—Está bien. Dinos cómo —le respondió Waleran.
—Puede morir durante un ataque a Kingsbridge.
A última hora de la tarde, Jack recorría el enclave de la construcción junto con el prior Philip; habían retirado los escombros del presbiterio, que fueron colocados en dos inmensos montones en la parte septentrional del recinto del priorato. Se habían instalado nuevos andamios y los albañiles estaban ya reconstruyendo los muros derrumbados. A lo largo de la enfermería había un gran montón de madera.
—Te mueves con rapidez —comento Philip.
—No todo lo deprisa que quisiera —repuso Jack.
Inspeccionaron los cimientos de los cruceros. Abajo, y en los profundos agujeros, había cuarenta o cincuenta trabajadores, cogiendo paladas de cieno y llenando baldes con él, mientras otros, a nivel del suelo, manipulaban el torno que sacaba los baldes de los agujeros. Cerca se habían apilado inmensos bloques de piedra toscamente cortada destinados a los cimientos.
Jack condujo a Philip a su propio taller. Era mucho más grande que lo que fue el cobertizo de Tom. Uno de los lados estaba completamente descubierto para tener buena luz. La mitad del terreno se hallaba ocupada por la zona de dibujos. Había colocado planchas sobre la tierra y, alrededor de ellas, un borde de madera, un par de pulgadas más alto que las propias planchas, y vertido argamasa dentro de sus límites hasta colmar el marco hasta casi rebosar. Una vez la argamasa fraguada, resultaba bastante duro andar sobre ella, pero podían trazarse los dibujos con un pedazo de alambre de hierro, afilado en uno de los extremos hasta obtener una punta aguda. Allí era donde Jack dibujaba los detalles. Utilizaba compases, una regla de borde recto y un cartabón. El rasgueo de las marcas aparecía blanco y claro al trazarlo por primera vez; pero cambiaba en seguida a gris, lo que significaba que podían trazarse dibujos nuevos encima de los viejos sin que se produjeran confusiones. Era una idea que había recogido en Francia.
La mayor parte del resto de la cabaña estaba ocupada por el banco sobre el que Jack trabajaba la madera, haciendo las plantillas que mostrarían a los albañiles cómo esculpir la piedra. La luz había empezado a declinar, por lo que ya no trabajaría más con la madera.
Empezó a recoger sus herramientas.
—¿Qué es esto? —preguntó Philip cogiendo una plantilla.
—El plinto para la base de una columna.
—Preparas las cosas con mucha anticipación.
—Me muero de impaciencia por empezar a construir debidamente.
Por aquellos días, sus conversaciones eran tensas y se ceñían a los hechos.
Philip dejó la plantilla.
—He de irme a completas —dijo al tiempo que daba media vuelta.
—Y yo me iré a visitar a mi familia —dijo a su vez Jack con tono acre.
Philip se detuvo, se volvió como si fuera a hablar, pareció entristecido y, al final, se alejó.
Jack puso el candado a su caja de herramientas. Había sido una observación estúpida. Aceptó el trabajo en las condiciones impuestas por Philip, y ahora ya era inútil lamentarse. Pero se sentía constantemente furioso con el prior y no siempre era capaz de contenerse.
Abandonó el recinto del priorato entre dos luces y se encaminó a la pequeña casa del barrio pobre donde Aliena vivía con su hermano Richard. Al entrar Jack, Aliena sonrió feliz pero no se besaron. Ahora jamás se tocaban por miedo a excitarse y entonces habrían de separarse frustrados, o ceder a su deseo y correr el riesgo de que les sorprendieran rompiendo su promesa al prior Philip.
Tommy jugaba en el suelo. Tenía ya año y medio y su manía por entonces era poner cosas unas encima de otras. Tenía delante de él cuatro o cinco cuencos de cocina, y colocaba incansable los pequeños dentro de los mayores, intentando luego meter los más grandes dentro de los pequeños. A Jack le llamó poderosamente la atención la idea de que Tommy no supiera, de manera instintiva, que un cuenco grande no podía meterse dentro de otro pequeño. Eso era algo que los seres humanos habían de aprender. Tommy luchaba con relaciones de espacio, al igual que lo hacía Jack cuando intentaba visualizar algo, como la forma de una piedra en una bóveda ojival.
Jack se sentía fascinado por Tommy y también inquieto por él.
Hasta entonces, nunca se había preocupado por sus posibilidades para encontrar trabajo, por conservarlo y ganarse la vida. Se había lanzado a cruzar Francia sin pensar ni por un momento en que podía verse en la miseria y morir de hambre. Pero ahora precisaba seguridad. La necesidad de proteger a Tommy era mucho más imperiosa que la de cuidar de sí mismo. Por primera vez en su vida tenía responsabilidad.
Aliena puso sobre la mesa una jarra de vino y pan de especias, y se sentó luego enfrente de Jack. Dio a Tommy un trozo de bizcocho, pero el niño no tenía hambre y empezó a tirarlo en migajas por el suelo.
—Me hace falta más dinero, Jack —dijo Aliena.
Jack se mostró sorprendido.
—Te doy doce peniques a la semana. Y sólo gano veinticuatro.
—Lo siento —se excusó ella—. Tú vives solo... no necesitas tanto.
Jack pensó que aquello no era razonable.
—Pero un jornalero gana tan sólo seis peniques semanales y algunos de ellos tienen cinco o seis hijos.
Aliena parecía enojada.
—No sé cómo se las arreglan las mujeres de los jornaleros para llevar su casa. Nunca me enseñaron. Y no gasto en mí un solo penique. Pero tú cenas aquí todas las noches. Y además está Richard...
—Bien, ¿qué pasa con Richard? —dijo Jack enfadado—. ¿Por qué no se gana la vida?
Jack pensaba que Aliena y Tommy ya eran carga suficiente para él.
—Que yo sepa Richard no es responsabilidad mía.
—Bueno, lo es mía —respondió Aliena con calma—. Cuando me aceptaste a mí también le aceptaste a él.
—No recuerdo haberlo hecho —dijo furioso.
—No te enfades.
Era demasiado tarde. Jack ya estaba enfadado.
—Richard tiene veintitrés años, dos más que yo. ¿Cómo es que soy yo quien le mantiene? ¿Por qué he de comer yo sólo pan de desayuno y pagar por el bacón de Richard?
—Verás, estoy otra vez encinta.
—¿Cómo?
—Voy a tener otro bebé.
El enfado de Jack se desvaneció como por ensalmo. Le cogió la mano.
—¡Es maravilloso!
—¿Estás contento? —le preguntó Aliena—. Tenía miedo de que te enfadaras.
—¡Enfadarme! ¡Estoy emocionado! No llegué a conocer a Tommy de recién nacido y ahora descubriré lo que me había perdido.
—¿Pero qué me dices de la nueva responsabilidad? ¿Y del dinero?
—Al diablo con el dinero. Sólo es que estoy malhumorado porque nos vemos obligados a vivir separados. Tenemos mucho dinero. ¡Pero otro bebé! Espero que sea una niña. —Entonces recordó algo y frunció el ceño—. Pero... ¿cuándo?
—Debe de haber sido antes de que el prior Philip nos hiciera vivir aparte.
—Debió de ser la víspera de Todos Santos. ¿Recuerdas aquella noche? Me hiciste cabalgar como a un caballo... —Hizo una mueca.
—Lo recuerdo —repuso Aliena ruborizándose.
Jack la miró con cariño.
—Me gustaría hacerlo ahora.
—A mí también —repuso ella sonriendo.
Se cogieron las manos por encima de la mesa.
En aquel momento entró Richard.
Abrió de golpe la puerta y entró, muerto de calor y polvoriento, llevando de las riendas un caballo cansado.
—Tengo malas noticias —exclamó jadeante.
Aliena cogió a Tommy del suelo para evitar los cascos del caballo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Jack.
—Mañana hemos de irnos todos de Kingsbridge —dijo Richard.
—¿Pero por qué?
—El domingo William Hamleigh va a incendiar de nuevo la ciudad.
—¡No! —exclamó Aliena horrorizada.
Jack se quedó de hielo. Revivía la escena de tres años atrás cuando los jinetes de William asaltaron la feria del vellón con sus antorchas ardiendo y sus brutales trancas. Recordó el pánico, los chillidos y el olor a carne quemada. Volvió a ver el cuerpo de su padrastro con la frente destrozada. Se sentía realmente enfermo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó a Richard.
—Había ido a Shiring y vi a algunos de los hombres de William comprando armas en la tienda del armero...
—Eso no significa...
—Hay más. Los seguí hasta una cervecería y escuché su charla. Uno de ellos preguntaba qué defensas tenía Kingsbridge y otro le contestó que ninguna.
—¡Santo Dios! Así es —exclamó Aliena.
Miró a Tommy y se llevó la mano al vientre donde estaba creciendo su nuevo hijo. Levantó los ojos y se encontró con los de Jack.
Ambos pensaban lo mismo.
—Más tarde entré en conversación con algunos de los más jóvenes que no me conocen —siguió diciendo Richard—. Les hablé de la batalla de Lincoln y de cosas parecidas y dije que estaba buscando a alguien junto a quien luchar. Me contestaron que fuera a Earlcastle, pero que había de ser hoy porque partían mañana y la batalla se libraría el domingo.
—¡El domingo! —musitó Jack atemorizado.
—Cabalgué hasta Earlcastle a fin de asegurarme.
—Eso fue peligroso, Richard —le respondió Aliena.
—Estaban claros todos los indicios. Mensajeros que iban y venían, gentes afilando las armas, ejercitando a los caballos, limpiando las tachuelas... No cabe la menor duda. Ni las maldades más monstruosas satisfarían al diabólico William... Siempre intenta superarse —acabó diciendo Richard con voz rebosante de odio. Se llevó la mano a la oreja derecha y rozó la vieja cicatriz, con un inconsciente gesto nervioso.
Jack estudió por un instante a Richard. Era un haragán y un botarate, pero había un extremo en el que podía confiarse en su juicio: lo militar. Si decía que William estaba planeando una incursión, había que considerar casi seguro que tenía razón.
—Es una verdadera catástrofe —musitó Jack casi para sí.
En aquellos momentos, Kingsbridge estaba empezando a recuperarse de su hundimiento. Hacía tres años que prendieron fuego a la feria del vellón, y dos del derrumbamiento de la catedral sobre los fieles. Y ahora esto. La gente diría que de nuevo planeaba la mala suerte sobre Kingsbridge. Incluso si mediante la huida lograran evitar el derramamiento de sangre, Kingsbridge quedaría arruinada. Nadie querría vivir allí, acudir al mercado o trabajar en la ciudad. Hasta podría llegar a interrumpirse la construcción de la catedral.
—Hemos de ir a decírselo al prior Philip..., ahora mismo.
Jack se mostró de acuerdo.
—Los monjes estarán cenando. En marcha.
Aliena cogió a Tommy. Todos subieron presurosos la colina en dirección al monasterio, bajo el crepúsculo vespertino.
—Cuando la catedral esté terminada podrán celebrar el mercado en su interior. Eso lo protegerá de las incursiones —dijo Richard.
—Pero entre tanto necesitamos los ingresos del mercado para terminar la catedral —repuso Jack.
Richard, Aliena y Tommy esperaron fuera mientras Jack entraba en el refectorio. Un monje joven estaba leyendo en voz alta en latín mientras los demás comían en silencio. Jack reconoció un pasaje terrible del Libro del Apocalipsis. Permaneció en pie, en el umbral y buscó con la mirada a Philip. Éste se mostró sorprendido de verle, pero se levantó de la mesa y fue derecho hacia él.
—Malas noticias —dijo Jack ceñudo—. Dejaré que Richard os las comunique.
Hablaron entre las sombras cavernosas del presbiterio reparado.
Richard dio a Philip los detalles en pocas palabras.
—¡Pero si no celebramos una feria del vellón..., sólo un pequeño mercado! —exclamó Philip cuando Richard hubo terminado.
—Al menos tenemos la oportunidad de evacuar mañana la ciudad. Nadie resultará herido. Y podemos reconstruir nuestras casas como lo hicimos la última vez —sugirió Aliena.
—A menos que William decida ir a la caza de los evacuados —advirtió Richard ceñudo—. De él no me extrañaría.
—Incluso si todos nosotros logramos escapar creo que esto sería el fin del mercado —dijo Philip con gran tristeza—. Después de una cosa así, la gente no se atreverá a instalar puestos en Kingsbridge.
—Y puede significar el fin de la catedral —apuntó Jack—. En los últimos diez años, la iglesia se ha quemado una vez y se ha derrumbado otra. Muchos albañiles murieron al arder la ciudad. Un desastre más y sería el último, creo yo. La gente diría que trae mala suerte.
Philip parecía agobiado. Jack pensaba que todavía no había cumplido los cuarenta y sin embargo su cara empezaba a estar surcada de arrugas y su pelo era ya más gris que negro.
—No voy a aceptarlo. Creo que no es la voluntad de Dios —dijo con una mirada peligrosa en sus claros ojos azules.
Jack se preguntaba de qué estaría hablando. ¿Cómo podía "no aceptarlo"? Era como si los pollos dijeran que se negaban a aceptar al zorro, como si pudieran influir en ello.
—Entonces, ¿qué vais a hacer? —preguntó Jack escéptico—. ¿Rezar para que William se caiga esta noche de la cama y se rompa el cuello?
Richard se mostró excitado ante la idea de resistencia.
—¡Luchemos! —exclamó—. ¿Por qué no? Nosotros somos centenares, William traerá cincuenta hombres, cien todo lo más... Podemos ganar sólo por ser más numerosos.
—¿Y cuántos de los nuestros morirán? —protestó Aliena.
Philip negaba con la cabeza.
—Los monjes no luchan —dijo pesaroso—. Y no puedo pedir al pueblo que dé su vida cuando yo no estoy dispuesto a arriesgar la mía propia.
Philip miró a Richard, que era lo que tenían más a mano con experiencia militar.
—¿Hay alguna manera de que podarnos defender la ciudad sin una batalla frente a frente?
—Ninguna en una ciudad que no esté amurallada —repuso Richard—. No tenemos nada que oponer al enemigo salvo cuerpos.
—Ciudad amurallada —dijo Jack pensativo.
—Podemos desafiar a William a que resuelva la situación en combate individual, una lucha entre campeones. Pero no creo que lo aceptara.
—¿Las murallas servirían? —inquirió Jack.
—Podrían salvarnos en otro momento; pero no ahora. No podemos construir murallas de la noche a la mañana.
—¿Tú crees?
—Claro que no, no seas...
—Cállate, Richard —le ordenó Philip imperioso. Miró esperanzado a Jack—. ¿Qué estás pensando?
—Un muro no es tan difícil de construir.
—Sigue.
La mente de Jack era un torbellino. Los demás le escuchaban conteniendo aliento.