A la mañana siguiente, comenzó la reunión antes de que el prior Philip llegara a la logia. Quería colocar las bases. Una vez más había preparado con toda minuciosidad lo que había de decir, para asegurarse de que no echaría a perder el caso por falta de tacto. Y una vez más intentó presentar las cosas como Philip pudiera hacerlo.
Todos los artesanos llegaron a la logia temprano. Su subsistencia estaba en juego. Uno o dos de los más jóvenes tenían los ojos enrojecidos. Jack supuso que la cervecería había estado abierta hasta tarde y algunos de ellos habrían olvidado por un rato su pobreza. Probablemente serían los más jóvenes y los trabajadores estivales quienes ofrecerían mayor resistencia. El punto de vista de los artesanos más viejos solía ser a más largo plazo. Las mujeres artesanas eran una reducida minoría, y siempre se mostraban cautelosas y conservadoras. Respaldarían cualquier tipo de arreglo.
—El prior Philip va a pedirnos que volvamos al trabajo y a ofrecernos algún tipo de avenencia —dijo Jack—. Antes de que llegue, hemos de discutir lo que estamos dispuestos a aceptar, qué es lo que deberemos rechazar sin contemplaciones y en qué momento estaríamos dispuestos a negociar. Deberemos presentar a Philip un frente unido. Supongo que todos estaréis de acuerdo.
Hubo algunos ademanes de asentimiento.
Jack se forzó a parecer un poco irritado.
—¡A mi juicio debemos rechazar de pleno el despido inmediato! —Golpeó el banco con el puño para subrayar su actitud inflexible respecto a ese punto. Algunos mostraron su acuerdo de manera ruidosa. Jack sabía que se trataba de una petición que Philip no iba a hacer. Quería que los alborotadores se excitaran al máximo en la defensa de ese punto de la antigua costumbre y práctica de manera que, cuando Philip la aceptara, quedaran prácticamente desinflados.
—Y también tenemos que conservar el derecho a la logia a conceder ascensos. Porque los artesanos son los únicos capaces de juzgar si un hombre es diestro o no.
Una vez más se mostraba artero. Estaba enfocando la atención de los hombres al aspecto no económico de las promociones, con la esperanza de que, cuando hubieran obtenido ese punto, estuvieran dispuestos a un acuerdo sobre el pago.
—En cuanto al trabajo en las fiestas de los santos, creo que hay dos maneras de tratar este punto. Habitualmente las fiestas son objeto de negociación, no hay una costumbre y práctica general, al menos que yo sepa. —Se volvió hacia Edward Twonose y le preguntó—: ¿Qué opinas sobre eso, Edward?
—La práctica varía de un enclave a otro —contestó Edward.
Se le veía satisfecho de que le hubieran consultado. Jack hizo un gesto de asentimiento, alentándole a que siguiera hablando. El hombre empezó a enumerar diversos métodos de considerar las fiestas de los santos. La reunión se estaba desarrollando de acuerdo con los deseos de Jack. La prolongada discusión de un punto que no ofrecería demasiada controversia acabaría por aburrir a los hombres, minando sus energías para el enfrentamiento.
Sin embargo, el monólogo de Edward quedó interrumpido por una voz que llegaba de la parte de atrás.
—Todo eso carece de importancia —dijo.
Jack miró en aquella dirección y descubrió que quien hablaba era Dan Bristol, uno de los trabajadores temporeros.
—Uno después de otro, por favor. Deja que termine Edward.
Pero a Dan no se le acallaba fácilmente.
—Todo eso importa poco —insistió—. Lo que queremos es un aumento de salario.
—¿Un aumento? —Jack se sintió irritado ante aquella ridícula exigencia.
Sin embargo, le sorprendió que Dan recibiera apoyo.
—Eso es, un aumento —le respaldó Pierre—. Verás, una hogaza de cuatro libras cuesta un penique. Una gallina, cuyo precio solía ser de ocho peniques, ahora es de ¡veinticuatro! Apuesto a que hace semanas que ninguno de los que estamos aquí ha probado la cerveza fuerte. Todo está subiendo; pero la mayoría de nosotros seguimos cobrando el mismo salario por el que fuimos contratados; es decir, doce peniques semanales. Y con eso hemos de alimentar a nuestras familias.
Jack sintió que se le caía el alma a los pies. Todo había estado transcurriendo a la perfección, pero aquella interrupción echaba abajo su estrategia. Sin embargo, se forzó por no oponerse a Dan y a Pierre, porque sabía que su influencia sería mayor si mostraba una mente abierta a todas las sugerencias.
—Estoy de acuerdo con vosotros dos —dijo ante la evidente sorpresa de ellos—. La cuestión estriba en qué posibilidades tenemos de convencer a Philip para que nos dé un aumento en un momento en que en el priorato escasea el dinero.
Nadie respondió a aquello.
—Necesitamos veinticuatro peniques semanales para poder seguir viviendo y, aun así, estaremos peor de lo que solíamos estar —dijo Dan.
Jack se sintió desalentado y confuso. ¿Por qué la reunión se le estaba escapando de las manos?
—Veinticuatro peniques semanales —repitió Pierre.
Varios compañeros asintieron con la cabeza.
A Jack se le ocurrió que acaso no fuera el único que hubiera acudido a la reunión con una estrategia estudiada.
—¿Habéis discutido esto con anterioridad? —preguntó mirando con dureza a Dan.
—Sí. Anoche en la cervecería —le contestó en actitud desafiante—. ¿Hay algo malo en ello?
—En absoluto. Pero ¿querrías resumir las conclusiones en beneficio de aquellos de nosotros que no tuvimos el privilegio de asistir a la reunión?
—Muy bien.
Los hombres que no habían estado en la cervecería parecían resentidos. Pero daba la impresión de que a Dan le importaba poco. En el momento en que abría la boca, entró Philip. Jack le dirigió una mirada escrutadora. Parecía contento. Sus ojos se encontraron y el prior asintió con la cabeza de manera casi imperceptible. Jack se sintió jubiloso, los monjes habían aceptado el compromiso. Abría la boca para impedir que Dan hablara pero llegó con un instante de retraso.
—Queremos veinticuatro peniques semanales para los artesanos —dijo éste con voz estentórea—. Doce peniques para los jornaleros y cuarenta y ocho peniques para los maestros artesanos.
Jack miró de nuevo a Philip. Había desaparecido la expresión de contento, sustituida por otra dura e irritada que pronosticaba el enfrentamiento.
—Un instante —dijo Jack—. Ésa no es la opinión de la logia. Es una petición demencial pergeñada por un grupo de borrachos en la cervecería.
—No. No lo es —respondió otra voz, la de Alfred—. Creo que encontrarás que la mayoría de los artesanos apoyan la petición de la paga doble.
Jack lo miró furioso.
—Hace unos meses viniste suplicándome que te diera trabajo —le dijo—. Ahora estas exigiendo doble paga. ¡Debí dejarte que murieras de inanición!
—¡Y eso es lo que os ocurrirá a todos vosotros si no pensáis con cordura! —intervino el prior Philip.
Jack había ansiado desesperadamente evitar aquellas observaciones desafiantes; pero comprendía que no había ya alternativa. Toda su estrategia se había venido abajo.
—No volveremos a trabajar por menos de veinticuatro peniques. Y eso es todo —dijo Dan.
—Semejante cosa esta fuera de toda discusión. Es una idea demencial. Ni siquiera voy a considerarla —aseguró irritado el prior Philip.
—Y nosotros no consideraremos ninguna otra alternativa —contestó Dan—. En ninguna circunstancia trabajaremos por menos.
—Pero eso es estúpido. ¿Cómo podéis quedaros ahí sentados y decir que no trabajaréis por menos? Lo que pasa es que no trabajaréis, estúpido. ¡No tenéis otro sitio adonde ir! —dijo Jack.
—¿De veras? —le desafió Dan.
Se hizo el silencio en la logia.
Santo Dios, se dijo Jack perdida toda esperanza. Eso es, tienen una alternativa.
—Sí que tenemos otro sitio adonde ir —afirmó Dan poniéndose en pie—. Y, por lo que a mí respecta, allí es adonde me voy.
—¿De qué hablas? —preguntó Jack.
La expresión de Dan era triunfal.
—Me han ofrecido trabajo en otro enclave en Shiring. Para construir la nueva iglesia. Veinticuatro peniques semanales a cada artesano.
Jack miró en derredor.
—¿Ha recibido alguien más la misma oferta?
La logia en pleno parecía avergonzada.
Jack estaba desolado. Todo aquello estaba organizado. Le habían traicionado. Le hacía sentirse estúpido y también agraviado. El dolor se transformó en ira y buscó entre todos ellos al culpable.
—¿Quién ha sido de vosotros? —gritó—. ¿Quién de vosotros es el traidor?
Miró en derredor. Pocos fueron capaces de sostener su mirada.
Pero su vergüenza le servía de poco consuelo. Se sentía como un amante ultrajado.
—¿Quién os trajo esa oferta de Shiring? —vociferó—. ¿Quién va a ser el maestro de obras de Shiring?
Recorrió con la mirada a todos los allí reunidos y sus ojos se detuvieron en Alfred. Claro. Se sintió asqueado.
—¿Alfred? —dijo desdeñoso—. ¿Me dejáis para ir a trabajar para Alfred?
Se hizo el más absoluto silencio.
—Sí. Eso es lo que hacemos —respondió finalmente Dan.
Jack comprendió que estaba derrotado.
—Que así sea —murmuró con amargura—. Me conocéis y conocéis a mi hermano. Y habéis elegido a Alfred. Conocéis al prior Philip y conocéis al conde William. Y habéis elegido a William. Todo cuanto me resta deciros es que os merecéis todo lo que os hagan.
—Cuéntame una historia —dijo Aliena—. Ya no me cuentas nunca historias. ¿Recuerdas cómo solías hacerlo?
—Me acuerdo —dijo Jack.
Se encontraban en su cañada secreta del bosque. Era ya a finales de otoño; así que, en lugar de sentarse a la sombra junto al arroyo, habían encendido una hoguera al abrigo de una cresta rocosa. A pesar de que la tarde fuese fría y gris, habían entrado en calor haciendo el amor, y el fuego chisporroteaba alegre. Los dos estaban desnudos debajo de sus capas.
Jack abrió la de Aliena y le rozó el seno. Ella consideraba que sus senos eran demasiado grandes y la entristecía no tenerlos tan altos y firmes como lo fueron antes de tener a sus hijos, pero a Jack parecían gustarle igual, lo cual representaba un gran alivio.
—Una historia de una princesa que vivía en la torre de un alto castillo. —Le tocó suavemente el pezón—. Y de un príncipe que vivía en la torre de otro alto castillo. —Le acarició el otro seno—. Todos los días se miraban desde las ventanas de sus prisiones y anhelaban cruzar el valle que los separaba. —Descansó la mano en el hueco entre los dos senos y luego de repente empezó a bajarla—. ¡Pero en las tardes de todos los domingos se reunían en el bosque!
Aliena chilló, sobresaltada y luego se rió de sí misma.
Aquellas tardes de domingo eran los momentos dorados en una vida que se estaba desmoronando con celeridad.
La mala cosecha y la caída del precio de la lana habían sido causa de devastación económica. Los mercaderes estaban arruinados, los ciudadanos no tenían empleo y los campesinos se morían de hambre. Por fortuna, Jack todavía ganaba un salario. Con unos cuantos artesanos estaba construyendo poco a poco el primer intercolumnio de la nave. Pero Aliena había cerrado casi por completo su negocio de fabricación de tejidos. Y allí las cosas estaban peor que en el resto del sur de Inglaterra por la manera de reaccionar William ante la hambruna.
Para Aliena, ése era el aspecto más penoso de la situación. William se mostraba ambicioso de dinero a fin de construir su nueva iglesia en Shiring, la iglesia dedicada a la memoria de su madre, maligna y medio loca. Había expulsado a tantos arrendatarios suyos por atrasos en la renta, que ahora había quedado sin cultivar parte de las mejores tierras del Condado, lo cual aumentaba la escasez de grano. Por otra parte, él había estado almacenándolo a fin de que el precio siguiera subiendo. Tenía unos cuantos empleados y nadie a quien alimentar, de manera que, en realidad, se aprovechaba de la carestía a corto plazo. Pero, a la larga, estaba causando un daño irreparable a la propiedad y a sus posibilidades de dar de comer a la gente. Aliena recordaba el Condado bajo el gobierno de su padre, un Condado rico con tierras fértiles y ciudades prósperas. Se le partía el corazón. Durante unos años, casi había olvidado el juramento que ella y su hermano hicieron a su padre moribundo. Desde que William Hamleigh fuera nombrado conde y ella empezó a formar una familia, la idea de que Richard recuperara el Condado había llegado a convertirse en una fantasía remota. El propio Richard se había asentado como Jefe de la Vigilancia. Incluso se había casado con una joven de la localidad, la hija de un carpintero. Aunque, por desgracia, la pobre muchacha no gozaba de buena salud y había muerto el año anterior sin darle hijos.
Desde que comenzó la hambruna, Aliena había empezado a pensar de nuevo en el Condado. Sabía que si Richard fuera conde podría hacer mucho, con su ayuda, para aliviar los sufrimientos causados por la escasez. Pero no era más que un sueño. William tenía el favor del rey Stephen, que llevaba la voz cantante en la guerra civil, y no había perspectivas de cambio.
Sin embargo, todos esos melancólicos deseos se desvanecían en la cañada secreta mientras yacían sobre el césped haciendo el amor.
Desde un principio ambos se habían mostrado codiciosos de sus respectivos cuerpos. Aliena nunca olvidaría lo escandalizada que se quedó ante su propia sensualidad en los comienzos, e incluso ahora, cuando ya tenía treinta y tres años y los partos habían desarrollado su trasero y hecho que su vientre tan liso quedara deformado, a Jack le consumía hasta tal punto el deseo por ella, que todos los domingos solían hacer el amor tres o cuatro veces.
En aquellos momentos, la broma de Jack sobre el bosque empezó a convertirse en una deliciosa caricia y Aliena le había cogido la cara para besarle cuando oyó una voz.
Ambos se quedaron rígidos. Su cañada se encontraba a cierta distancia del camino y oculta tras un soto. Nunca les habían interrumpido, salvo algún gamo incauto o un atrevido zorro. Escucharon conteniendo el aliento. Les llegó de nuevo la voz, seguida de otra. Mientras aguzaban el oído, captaron un ruido de fondo, como de crujir de ramas. Parecía como si un grupo numeroso de hombres se moviera por el bosque.
Jack cogió las botas que estaban en el suelo. Moviéndose sigiloso se acercó ágil al arroyo, que estaba a unos pasos de allí, llenó la bota de agua y la vació sobre el fuego. Las llamas se apagaron con un siseo y unas volutas de humo. Jack se introdujo sin ruido entre los matorrales, agazapado, y desapareció. Aliena se puso la camisola, la túnica y las botas y se envolvió de nuevo en la capa.