—Por todos los santos, ¿qué podría hacer con vosotros?
—Haremos cualquier cosa —le aseguró Aliena con resolución—. Necesitamos algún dinero.
—No me servís —dijo el hombre desdeñoso, y se dio media vuelta para continuar con su trabajo.
Aliena no estaba dispuesta a contentarse con aquello.
—¿Por qué no? —dijo enfadada—. No estamos pidiéndole dinero, sólo queremos ganarnos algo.
El hombre se volvió de nuevo hacia ella.
—¡Por favor! —dijo Aliena, aunque aborrecía suplicar.
El hombre la miró impaciente como hubiera podido mirar a un perro, preguntándose si merecería la pena hacer el esfuerzo de darle un puntapié, pero Aliena comprendió que se sentía tentado de demostrarle lo tonta que era y lo listo que era él.
—Muy bien —dijo el hombre con un suspiro—. Te lo explicaré. Venid conmigo.
Les condujo hasta el hoyo. Los hombres y la mujer estaban sacando la pieza de tela del agua, enrollándola a medida que aparecía. El maestro se dirigió a la mujer.
—Ven aquí, Lizzie. Enséñanos tus manos.
La mujer se acercó obediente y alargó las manos. Estaban ásperas y enrojecidas, con grietas donde se las había golpeado.
—Tócalas —dijo el maestro a Aliena.
Ésta tocó las manos de la mujer. Estaban frías como el hielo y muy ásperas, pero lo que llamaba más la atención era lo fuertes que parecían. Se miró las suyas sin soltar las de la mujer y de repente las vio suaves, blancas y muy pequeñas.
—Ha tenido las manos metidas en el agua desde que era una mocosa, así que está acostumbrada. Tú eres diferente. En este trabajo no durarías siquiera una semana.
Aliena hubiera querido discutir con él y decirle que se acostumbraría, pero no estaba segura de que fuera verdad. Antes de que pudiera decir nada intervino Richard.
—¿Y qué hay de mí? —dijo—. Soy más grande que esos dos hombres. Puedo hacer ese trabajo.
Realmente Richard era más alto y corpulento que los hombres que habían estado manejando los bates de abatanar. Y Aliena recordó que había podido manejar un caballo de guerra y que por tanto sería capaz de golpear tejidos.
Los dos hombres habían acabado de enrollar la tela mojada y uno de ellos se cargó el rollo al hombro para llevarlo al patio a secar. El maestro le detuvo.
—Deja que el joven señor sienta el peso de la tela, Harry.
El hombre llamado Harry descargó la tela de su hombro y la puso en el de Richard. Éste se encorvó bajo el peso, se enderezó con un esfuerzo supremo, palideció y finalmente cayó de rodillas de tal manera que los extremos del rollo tocaban al suelo.
—No puedo llevarlo —dijo sin aliento.
Los hombres se echaron a reír. El maestro se mostró triunfante y el llamado Harry cogió el rollo, se lo echó al hombro con movimiento experto y se alejó con él.
—Es un tipo distinto de fortaleza la que se adquiere al tener que trabajar —dijo el maestro.
Aliena estaba enfadada. Se reían de ella cuando todo lo que quería era encontrar una manera honesta de ganarse un penique. Sabía que el maestro estaba disfrutando en grande haciendo que pareciese una boba. Seguiría en ello mientras ella le dejara. Pero nunca les daría trabajo, ni a su hermano ni a ella.
—Gracias por tu amabilidad —dijo con sarcasmo, y dando media vuelta se alejó.
Richard estaba acongojado.
—¡Pesaba mucho porque estaba muy mojado! —dijo—. Yo no esperaba eso.
Aliena comprendió que habría de mostrarse animosa para mantener la moral de Richard.
—Ése no es el único trabajo —dijo mientras avanzaba chapoteando por la embarrada calle.
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
Aliena no contestó de inmediato. Llegaron al muro septentrional de la ciudad y torcieron a la izquierda, dirigiéndose al Oeste. Allí se encontraban las casas más pobres, adosadas a la muralla. Muchas de ellas no eran más que chozas colgadizas, y como carecían de patios traseros la calle estaba sucia.
—¿Recuerdas que las muchachas solían acudir a veces al castillo, cuando ya no tenían sitio en su casa y aún no tenían marido? Padre siempre las admitía. Solían trabajar en las cocinas, en la lavandería o en los establos y padre acostumbraba a darles un penique los días de guardar —dijo finalmente Aliena.
—¿Crees que podríamos vivir en el castillo de Winchester? —dijo Richard dubitativo.
—No. Mientras el rey esté fuera no admitirán gente; deben de tener más de la que necesitan. Pero hay muchísima gente rica en la ciudad. Es posible que necesiten sirvientes.
—No es trabajo de hombres.
Aliena sintió deseos de decirle:
¿Por qué no se te ocurrirá de vez en cuando alguna idea en lugar de encontrar mal todo cuanto digo?
Pero se mordió la lengua.
—Sólo será preciso que uno de nosotros trabaje el tiempo suficiente para poder tener un penique. Entonces podremos ver a padre y preguntarle qué hemos de hacer —se limitó a decir.
—De acuerdo.
Richard no era contrario a la idea de que uno de los dos trabajara, sobre todo si fuera Aliena.
Torcieron a la izquierda y entraron en el sector de la ciudad llamada la judería. Aliena se detuvo delante de una gran casa.
—Aquí deben de tener sirvientes —dijo.
Richard se mostró escandalizado.
—No irás a trabajar para los judíos, ¿verdad?
—¿Por qué no? Verás, no se pesca la herejía de la gente como quien pesca piojos.
Richard se encogió de hombros y la siguió al interior.
Era una casa de piedra. Como la mayoría de las casas de la ciudad, tenía una fachada estrecha pero era muy larga. Había un vestíbulo que tenía el mismo ancho de la casa. En él ardía un fuego y se veían algunos bancos. Con los olores que llegaban de la cocina a Aliena se le hizo la boca agua, aunque eran distintos a los habituales, con un toque de especias extrañas. Apareció una joven desde la parte trasera de la casa y les saludó. Tenía la tez morena y ojos castaños, y les habló con respeto.
—¿Queréis ver al orfebre?
De manera que era eso.
—Sí, por favor —dijo Aliena.
La joven desapareció de nuevo y Aliena miró en derredor. Claro que un orfebre necesitaba una casa de piedra para proteger su oro. La puerta entre el salón y la parte trasera de la casa era de pequeñas planchas de roble ensambladas con hierro. Las ventanas eran estrechas, demasiado pequeñas para que nadie pudiera pasar a través de ellas, ni siquiera un niño. Aliena pensó en lo terrible que debía ser tener todas las riquezas en oro y plata pudiendo ser robadas en un instante y dejarle a uno en la miseria. Luego pensó que su padre había sido rico, con unas propiedades más corrientes como tierras y el título, y sin embargo en un día lo había perdido todo.
Entró el orfebre. Era un hombre pequeño y moreno y les miró escrutador, como si estuviera examinando una pieza pequeña de joyería y calibrando su valor. Al cabo de un momento pareció haberse formado una idea.
—¿Tenéis algo que queráis vender?
—Has acertado en tu juicio, orfebre —dijo Aliena—. Has adivinado que somos personas de alta alcurnia que en estos momentos se encuentran en la ruina. Pero no tenemos nada para vender.
El hombre pareció preocupado.
—Si tratáis de recibir un préstamo, mucho me temo...
—No esperamos que nadie nos preste dinero —le interrumpió Aliena—. Al igual que no tenemos nada que vender, tampoco tenemos nada para empeñar.
El hombre pareció aliviado.
—Entonces, ¿cómo puedo ayudaros?
—¿Me admitirías como sirvienta?
El hombre se sobresaltó.
—¿A una cristiana? ¡Desde luego que no!
Era evidente que tan sólo la idea le horrorizaba.
Aliena se sintió decepcionada.
—¿Por qué no? —preguntó Aliena con tono lastimero.
—No resultaría.
Aliena se sintió ofendida. Era repugnante el que alguien encontrara su religión poco grata. Recordó la inteligente frase que hacía un rato le había espetado a Richard:
No se pesca la religión de la gente como quien pesca piojos.
—La gente de la ciudad pondría objeciones —añadió el orfebre.
Aliena estaba segura de que se estaba escudando con la opinión pública, aunque de toda manera era probable que fuese verdad.
—Supongo que entonces será mejor que busquemos a un cristiano rico.
—Vale la pena intentarlo —dijo el orfebre dubitativo—. Permitidme que os diga algo con toda franqueza. Un hombre prudente no os emplearía como sirvienta. Estáis acostumbrada a dar órdenes y os resultaría muy duro tener que recibirlas.
Aliena abrió la boca para protestar, pero el hombre alzó una mano y prosiguió:
—Sí, ya sé que tenéis buena voluntad. Pero durante toda vuestra vida os han servido otros e incluso ahora, en lo más profundo de vuestro corazón estáis convencida de que las cosas deberían arreglarse para daros satisfacción. La gente de alto linaje son malos sirvientes. Son desobedientes, resentidos, irreflexivos y susceptibles, y creen trabajar duro, aunque hacen menos que cualquier otro y crean dificultades con el resto del servicio. —Se encogió de hombros—. Ésa es mi experiencia.
Aliena olvidó que se había sentido ofendida por el desagrado de que había dado muestras hacia su religión. Era la primera persona amable que había encontrado desde que había abandonado el castillo.
—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó desalentada.
—Yo sólo puedo deciros lo que haría un judío. Buscaría algo para vender. Cuando llegué a esta ciudad empecé comprando joyas a gente que necesitaba dinero, fundiendo luego la plata y vendiéndosela a los acuñadores.
—Pero ¿de dónde sacó el dinero para comprar las joyas?
—Pedí prestado a mi tío y debo decir que se lo pagué con intereses.
—Pero a nosotros nadie nos prestará.
El hombre pareció pensativo.
—¿Que habría hecho yo si no hubiera tenido tío? Creo que hubiera ido al bosque y recogido nueces, trayéndolas luego a la ciudad y vendiéndoselas a las amas de casa que no tienen tiempo para ir al bosque ni tampoco plantan árboles en sus patios traseros porque están llenos de basura y suciedad.
—Estamos en la peor época del año —alegó Aliena—. Ahora no crece nada.
El orfebre sonrió.
—La juventud siempre es impaciente —dijo—. Esperad un poco.
—Muy bien. —No valía la pena hablarle de padre. El orfebre había hecho cuanto pudo por mostrarse amable. — Gracias por su consejo.
—Que os vaya bien.
El orfebre volvió a la parte trasera de la casa cerrando la maciza puerta de madera.
Aliena y Richard salieron de la casa. El orfebre se había mostrado amable pero, pese a todo, habían perdido medio día y habían sido rechazados en todas partes. Aliena se sentía abatida. Sin saber ya qué hacer vagaron por la judería, recalando de nuevo en la calle principal. Aliena empezaba a sentir hambre. Era la hora del almuerzo y sabía que si ella estaba hambrienta el apetito de Richard sería voraz. Caminaron sin dirección fija a lo largo de calle principal, envidiosos de las bien alimentadas ratas que pululaban entre las basuras, llegando finalmente al viejo palacio real. Allí se detuvieron, al igual que hacían todos los forasteros en la ciudad, para ver a través de los barrotes a los acuñadores fabricando dinero. Aliena se quedó mirando los montones de peniques de plata, pensando que ella sólo necesitaba uno y no podía lograrlo.
Al cabo de un rato vio a una joven, más o menos de su edad en pie cerca de ellos sonriendo a Richard. Parecía amistosa. Aliena vaciló, la vio sonreír de nuevo y la habló.
—¿Vives aquí?
—Sí —dijo la chica. Estaba interesada en Richard, no en ella.
—Nuestro padre está en prisión y estamos intentando ganarnos la vida y tener algo de dinero para sobornar al carcelero. ¿Sabes qué podríamos hacer?
La muchacha volvió su atención a Richard.
—¿No tenéis dinero y queréis saber cómo conseguirlo?
—Así es. Estamos dispuestos a trabajar duro. Haremos cualquier cosa. ¿Se te ocurre algo?
La joven dirigió a Aliena una mirada larga y calculadora.
—Sí, desde luego —dijo al fin—. Conozco a alguien que puede ayudaros.
Aliena estaba excitada. Era la primera persona que le decía “sí” en todo el día.
—¿Cuándo podemos verle? —preguntó ansiosa.
—Verla.
—¿Cómo?
—Es una mujer. Y si vienes conmigo es probable que puedas verla ahora mismo.
Aliena y Richard se miraron encantados. Aliena apenas se atrevía a dar crédito a su cambio de suerte.
La joven dio media vuelta y ellos la siguieron. Les condujo hasta una gran casa de madera en la parte sur de calle principal. Casi toda la casa era planta baja, pero tenía un pequeño piso encima. La joven empezó a subir una escalera exterior y les indicó que la siguieran.
El piso de arriba era un dormitorio. Aliena miró a su alrededor con los ojos de par en par. Estaba decorada y amueblada más lujosamente que cualquiera de las habitaciones del castillo, incluso cuando vivía su madre. De los muros colgaban tapices, el suelo estaba cubierto de pieles y el lecho rodeado de cortinas bordadas. En un sillón parecido a un trono se encontraba sentada una mujer de mediana edad con un traje magnífico. A Aliena le pareció que de joven debió ser hermosa, aunque ya tenía arrugas en el rostro y el pelo más bien ralo.
—Ésta es la señora Kate —dijo la chica—. Esta joven no tiene dinero y su padre está en prisión, Kate.
Kate sonrió. Aliena le devolvió la sonrisa aunque hubo de esforzarse. Había algo que le disgustaba en aquella Kate.
—Lleva al muchacho a la cocina y dale un vaso de cerveza mientras hablamos.
La muchacha hizo salir a Richard. Aliena estaba contenta de que su hermano pudiera beber cerveza. Tal vez le dieran también algo qué comer.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Kate.
—Aliena.
—No es un nombre corriente, pero me gusta. —Se puso en pie y se acercó a ella, tal vez demasiado. Cogió a Aliena por la barbilla—. Tienes una cara muy bonita. —El aliento le olía a vino—. Quítate la capa.
Aliena se sentía desconcertada ante aquella inspección, pero se sometió a ella. Parecía algo inofensivo y después de todas las negativas de aquella mañana no estaba dispuesta a arrojar por la borda su primera oportunidad decente mostrando escaso espíritu de cooperación. Se desprendió de la capa con un movimiento de hombros, dejándola caer sobre un banco y permaneció allí en pie con el viejo traje de lino que le había dado la mujer del guardabosque.