Todos los dibujos de Jack se basaban en sencillas formas geométricas y en algunas proporciones no tan sencillas, tales como la proporción de la raíz cuadrada de dos a la raíz cuadrada de tres. Jack había aprendido en Toledo a calcular las raíces cuadradas. Pero la mayoría de los albañiles no sabían hacerlo y, en su lugar, recurrían a cálculos simples. Sabían que si se trazaba un círculo alrededor de las cuatro puntas de un cuadrado, el diámetro del círculo era mayor que el lado del cuadrado en la proporción de la raíz cuadrada de dos a uno. Esa proporción, raíz cuadrada a uno, era la fórmula más antigua de los albañiles, porque, en una construcción sencilla, era la proporción entre el ancho exterior con el interior dando así, por lo tanto, el grosor del muro.
La tarea de Jack era mucho más complicada a causa del significado religioso de varios números. El prior Philip proyectaba consagrar de nuevo la iglesia a la Virgen María, dado que la Virgen de las Lágrimas había hecho más milagros que la tumba de San Adolfo y, en consecuencia, querían que Jack utilizara los números nueve y siete que eran los de María. Por lo tanto, había diseñado la nave con nueve intercolumnios, y con siete el nuevo presbiterio, el cual habría de construirse una vez estuviera terminado todo el resto. Las arcadas ciegas entrelazadas en las naves laterales tendrían siete arcos por intercolumnio y, en la fachada oeste, habría nueve estrechas ventanas ojivales. Jack no tenía opinión acerca del significado teológico de los números, pero sentía de manera instintiva que, si se utilizaban los mismos números de forma consecuente, con toda seguridad, se obtenía una mayor armonía en el edificio una vez acabado.
Antes de que hubiera terminado de dibujar el plinto, le interrumpió el maestro trastejador que se había encontrado con un problema y quería que Jack lo resolviera.
Siguió al hombre por la escalera de la torreta y, dejando atrás el trifolio, se encontraron en la zona del tejado. Atravesaron los domos que formaban la parte superior de la bóveda de nervios. Sobre ellos, los trastejadores estaban desenrollando grandes láminas de plomo y clavándolas sobre las traviesas, empezando desde abajo y subiendo, de forma que las láminas superiores fueran cubriendo las más bajas impidiendo la entrada de la lluvia.
Jack descubrió al punto el problema. Al final de una gotera y entre dos cubiertas sesgadas, había colocado un fastigio decorativo. Pero había dejado el diseño en manos de un maestro albañil, y éste no tomó precauciones para que el agua de lluvia del tejado pasara a través o por debajo del fastigio. El albañil habría de cambiar aquello. Dijo al maestro trastejador que le transmitiera sus instrucciones y volvió de nuevo a sus dibujos.
Quedó asombrado al encontrar allí a Alfred esperándolo.
Hacía diez años que no había cruzado palabra con él. De cuando en cuando, lo había visto de lejos, en Shiring o en Winchester. Aliena tampoco lo había visto desde hacía nueve años, a pesar de seguir casados de acuerdo con la Iglesia. Martha iba a visitarlo una vez al año a su casa de Shiring. Siempre volvía con la misma información: seguía prosperando con la construcción de casas para los ciudadanos de Shiring, vivía solo y continuaba siendo el de siempre.
Pero, en esta ocasión, Alfred no parecía muy próspero. Jack encontró que tenía un aspecto cansado y derrotado. Siempre había sido fuerte y corpulento; sin embargo, ahora se le veía flaco. Tenía la cara más delgada y la mano, con la que se apartaba el pelo de los ojos, y que un día fue carnosa, estaba huesuda.
—Hola, Jack —dijo. Su expresión era agresiva, aunque el tono de voz parecía querer mostrarse congraciador. Una mezcla poco atrayente.
—Hola, Alfred —contestó Jack cauteloso—. La última vez que te vi llevabas una túnica de seda y te estabas poniendo gordo.
—Eso fue hace tres años. Antes de la primera de las malas cosechas.
—Sí, claro.
Tres malas cosechas seguidas habían provocado el hambre. Los siervos morían de inanición, los arrendatarios de granjas estaban en la miseria y cabía suponer que los burgueses de Shiring ya no podían permitirse nuevas y espléndidas casas de piedra. Alfred estaba acusando aquella situación de extrema necesidad. Jack le preguntó:
—¿Y qué te trae por Kingsbridge después de tanto tiempo?
—Oí hablar de tus cruceros y vine a echar una ojeada. —Su tono era de admiración envidiosa—. ¿Dónde aprendiste a construir así?
—En París —contestó Jack lacónico. No quería discutir aquel periodo de su vida con su hermanastro, puesto que él había sido la causa de su exilio.
—Bien. —Alfred parecía incómodo. Finalmente dijo con estudiada indiferencia:
—Estaría dispuesto a trabajar aquí a fin de aprender algunas cosas.
Jack se quedó atónito. ¿Era posible que Alfred tuviera la desfachatez de pedirle trabajo? Tratando de ganar tiempo le preguntó:
—¿Y qué me dices de tu cuadrilla?
—Ahora trabajo por mi cuenta —le contestó Alfred intentando siempre mostrarse indiferente—. No hay trabajo suficiente para una cuadrilla.
—De todas formas, por el momento no necesitamos a nadie —alegó Jack con parecida indiferencia—. Estamos al completo.
—Pero siempre te vendrá bien un buen albañil, ¿no?
Jack apreció una nota suplicante en su voz y comprendió que Alfred estaba desesperado. Decidió mostrarse franco.
—Después de la vida que hemos llevado, soy la última persona a la que debieras recurrir en busca de ayuda, Alfred.
—Y lo eres, en efecto —admitió Alfred sin rodeos—. Lo he intentado en todas partes. Nadie tiene trabajo. Es a causa de la hambruna.
Jack pensó en todas las veces que Alfred le había maltratado, atormentado y golpeado. Fue él quien le condujo al monasterio, y luego le obligó a alejarse de su hogar y su familia. No existía motivo alguno que pudiera inducirle a ayudarle. Antes al contrario, tenía grandes razones para regocijarse con su desgracia.
—No te admitiría aunque necesitara hombres —le contestó.
—Pensé que podrías hacerlo —alegó Alfred con terca insistencia—. Después de todo, mi padre te enseñó cuanto sabes. Gracias a él eres maestro de obras. ¿No me ayudarás en memoria suya?
Por Tom. De repente, Jack sintió cierto remordimiento de conciencia. Tom había intentado ser un buen padrastro. No se había mostrado cariñoso ni comprensivo; pero a sus propios hijos los había tratado de manera parecida. Fue paciente y generoso en la transmisión de sus conocimientos y habilidades. Y también había hecho feliz casi siempre a su madre.
Después de todo
, se dijo Jack,
aquí estoy, soy un maestro constructor, triunfador y próspero, y me hallo en camino de lograr mi ambición de construir la catedral más hermosa del mundo, mientras que Alfred se encuentra arruinado y hambriento y también sin trabajo. ¿No es esto ya suficiente venganza?
No, no lo es
, se dijo.
Luego se aplacó.
—Muy bien —contestó—. Quedas contratado en memoria de Tom.
—Gracias —dijo Alfred con expresión hermética—. ¿He de empezar de inmediato?
Jack asintió.
—Estamos echando los cimientos en la nave. Dedícate a ello por el momento.
Alfred alargó la mano. Jack vaciló un instante; luego, se la estrechó, y comprobó que seguía teniendo la fuerza de siempre.
Alfred desapareció. Jack permaneció allí en pie, mirando hacia abajo su dibujo de un plinto de la nave. Era de tamaño natural a fin de que, cuando estuviera acabado, un maestro carpintero pudiera hacer una plantilla de madera directamente del dibujo. Y esa plantilla la utilizarían los albañiles para marcar las piedras que hubiera que tallar.
¿Habría tomado la decisión correcta? Recordaba que la bóveda de Alfred se había derrumbado. Por supuesto, no confiaría trabajos difíciles, como el abovedado o los arcos. Muros y suelos lisos sería su trabajo.
Mientras Jack seguía reflexionando, sonó la campana del mediodía para el almuerzo. Dejó su instrumento de alambre para dibujar y bajó por la escalera de la torreta hasta llegar al suelo.
Los albañiles casados se iban a almorzar a casa y los solteros lo hacían en la logia. En algunas obras daban el almuerzo a fin de evitar los retrasos en acudir al trabajo por las tardes, el ausentismo y la embriaguez. Pero la comida de los monjes era a menudo espartana, y la mayoría de los trabajadores de la construcción preferían llevar la suya. Jack vivía en la vieja vivienda de Tom, con Martha, su hermanastra, que desempeñaba las tareas de ama de casa. Y siempre que Aliena estaba ocupada, se encargaba también de cuidar de Tommy y del segundo hijo de Jack, una niña llamada Sally. Por lo general, Martha hacía el almuerzo para Jack y los niños y, a veces, se les unía Aliena.
Jack abandonó el recinto del priorato y se dirigió con paso rápido a casa. Durante el camino le asaltó una idea. ¿Pensaría Alfred instalarse de nuevo en la casa con Martha? Después de todo era su hermana. No había pensado en ello cuando le dio trabajo.
Al cabo de un momento, llegó a la conclusión de que era un temor estúpido. Hacía mucho que habían pasado los días en que Alfred podía intimidarle. Era el maestro de obras de Kingsbridge, y si él decía que Alfred no podía instalarse en la casa, desde luego que no lo haría.
Abrigó cierto temor de encontrarse con Alfred sentado a la mesa de la cocina, y se sintió aliviado al descubrir que no era así. Aliena vigilaba a los niños mientras comían, en tanto que Martha removía el contenido de un puchero que tenía en el fuego.
Dio un beso rápido a Aliena en la frente. Ahora ya tenía treinta y tres años; pero su aspecto era el mismo que hacía diez. Su pelo seguía siendo una abundante masa de bucles castaño intenso y tenía la misma boca generosa y los hermosos ojos oscuros. Sólo cuando estaba desnuda revelaba los efectos físicos causados por el tiempo y la maternidad. Sus maravillosos y turgentes senos habían perdido algo de firmeza, tenía las caderas más anchas y su vientre jamás recuperaría su dura lisura original.
Jack miró con cariño a sus dos hijitos.
Tommy, de nueve años, un muchacho pelirrojo y saludable, alto para su edad. Se zampaba el guisado de cordero como si no hubiera comido en una semana. Sally, de siete, con bucles oscuros como su madre, sonriendo feliz y enseñando un hueco entre los dientes delanteros, igual que Martha cuando Jack la vio por primera vez hacía ya diecisiete años. Tommy iba todas las mañanas a la escuela en el priorato para aprender a leer y escribir. Pero, como los monjes no admitían niñas, era Aliena la que enseñaba a Sally.
Jack se sentó. Martha retiró la olla del fuego y la colocó sobre la mesa. Era una muchacha extraña. Había cumplido ya los veinte; pero no parecía tener interés en casarse. Siempre había estado muy encariñada con Jack, y se sentía satisfecha de llevar la casa para él. Sin lugar a dudas, Jack presidía el hogar más extraño del condado. Aliena y él eran dos de los principales ciudadanos de la ciudad. Él en su calidad de maestro de obras de la catedral, y ella por ser la mayor fabricante de tejidos fuera de Winchester. Todo el mundo los trataba como si fuesen marido y mujer. Sin embargo, les estaba prohibido pasar las noches juntos y habitaban en casas distintas. Aliena vivía con su hermano y Jack con su hermanastra. Los domingos por la tarde, y también los días de fiesta, desaparecían. Y todo el mundo sabía lo que estaban haciendo. Salvo, como era natural, el prior Philip. Por otra parte, la madre de Jack vivía en una cueva en el bosque, porque se suponía que era bruja.
De cuando en cuando, Jack se ponía furioso al recordar que no le permitían casarse con Aliena. Yacía despierto escuchando a Martha roncar en la habitación contigua y pensaba:
Tengo veintiocho años. ¿Por qué he de dormir solo?
Al día siguiente se mostraba malhumorado con el prior Philip, rechazando cuantas sugerencias o solicitudes se hacían en la sala capitular, dándolas por impracticables o en extremo costosas, negándose a discutir alternativas, como si sólo hubiera una forma de construir una catedral y ésa fuera la suya propia.
También Aliena se sentía desgraciada y la tomaba con Jack. Se volvía impaciente e intolerante, criticando todo cuanto él hacía, acostando a los niños tan pronto como él llegaba. Cuando él comía, ella decía que no tenía apetito. Al cabo de uno o dos días de semejante talante, rompía a llorar y decía que lo sentía. Eran felices de nuevo, hasta la siguiente vez en que la tensión era demasiado para ella.
Jack se sirvió guisado en un cuenco y empezó a comer.
—Adivinad quién vino al enclave esta mañana —dijo, y sin esperar respuesta, añadió—: Alfred.
Martha dejó caer sobre el fogón la tapadera de hierro de una olla, con un fuerte chasquido metálico. Jack la miró y vio el miedo reflejado en su rostro. Se volvió hacia Aliena y observó que había palidecido.
—¿Qué está haciendo en Kingsbridge? —preguntó Aliena.
—Buscando trabajo. El hambre ha empobrecido a los mercaderes de Shiring y ya no construyen casas de piedra como solían hacer. Ha disuelto su cuadrilla y no puede encontrar ocupación.
—Espero que lo hayas enviado con viento fresco —dijo Aliena.
—Dijo que debería darle trabajo en recuerdo de Tom —alegó Jack nervioso, pues no había previsto semejante reacción por parte de ambas mujeres—. Al fin y al cabo todo se lo debo a Tom.
—Al diablo con eso —replicó Aliena.
Jack pensó que aquella expresión se la debía a su madre.
—Bueno, en definitiva, lo he contratado —informó.
—¡Jack! —chilló Aliena—. ¿Cómo has podido? ¡No tienes derecho a dejar que ese demonio vuelva a Kingsbridge!
Sally empezó a llorar. Tommy miraba a su madre con los ojos muy abiertos.
—Alfred no es un demonio. Está hambriento y sin dinero. Lo he salvado en recuerdo de su padre —reiteró Jack.
—No te hubiera dado tanta lástima si te hubiera obligado a dormir en el suelo a los pies de su cama, como un perro, durante nueve meses.
—A mí me ha hecho cosas peores... Pregúntale a Martha.
—Y a mí —agregó ésta.
—Pero llegué a la conclusión de que verlo en ese estado era ya suficiente venganza para mí.
—Bien, pero no lo es para mí —alegó Aliena—. ¡Por todos los santos que eres un condenado loco, Jack Jackson! A veces doy gracias a Dios de no estar casada contigo.
Aquello le dolió. Jack apartó la mirada. Sabía que Aliena no decía aquello de corazón; pero ya era bastante malo que lo dijera, incluso dominada por la ira. Cogió la cuchara y empezó a comer. Aunque ya no tenía hambre.