que lo hiciese un conde.
—Necesitaría una licencia.
—Podría obtenerla si ha luchado junto a Stephen.
—En este Condado no.
—Baldwin tiene razón, William —intervino el obispo Waleran—. Todo alrededor de las fronteras de tu Condado, hay ciudades que pueden celebrar una feria del vellón: Wilton, Devizes, Wells, Marlborough, Wallingford...
—Incendié Kingsbridge. Puedo repetirlo en cualquier otro lugar —afirmó William irritado.
Tomó un trago de vino. Le enfurecía que menospreciaran su victoria. Waleran cogió un bollo de pan tierno y lo partió. No llegó a comerlo.
—Kingsbridge es un blanco fácil —alegó—. La ciudad no tiene murallas y tampoco castillo, ni siquiera una iglesia grande en la que la gente pueda refugiarse. Está gobernada por un monje que no tiene caballeros ni hombres de armas. Kingsbridge se halla indefensa. La mayoría de las ciudades no lo están.
—Y una vez que la guerra civil haya terminado —remachó el deán Baldwin—, no podréis incendiar ni siquiera una ciudad como Kingsbridge y quedar impune. Eso es quebrantar la paz del rey. Y ningún rey lo pasaría por alto en tiempos normales.
William comprendió el alegato, lo que contribuyó a aumentar su ira.
—Entonces, acaso toda la acción haya sido inútil.
Dejó el cuchillo sobre la mesa. La tensión le hacía sentir contracciones en el estómago y ya le era imposible comer.
—Claro que si Aliena está arruinada, ello ofrece una especie de vacante —opinó Waleran.
William no alcanzaba a entenderle.
—¿Qué queréis decir?
—Este año ella ha comprado la mayor parte de la lana de este Condado. ¿Qué pasará el año que viene?
—No lo sé.
Waleran prosiguió hablando en el mismo tono reflexivo.
—Aparte del prior Philip, todos los productores de lana en millas a la redonda son arrendatarios del conde o del obispo. En todos los aspectos, tú eres el conde, salvo por el título, y yo soy el obispo. Si obligáramos a todos los arrendatarios a que nos vendieran a nosotros su vellón, controlaríamos las dos terceras partes de todo el comercio de la lana que existe en el Condado. Y podríamos venderla en la Feria del Vellón de Shiring. No habría negocio suficiente para justificar otra feria, aún en el caso de que alguien obtuviera una licencia.
William se dio cuenta al punto de la brillantez de aquella idea.