Aliena quedó horrorizada.
—¡Dios mío! —musitó—. ¿Y ahora qué comerá la gente?
Recorrieron los campos. Los daños eran los mismos en todas las partes. Subieron a una colina baja y desde la cima recorrieron con la mirada los campos circundantes. Allá donde miraban no veían más que cosechas perdidas, ovejas muertas, árboles derribados, praderas inundadas y casas hundidas. La destrucción era aterradora y Aliena se sintió embargada por una terrible sensación de tragedia. Se dijo que parecía como si la mano de Dios hubiera descendido sobre Inglaterra y hubiera golpeado su suelo destruyendo cuanto el hombre había construido, salvo las iglesias.
La devastación había conmovido también a Elizabeth.
—Es terrible —murmuró—. No puedo creerlo. No ha quedado nada.
Aliena asintió con gesto de consternación.
—Nada —repitió como un eco—. Este año no habrá cosechas.
—¿Y qué hará la gente?
—No lo sé. —Aliena añadió con una mezcla de compasión y miedo—: Se prepara un condenado invierno.
Una mañana, cuatro semanas después de la gran tormenta, Martha pidió a Jack más dinero. Éste quedó sorprendido. Ya le daba seis peniques semanales para la casa y sabía que Aliena le entregaba igual cantidad. Con esa suma había de alimentar a cuatro adultos y dos niños y comprar leña y junquillos para dos casas. Pero había muchas familias numerosas en Kingsbridge que sólo disponían de seis peniques semanales para cubrir todas las necesidades, comida, ropas y también el alquiler. Preguntó a Martha por qué necesitaba más.
Martha se mostró incómoda.
—Todos los precios han subido. El panadero pide un penique por una hogaza de cuatro libras y...
—¡Un penique! ¡Por una hogaza de cuatro libras! —Jack se hallaba escandalizado—. Deberíamos construirnos un horno y cocer nuestro propio pan.
—Bueno, a veces hago pan de sartén.
—Eso es verdad.
Jack recordó que durante la última semana habían tomado dos o tres veces pan cocido en la sartén.
—Pero el precio de la harina también ha subido, así que no ahorramos mucho —explicó Martha.
—Deberíamos comprar trigo y molerlo nosotros.
—No está permitido. Lo establecido es que utilicemos el molino del priorato. De cualquier forma, el trigo es caro también.
—Claro.
Jack comprendió que se estaba comportando de una manera estúpida. El pan era caro porque la harina era cara, y la harina era cara porque el trigo era caro, y el trigo era caro porque la tormenta destruyó la cosecha. No había que darle más vueltas. Notó que Martha parecía apesadumbrada. Siempre se inquietaba sobremanera cuando creía haberle disgustado. Sonrió para demostrarle que no tenía de qué preocuparse, al tiempo que le daba unas palmaditas en el hombro.
—No es culpa tuya —la animó.
—Parecías tan enfadado.
—Pero no contigo.
Se sentía culpable. Estaba convencido de que Martha sería capaz de cortarse la mano derecha antes que engañarle. En realidad, no comprendía por qué era tan adicta a él. Si fuera amor, se dijo, desde luego que a estas alturas ya estaría harta, porque ella y el mundo entero sabían que Aliena era el amor de su vida. En cierta ocasión había considerado la conveniencia de hacerle que se fuera, obligarle a salir de su enclaustramiento y su entrega. De esa manera, tal vez se enamorara de un hombre que le conviniera. Pero en el fondo de su corazón sabía que aquello no resultaría y que sólo lograría hacerla desesperadamente desdichada. De manera que dejó que todo siguiera como estaba. Echó mano al interior de su túnica para sacar su bolsa y cogió tres peniques de plata.
—Más vale que dispongas de doce peniques a la semana y veas si puedes arreglarte con eso —le dijo.
Parecía mucho. Su paga era tan sólo de veinticuatro peniques semanales, aunque tenía también otros gajes, como velas, ropas y botas.
Se echó al coleto el resto del pichel de cerveza y salió. Hacía un frío desusado para principios de otoño. El tiempo seguía siendo extraño. Recorrió con paso vivo la calle y entró en el recinto del priorato. Todavía no había salido el sol, y allí se encontraban tan sólo un puñado de artesanos. Recorrió la nave observando los cimientos. Casi estaban completos. Habían tenido suerte, ya que el trabajo con la argamasa, probablemente habría de suspenderse pronto ese año a causa del tiempo frío.
Levantó la vista hacia los nuevos cruceros. El placer que sentía por su propia creación estaba ensombrecido por las grietas. Habían reaparecido al día siguiente de la gran tormenta. Se hallaba decepcionadísimo. Claro que había sido una tormenta espantosa. Pero él había diseñado su iglesia para que sobreviviera a centenares de tormentas así. Movió la cabeza, perplejo y subió por las escaleras de la torreta hasta la galería. Deseaba poder hablar con alguien que hubiera construido una iglesia semejante. En Inglaterra nadie lo había hecho, e incluso en Francia nunca habían alcanzado semejante altura. Siguiendo un impulso, no se dirigió a su zona de dibujo sino que continuó subiendo las escaleras hasta el tejado. Ya habían quedado colocadas todas las planchas y observó que el fastigio que había estado bloqueando la corriente de agua de lluvia disponía ya de un amplio canalón que corría a través de su base. Corría viento allá arriba y cada vez que se acercaba al borde trataba de encontrar algo donde sujetarse, ya que no sería el primer constructor que se caía de un tejado y se mataba, impelido por una ráfaga de viento, el cual siempre soplaba más fuerte en todo lo alto que en el suelo. De hecho el viento siempre parecía aumentar de manera desproporcionada conforme uno subía...
Permaneció allí con la mirada perdida en el espacio. El viento aumentaba de manera desproporcionada a medida que uno subía. Ésa era la respuesta a su rompecabezas. No era el peso de su bóveda el causante de las grietas, sino la altura. Estaba seguro de haber construido la iglesia lo bastante fuerte para soportar el peso. Sin embargo, no había contado con el viento. Esos altísimos muros estaban siendo azotados de manera constante y, dada su gran elevación, eso era suficiente para producir grietas. De pie en el tejado sintiendo toda su fuerza podía imaginar fácilmente el efecto que estaba teniendo sobre la estructura estrictamente equilibrada que había debajo de él. Conocía tan bien la edificación que casi podía sentir la tensión, como si los muros formaran parte de su cuerpo.
El viento daba de costado contra la iglesia, como estaba dando contra él. Y, puesto que la iglesia no podía combarse, aparecían las grietas.
Estaba segurísimo de haber encontrado la causa. ¿Pero qué había de hacer al respecto? Necesitaba reforzar el trifolio para que pudiera aguantar el viento. ¿Cómo? Si construyera contrafuertes macizos en la parte superior de los muros, quedaría destruido el deslumbrador efecto de ligereza y gracia que con tanto éxito había logrado. No obstante, si fuera eso lo que se necesitaba para mantener el edificio en pie, tendría que hacerlo.
Bajó las escaleras. No se sentía más contento, pese a haber logrado comprender por fin el problema, ya que parecía como si la solución pudiera destruir su sueño.
Acaso soy arrogante
, se dijo.
Estaba tan convencido de que podía construir la catedral más hermosa del mundo. ¿Por qué imaginé que yo podía ser mejor que cualquier otro? ¿Qué me hizo pensar que era algo tan especial? Debí haber copiado con exactitud el boceto de otro maestro y sentirme satisfecho.
Philip le estaba esperando en la zona de dibujo. El prior tenía el ceño fruncido por la preocupación. La orla de pelo canoso alrededor de la afeitada cabeza aparecía alborotada. Daba la impresión de haber estado levantado toda la noche.
—Habremos de reducir nuestros gastos —dijo sin más preámbulo—. No tenemos dinero para seguir construyendo al ritmo actual.
Jack había estado temiendo aquello. El huracán destruyó las cosechas en la mayor parte del sur de Inglaterra y era de suponer que las finanzas del priorato acusarían el golpe. En el fondo de su corazón, tenía miedo de que, si la construcción se retrasaba demasiado, acaso él no viviera para ver acabada su catedral. Pero no dejó traslucir sus temores.
—Se acerca el invierno —dijo con tono indiferente—. De cualquier manera, por esta época el trabajo siempre sufre retrasos. Y este año el invierno llegará pronto.
—No lo bastante pronto —contestó Philip ceñudo—. Quiero que se reduzcan a la mitad nuestros gastos. De inmediato.
—¡A la mitad!
Parecía algo imposible.
—Hoy empieza el despido temporal de invierno.
La situación era peor de lo que Jack supuso. Habitualmente los trabajadores estivales terminaban a principios de diciembre más o menos. Pasaban los meses de invierno construyendo casas de madera o haciendo arados o carretas, bien para los suyos o para ganar dinero. Aquel año sus familias no se sentirían muy contentas de verlos.
—¿Sabéis que los enviáis a hogares donde la gente ya está pasando hambre? —preguntó Jack.
Philip se limitó a mirarlo irritado.
—Claro que lo sabéis —añadió Jack—. Siento habéroslo preguntado.
—Si no lo hago ahora, ocurrirá que cualquier domingo, mediado el invierno, todos los trabajadores se encontrarán en fila para cobrar su salario y yo sólo podré mostrarles un cofre vacío —dijo enérgico.
Jack se encogió de hombros sin nada más que objetar.
—Y eso no es todo —le advirtió Philip—. De ahora en adelante no se contratará a nadie, ni siquiera para reemplazar a los que se vayan.
—Hace meses que no contratamos.
—Contrataste a Alfred.
—Eso fue algo diferente —alegó Jack incómodo—. Muy bien. Nada de nuevos contratos.
—Y tampoco ascensos.
Jack asintió. De cuando en cuando, un aprendiz o un jornalero pedían que se le ascendiera a albañil o a cantero. Si los demás artesanos consideraban adecuado su trabajo, se atendía su solicitud y el priorato tenía que pagarle un salario más alto.
—Los ascensos son prerrogativa de la logia de albañiles —le recordó Jack.
—No es mi propósito cambiar eso —repuso Philip—. Estoy pidiendo a los albañiles que pospongan todo ascenso hasta que haya terminado el hambre.
—Se lo comunicaré —contestó Jack sin comprometerse.
Tenía la impresión de que aquello crearía problemas.
Philip siguió con sus restricciones.
—De ahora en adelante no se trabajará las fiestas de los santos.
Había demasiados días de santos. En principio eran fiestas; pero el que a los trabajadores les pagaran como tal era cuestión de negociación. En Kingsbridge, lo establecido era que, cuando en una misma semana caían dos o más festividades de santos, la primera era pagada y la segunda un día libre optativo. La mayoría de la gente elegía trabajar el segundo. Sin embargo, ahora no tendrían opción. El segundo día sería fiesta obligatoria sin cobrar. Jack se sentía incómodo ante la perspectiva de explicar a la logia todos aquellos cambios.
—Resultaría mucho más fácil que pudiera presentarlo como temas de discusión y no como una cuestión ya zanjada —dijo.
Philip meneó la cabeza.
—Entonces pensarían que se trata de cuestiones abiertas a negociación y algunas de las proposiciones podrían ser suavizadas. Sugerirían trabajar media jornada de las fiestas de los santos y permitir un número limitado de ascensos.
Desde luego, lo que decía era cierto.
—¿Acaso no es razonable? —preguntó Jack.
—Claro que es razonable —repuso Philip con irritación—. Sólo que no es caso de acomodación. Incluso me preocupa que esas medidas no sean suficientes, de manera que no puedo hacer concesión alguna.
—Muy bien —admitió Jack, pues era evidente que Philip no estaba en aquel momento de humor para avenencias—. ¿Algo más? —preguntó cauteloso.
—Sí. Suspende toda compra de suministros. Utiliza las existencias de piedra, hierro y madera.
—¡Si la madera la tenemos gratis! —protestó Jack.
—Pero hemos de pagar para que la acarreen hasta aquí.
—Es verdad. Está bien.
Jack se acercó a la ventana y se quedó mirando abajo, las piedras y los troncos de árbol almacenados en el recinto del priorato. Fue una acción refleja. Sabía bien lo que tenía almacenado.
—Eso no es problema —dijo al cabo de un momento—. Con la reducción de trabajadores tenemos materiales suficientes hasta el próximo verano.
Philip suspiró con fuerza.
—No tenemos seguridad de que el próximo año podamos contratar trabajadores estivales —dijo—. Dependerá del precio de la lana. Más vale que se lo adviertas.
Jack asintió.
—¿Tan mal está la cosa?
—Es la peor situación que jamás he conocido —aseguró el prior—. Lo que este país necesitaba son tres años de buen tiempo. Y un nuevo rey.
—Amén a todo ello —rubricó Jack.
Philip volvió a su casa. Jack pasó la mañana preguntándose cómo enfocar aquellos cambios. Había dos formas de construir una nave. Intercolumnio por intercolumnio, empezando por la crujía y trabajando hacia el oeste, o hilada a hilada, lanzando previamente la base de toda la nave e ir subiendo luego. El segundo sistema resultaba más rápido pero se necesitaban más albañiles. Era el método que Jack había pensado utilizar. Ahora recapacitó sobre ello. La construcción de un intercolumnio tras otro era un sistema más adecuado para un número reducido de trabajadores. Además, tenía otra ventaja. Cualquier modificación que introdujera en su diseño para solucionar el problema de la resistencia al viento podía ponerse a prueba en uno o dos días antes de aplicarla a todo el edificio.
También cavilaba respecto a los efectos a largo plazo de la crisis económica. Era posible que en el transcurso de los años el trabajo fuera cada vez más escaso. Pesaroso, se veía a sí mismo haciéndose viejo, canoso y débil, sin haber logrado la ambición de su vida y siendo enterrado finalmente en el cementerio del priorato a la sombra de una catedral inacabada.
Al sonar la campana del mediodía, se encaminó a la logia de los albañiles. Los hombres se encontraban sentados con su cerveza y su queso. Jack se fijó, por primera vez, en que muchos de ellos no tenían pan. Pidió a los albañiles que habitualmente se iban a casa a almorzar si podían permanecer todavía un momento.
—El priorato está quedándose corto de dinero —les dijo.
—Nunca he conocido un monasterio al que tarde o temprano no le ocurra lo mismo —comentó uno de los hombres de más edad.