Pero a Richard no le atormentaban tales preocupaciones.
—Por Dios que es posible que tengas razón, Aliena —exclamó—. Podría tener un ejército propio y lanzarlo contra William.
Aliena vio cómo se le enrojecía el rostro por el odio largamente alimentado, y de nuevo se fijó en la cicatriz de la oreja izquierda, a la que le faltaba el lóbulo. Apartó de su mente el vil recuerdo que amenazaba con salir de nuevo a la superficie. A Richard empezaba a apasionarle la idea.
—Podría hacer incursiones entre los rebaños de William —dijo con fruición—. Robar sus ovejas, cazar sus venados, invadir sus graneros y saquear sus molinos. ¡Dios mío! ¡Cómo podría hacer sufrir a esa sanguijuela si tuviera un ejército!
Aliena se dijo que siempre había sido un soldado. Era su destino. A pesar de los temores por la seguridad de su hermano, se sentía excitada ante la perspectiva de que éste pudiera tener otra oportunidad de cumplir ese destino.
Pero Richard había tropezado con un obstáculo.
—Sin embargo, no sé cómo encontrar a los proscritos —dijo—. Siempre andan ocultándose.
—Eso puedo decírtelo yo —le dijo Ellen—. Desviándose del camino de Winchester, hay un sendero prácticamente invadido por la vegetación que conduce hasta una cantera abandonada. Ahí es donde tienen su guarida. Solían llamarle la cantera de Sally.
—¡Pero si yo no tengo una cantera! —exclamó Sally, que ya contaba siete años.
Todo el mundo se echó a reír.
Luego reinó de nuevo el silencio.
Richard se mostraba exultante y decidido.
—Muy bien —dijo con tono sombrío—. La cantera de Sally.
—Habíamos estado trabajando duro toda la mañana arrancando un macizo tocón, arriba en la colina —dijo Philip—. Cuando regresamos, mi hermano Francis estaba en pie ahí, en el corral de las cabras, contigo en brazos. Tenías solamente un día.
Jonathan se mostraba grave. Era un momento solemne para él.
Philip contempló St-John-in-the-Forest. Ahora ya no se veía mucho bosque. Con el paso de los años los monjes habían despejado muchos acres y el monasterio estaba rodeado de campos de cultivo. Había más edificios de piedra, una sala capitular, un refectorio y un dormitorio, además de un buen número de graneros y lecherías de madera más pequeños. Apenas se reconocía el lugar que había sido hacía diecisiete años. También la gente era distinta. Varios de aquellos jóvenes monjes ocupaban cargos de responsabilidad en Kingsbridge. William Beauvis, que creó dificultades hacía tantos años al lanzar cera caliente de la vela a la calva del maestro de novicios, era ahora el prior. Algunos se habían ido. Aquel camorrista, Peter de Wareham, estaba en Canterbury trabajando para el arcediano joven y ambicioso, de nombre Thomas Becket.
—Me pregunto cómo serían —dijo Jonathan—. Me refiero a mis padres.
A Philip le dio pena por un instante. Él había perdido a sus padres; pero fue cuando ya tenía seis años, y podía recordarlos a los dos muy bien. Su madre, tranquila y amorosa, su padre, alto y de barba muy negra y, al menos para Philip, valeroso y fuerte, Jonathan no había conocido siquiera eso. Todo cuanto sabía de sus padres era que no lo habían querido.
—Sin embargo, podemos adivinar muchas cosas sobre ellos —dijo Philip.
—¿De veras? —preguntó Jonathan ávido—. ¿Qué cosas?
—Ante todo que eran pobres —respondió Philip—. La gente acaudalada no tiene motivo para abandonar a sus hijos. Que no tenían amigos. Los amigos saben cuándo se espera un bebé y hacen preguntas si el niño desaparece. Que estaban desesperados. Sólo gentes desesperadas pueden soportar la pérdida de un hijo.
Los rasgos de Jonathan estaban rígidos por las lágrimas no vertidas. A Philip le hubiera gustado llorar por él, por ese muchacho que, al decir de todo el mundo, era tan semejante a él. Deseaba haber podido proporcionarle un poco de consuelo, decirle algo cálido y alentador sobre sus padres. ¿Pero cómo pretender que querían al chiquillo cuando le dejaron para que muriera?
—¿Por qué Dios hace esas cosas? —preguntó Jonathan.
Philip vio entonces su oportunidad.
—Una vez que se empieza a hacer esas preguntas se acaba en la confusión. Pero, en este caso, creo que la respuesta está clara. Dios te quería para él.
—¿De veras lo creéis?
—¿No te lo dije nunca antes? Siempre lo he creído. Así se lo expresé aquí mismo a los monjes el día que te encontramos. Les hice ver que Dios te había enviado aquí con algún designio suyo y que era nuestro deber criarte al servicio de Dios para que pudieras llevar a buen término la tarea que Él te había asignado.
—Me pregunto si mi madre sabrá eso.
—Lo sabrá si está con los ángeles.
—¿Cuál creéis vos que puede ser mi tarea?
—Dios necesita monjes que sean escritores, iluminadores, músicos y granjeros. Necesita hombres que desempeñen trabajos de responsabilidad como cillerero, prior y obispo. Necesita hombres que sepan comerciar con lana, curar a los enfermos, enseñar a los escolares y construir iglesias.
—Resulta difícil imaginar que tenga un papel específico para mí.
—No creo que se hubiera molestado tanto contigo si no lo tuviera —contestó Philip con una sonrisa—. Sin embargo, podría no ser un papel grandioso o importante en términos mundanos. Puede que quiera que te conviertas en uno de esos monjes tranquilos, en un hombre humilde que consagra su vida a la plegaria y a la contemplación.
Jonathan pareció desencantado.
—Supongo que es posible.
Philip se echó a reír.
—Pero no lo creo. Dios no haría un cuchillo con papel ni una camisa de dama con cuero de zapato. Tú no estás hecho para una vida de quietud y Dios lo sabe. Yo diría que quiere que luches por Él, no que cantes para Él.
—De veras lo espero.
—Pero, en este preciso momento, creo que lo que quiere es que vayas a ver al hermano Leo y averigües cuántos quesos tiene para la despensa de Kingsbridge.
—Muy bien.
—Iré a la sala capitular para hablar con mi hermano. Y recuerda, si cualquiera de los monjes te habla de Francis, di lo menos que puedas.
—No diré nada.
—En marcha, pues.
Jonathan atravesó con paso vivo el patio. Se había esfumado su talante solemne y, antes siquiera de llegar a la lechería, había recuperado su dinamismo habitual. Philip siguió observándolo hasta que lo vio desaparecer en el edificio.
Yo era igual que él aunque tal vez no tan inteligente
, se dijo.
Tomó la dirección opuesta, hacia la sala capitular. Francis había enviado un mensajero a Philip pidiéndole que se reuniese con él de la forma más discreta posible. Por lo que se refería a los monjes de Kingsbridge, Philip estaba haciendo una visita rutinaria a una de las células. Allí, naturalmente, la entrevista no podía ocultarse a los monjes, pero estaban tan aislados que no tenían a quién contárselo. Tan sólo el prior de la célula acudía alguna vez a Kingsbridge, y Philip le había hecho jurar el secreto.
Francis y él habían llegado esa misma mañana y, aunque no trataron de convencer a nadie de que la reunión era fortuita, sí aseguraron que la habían organizado por el simple gusto de verse. Ambos habían asistido a misa mayor y luego almorzaron con los monjes. En esos momentos, era la única oportunidad de hablar a solas.
Francis estaba esperando en la sala capitular, sentado en un banco de piedra adosado a la pared. Philip casi nunca veía su propia imagen, ya que en un monasterio no hay espejos. Calculó su propio envejecimiento por los cambios sufridos por su hermano, que sólo tenía dos años menos. Francis, a los cuarenta y dos años, tenía algunas hebras de plata en su pelo negro y abundantes arrugas alrededor de sus ojos azules y brillantes. Su cuello y su cintura habían aumentado desde que Philip lo vio por última vez.
Yo debo tener el pelo más gris y, en cambio, menos grasa,
se dijo Philip.
Pero me pregunto quién tendría más arrugas resultantes de las preocupaciones.
Se sentó junto a su hermano y quedó con la mirada perdida a través de la vacía sala octogonal.
—¿Cómo van las cosas? —preguntó Francis.
—De nuevo imperan los bárbaros —respondió Philip—. El priorato se está quedando sin dinero, casi tenemos parada la construcción de la catedral. Kingsbridge se halla en declive, medio Condado se muere de inanición, y no es seguro viajar.
Francis asintió.
—La misma historia se repite por toda Inglaterra.
—Tal vez los bárbaros imperen siempre —murmuró Philip con tono lúgubre—. Acaso la codicia supere siempre a la prudencia en los consejos de los poderosos. Es posible que el miedo domine siempre sobre la compasión en la mente de un hombre con una espada en la mano.
—Por lo común no eres tan pesimista.
—Hace unas semanas nos atacaron los proscritos. Fue un intento lastimoso. Tan pronto como unos cuantos hubieron muerto a manos de los ciudadanos, empezaron a luchar entre sí. Pero, cuando ya se retiraban, a los pobres infelices los persiguieron algunos jóvenes de nuestra ciudad e hicieron una carnicería entre los que pudieron alcanzar. Fue nauseabundo.
—Es difícil de entender —comentó Francis moviendo la cabeza.
—Yo creo entenderlo. Estaban asustados y sólo podían alejar el miedo vertiendo la sangre de la gente que lo había provocado. Eso mismo lo vi yo en los ojos de los hombres que mataron a nuestros padres. Mataban porque estaban asustados. ¿Pero qué es lo que podría acabar con ese miedo?
—La paz, la justicia, la prosperidad. Cosas difíciles de lograr —respondió Francis con un suspiro.
Philip asintió.
—Bien. ¿Qué traes entre manos?
—Estoy trabajando para el hijo de la emperatriz Maud. Se llama Henry.
Philip ya había oído hablar de aquel Henry.
—¿Qué tal es?
—Es un joven inteligente y decidido. Su padre ha muerto, así que es conde de Anjou. Y también duque de Normandía, por ser el nieto mayor del viejo Henry, que era rey de Inglaterra y duque de Normandía. Y está casado con Eleanor de Aquitania. Por lo tanto, es también duque de Aquitania.
—Gobierna sobre un territorio superior al del rey de Francia.
—En efecto.
—¿Y cómo es él?
—Educado, muy trabajador, rápido en las decisiones, inquieto, con una voluntad férrea. Tiene un temperamento terrible.
—Yo quisiera tener a veces un temperamento terrible —confesó Philip—. Hace que la gente se ande con cuidado. Como todo el mundo sabe que me muestro siempre razonable, nunca se me obedece con la misma celeridad que a un prior dispuesto a explotar en cualquier momento.
Francis se echó a reír.
—Sigue siendo tú mismo —le aconsejó, y luego recobró la seriedad—. Henry me ha hecho comprender la importancia de la personalidad del rey. No tienes más que fijarte en Stephen. Su discernimiento es poco firme, se muestra decidido durante unos momentos para luego ceder; es valiente hasta la temeridad y se pasa la vida perdonando a sus enemigos. Las gentes que le traicionan corren escasos riesgos, porque saben que pueden contar con su clemencia. En consecuencia, ha luchado sin éxito durante dieciocho años por gobernar un país que, cuando él lo recibió, era un reino unido. Henry tiene ya más control sobre su colección de duques y condes, que antes eran independientes, del que jamás haya tenido aquí Stephen.
A Philip le asaltó una idea.
—¿Por qué te ha enviado Henry a Inglaterra? —preguntó.
—Para vigilar el reino.
—¿Qué has encontrado?
—Que impera la anarquía y que está muriendo de inanición, azotado por las tormentas y asolado por la guerra.
Philip asintió, pensativo. El joven Henry era duque de Normandía porque era el hijo mayor de Maud, que fue la única hija legítima del viejo rey Henry, que fue duque de Normandía y rey de Inglaterra.
Por aquella línea de descendencia, Henry podía reclamar su derecho a la corona.
Su madre también había hecho la misma reclamación, y se le había negado por ser mujer y porque su marido era angevino. Pero el joven Henry no sólo era varón, sino que tenía además la ventaja de ser normando por su madre y angevino por su padre.
—¿Va a intentar Henry ocupar el trono de Inglaterra? —preguntó Philip.
—Depende de mi informe —contentó Francis.
—¿Y qué le dirás?
—Que nunca habrá un momento mejor que éste.
—Alabado sea Dios —repuso Philip.
De camino hacia el castillo del obispo Waleran, el conde William se detuvo en una de sus propiedades, Crowford Mill. El molinero, un tipo duro de mediana edad llamado Wulfric, tenía derecho a moler el grano cultivado en once de las aldeas cercanas. En pago, de cada veinte sacos retenía dos, uno para él y el otro para William. William iba allí a recoger lo que le pertenecía. No solía hacerlo personalmente. Pero los tiempos no eran normales. Por aquellos días tenía que hacer que cada carro transportando harina o cualquier cosa comestible fuera acompañada por una escolta armada. A fin de utilizar a su gente de la manera más económica posible, había tomado la costumbre de llevar consigo uno o dos carros siempre que iba a alguna parte con su séquito de caballeros, y pasar a recoger cuanto le era posible.
La proliferación de delitos por parte de los proscritos era uno de los desafortunados efectos de la política firme que aplicaba a sus arrendatarios que no cumplían. Las gentes sin tierras se dedicaban con frecuencia al robo. En general no eran más eficientes como ladrones que lo habían sido como granjeros, y William confiaba en que la mayoría de ellos murieran durante el invierno. En un principio, sus esperanzas se habían cumplido. Los proscritos solían atacar a viajeros solitarios que no tenían mucho que pudieran robarles, o hacer incursiones mal organizadas contra objetivos bien defendidos.
Sin embargo, en los últimos tiempos habían mejorado las tácticas de los bandoleros. Siempre que atacaban, lo hacían con un número doble de hombres que el que tenían las fuerzas defensoras. Llegaban cuando los graneros estaban rebosantes, señal de que existía una cuidadosa labor de reconocimiento. Sin embargo, no se quedaban para luchar sino que cada hombre salía de estampida tan pronto como echaba mano a una oveja, un jamón, un queso, un saco de harina o una bolsa de monedas de plata. No valía la pena perseguirlos porque se evaporaban en el bosque, separándose y corriendo en todas direcciones. Alguien los estaba dirigiendo y lo hacía exactamente como lo habría hecho William.