Naturalmente tenía razón, pero a Aliena no se le había ocurrido por un instante la idea de que un nuevo rey estableciera un régimen distinto. Era demasiado joven para recordar la época en que Henry había sido el nuevo rey. Se sintió desolada. Había creído que sabía lo que tenía que hacer y se había equivocado. Le entraron deseos de renunciar.
Sacudió la cabeza para librarse de la sensación de fracaso. Aquello sólo era un revés, no una derrota. Apelar al rey no era la única manera de ocuparse de su hermano y de ella. Había ido a Winchester con dos propósitos, y el segundo era el de averiguar qué le había pasado a su padre. Él sabría qué podría hacer ahora.
—Entonces, ¿quién está ahí? —preguntó al centinela—. Debe de haber algún funcionario real.
—Hay un escribiente y un mayordomo —contestó el guardia—. ¿Decís que el conde de Shiring es vuestro padre?
—Sí. —Aliena sintió que se le paraba el corazón—. ¿Sabes algo de él?
—Sé dónde está.
—¿Dónde?
—En la prisión. Aquí mismo, en el castillo.
¡Tan cerca!
—¿Dónde está la prisión?
El centinela apuntó con el pulgar por encima del hombro.
—Colina abajo, después de pasar la capilla, frente a la puerta principal.
El impedirles el paso en la torre del homenaje había satisfecho su mezquina vanidad y en esos momentos estaba dispuesto a dar información.
—Lo mejor será que veáis al carcelero. Se llama Odo y tiene unos bolsillos muy grandes.
Aliena no entendió aquella información de los bolsillos grandes pero estaba demasiado inquieta para detenerse a descifrarla. Hasta aquel momento su padre había estado en un lugar vago y distante llamado «prisión», pero ahora, de repente, estaba allí, en aquel mismo castillo. Olvidó su súplica al rey. Todo cuanto quería hacer era ver a su padre. La idea de que estaba muy cerca, dispuesto a ayudarla, la hizo sentir de manera más vívida el peligro y la incertidumbre de los últimos meses. Ansiaba refugiarse en sus brazos y oírle decir:
Ahora todo va bien. En adelante todo marchará bien.
La torre del homenaje se alzaba en una esquina del recinto. Aliena miró hacia abajo, al resto del castillo. Era un conjunto abigarrado de construcciones de piedra y madera protegidas por muros altos. Colina abajo, había dicho el centinela, después de la capilla y frente a la puerta principal. Vio un pulcro edificio de piedra que parecía una capilla. La entrada principal era una puerta en el muro exterior que permitía al rey entrar en su castillo, sin tener que pasar antes por la ciudad. Frente a esa entrada y cerca del muro posterior que separaba el castillo de la ciudad, había una pequeña construcción de piedra que podía ser la prisión.
Aliena y Richard bajaron corriendo la pendiente. Aliena se preguntaba cómo estaba su padre. ¿Alimentaban suficientemente a la gente en la prisión? A los prisioneros que en su día tuvo su padre siempre se les daba pan bazo y potaje, pero había oído que en otras partes a los prisioneros se les trataba mal. Tenía la esperanza de que no fuese ése el caso.
Mientras atravesaban el recinto sintió que el corazón se le subía a la boca. Era un castillo grande, pero estaba rodeado de construcciones: cocinas, establos y barracas. Había dos capillas. En esos momentos en que el rey estaba ausente, Aliena pudo ver indicios de esa ausencia y fue observándolos distraída mientras caminaba hacia la prisión. Cerdos y ovejas habían salido de los suburbios inmediatamente fuera de la puerta, hozando y mordisqueando entre los montones de desperdicios; varios hombres de armas andaban holgazaneando sin tener otra cosa que hacer que dirigir insolencias a las mujeres que pasaban, y en el pórtico de una de las capillas tenía lugar una especie de juego de azar. Aquella atmósfera de laxitud incomodó a Aliena. Le preocupaba que no se ocuparan de su padre como era debido, y empezó a temer lo que pudiera encontrar.
La cárcel era un edificio en piedra medio abandonado que parecía haber sido un día la vivienda de un funcionario real, un canciller o administrador de cierta categoría, antes de que quedase en aquel lamentable estado. El piso alto que tiempo atrás había servido de salón, era una perfecta ruina y había perdido parte del tejado. Tan sólo se conservaba la planta baja. En ella no había ventanas, tan sólo una gran puerta de madera con clavos de hierro. La puerta estaba ligeramente abierta. Mientras Aliena vacilaba delante de ella, una guapa mujer de mediana edad con un abrigo de excelente calidad la abrió y entró en la planta. Aliena y Richard la siguieron.
El tétrico interior apestaba a polvo acumulado y a putrefacción. La planta había sido en su origen un almacén abierto, pero después la habían dividido en pequeños compartimientos separados por paredes de cascotes apresuradamente levantadas. En alguna parte de las profundidades del edificio un hombre se quejaba con tono monótono, como un monje salmodiando oficios en una iglesia. La zona inmediata a la puerta estaba conformada como un pequeño recibidor con una silla, una mesa y un fuego en el centro del suelo. Un hombre corpulento, de aspecto estúpido, con una espada al cinto, estaba barriendo perezoso el suelo. Levantó la vista y saludó a la mujer guapa.
—Buenos días, Meg.
Ella le dio un penique y desapareció entre las sombras. El hombre miró a Aliena y a Richard.
—¿Qué queréis?
—Estoy aquí para ver a mi padre —le dijo Aliena—. Es el conde de Shiring.
—No, no lo es —le dijo el carcelero—. Ahora sólo es Bartholomew.
—Al diablo con tus distinciones, carcelero. ¿Dónde está?
—¿Cuánto dinero tienes?
—No tengo dinero, así que no te molestes en pedirme soborno.
—Si no tienes dinero no puedes ver a tu padre —dijo el hombre, y se puso de nuevo a barrer.
Aliena hubiera querido gritar. Estaba a una yarda de su padre y le impedían verle. El carcelero iba armado; no ganaría nada desafiándole. Pero no tenía dinero. Había temido que ocurriera aquello cuando vio que la mujer llamada Meg le daba un penique, pero pensó que se trataba de algún privilegio especial. Sin embargo a todas luces, no era así. Un penique debía ser el precio para ser admitido en aquel lugar.
—Buscaré un penique y te lo traeré en cuanto pueda. Pero ¿no nos dejarías verle ahora? ¿Sólo un momento?
—Traedme primero el penique —dijo el carcelero, y volvió de nuevo a su faena.
Aliena tenía los ojos empañados por las lágrimas. Se sintió tentada de lanzar a gritos un mensaje con la esperanza de que su padre pudiera oírla, pero comprendió que así solo contribuiría a desmoralizarlo y asustarlo. Provocaría su ansiedad al no recibir información alguna. Se dirigió hacia la puerta y se sintió desesperadamente impotente. Se volvió en el umbral.
—¿Cómo está? Dime sólo eso... por favor. ¿Está bien?
—No, no lo está —repuso el carcelero—. Se está muriendo. Y ahora, largo.
Aliena tenía los ojos arrasados en lágrimas y tropezó al cruzar la puerta. Se alejó sin ver a dónde iba y topó con algo, una oveja o un cerdo, y estuvo a punto de caer. Empezó a sollozar. Richard la cogió por el brazo y ella se dejó guiar. Salieron del castillo por la puerta principal, encontrándose entre las desperdigadas casuchas y los campos de los suburbios y finalmente llegaron a una pradera. Se sentaron sobre un tocón.
—No me gusta cuando lloras, Alie —dijo Richard con tono patético.
Aliena trató de dominarse. Había encontrado a su padre y eso ya era algo. Se había enterado de que estaba enfermo. El carcelero era un hombre cruel que probablemente había exagerado la gravedad de la enfermedad. Todo cuanto tenía que hacer era encontrar un penique y entonces podría hablar con él, comprobarlo por sí misma y preguntarle qué debería hacer... por Richard y por él.
—¿Cómo vamos a encontrar un penique, Richard? —le preguntó.
—No lo sé.
—No tenemos nada para vender. Nadie nos prestará. Tú no eres lo bastante duro para robar...
—Podemos pedir limosna —dijo él.
Era una idea.
Un campesino de aspecto próspero bajaba por la colina en dirección al castillo, en una vigorosa jaca negra. Aliena se puso en pie de un salto y corrió hacia el camino.
—Por favor. ¿Podría darme un penique, señor? —le dijo cuando estuvo más cerca.
—¡Vete al cuerno! —gruñó el hombre poniendo a su caballo al trote.
Aliena volvió junto al tocón.
—Los mendigos por lo general piden comida o ropa vieja —dijo desalentada—. Nunca he sabido de nadie que les haya dado dinero.
—Bueno, entonces, ¿cómo consigue dinero la gente? —dijo Richard.
Era evidente que nunca se le había ocurrido antes aquella pregunta.
—El rey obtiene dinero con los impuestos, los señores con las rentas, los sacerdotes con los diezmos. Los tenderos tienen algo qué vender. Los artesanos cobran salarios. Y los campesinos no necesitan dinero porque tienen campos.
—Los aprendices tienen salarios.
—Y también los braceros. Podemos trabajar.
—¿Para quién?
—Winchester está lleno de pequeñas fábricas donde hacen cueros y tejidos —dijo Aliena. Volvió a sentirse de nuevo optimista—. Una ciudad es un buen lugar para encontrar trabajo. —Se puso en pie de un salto—. Vamos, en marcha.
Richard todavía seguía vacilando.
—Yo no puedo trabajar como un hombre corriente —dijo—. Soy hijo de un conde.
—Ya no lo eres —le aseguró Aliena sin rodeos—. Ya has oído lo que dijo el carcelero, más vale que te acostumbres a la idea de que ahora eres igual que cualquier otro.
Richard parecía malhumorado y no contestó.
—Bueno, yo me voy —dijo Aliena—. Quédate aquí si quieres.
Se apartó de él y tomó el camino de la puerta Oeste. Conocía los enfados de su hermano; nunca duraban mucho.
Tal como imaginaba, la alcanzó antes de que llegara a la ciudad.
—No te enfades, Alie —le dijo—. Trabajaré. En realidad soy muy fuerte... seré un bracero muy bueno.
Aliena le sonrió.
—Estoy segura de que lo serás.
No era verdad, pero no valía la pena desengañarle.
Bajaron por calle principal. Aliena recordaba que Winchester estaba trazada y dividida de manera muy lógica. La parte meridional, a su derecha mientras caminaban, estaba distribuida en tres partes. Primero estaba el castillo, luego un barrio de mansiones lujosas y después el recinto de la catedral y el palacio del obispo en la esquina sureste. También la mitad septentrional, a su izquierda, estaba dividida en tres: el barrio de los judíos, la parte central, que era donde se encontraban las tiendas, y las fábricas en la esquina noreste.
Bajaron por la calle principal y se dirigieron al extremo este de la ciudad. Luego torcieron a la izquierda entrando en una calle por la que corría un arroyo. En uno de los lados había casas corrientes, la mayoría de madera, y algunas parcialmente construidas de piedra. Al otro lado de la calle había un montón de construcciones improvisadas sin orden ni concierto, muchas de las cuales no tenían más que un tejado sostenido por postes. La mayoría de ellos daba la impresión de que iban a derrumbarse de un momento a otro. En algunos casos, un pequeño puente o sencillamente algunas tablas conducían a través del arroyo al edificio, aunque algunos de ellos en realidad atravesaban el arroyo. En cada uno de los edificios o patios podía verse a hombres y mujeres haciendo algo que requería grandes cantidades de agua: lavar lana, curtir pieles, abatanar y teñir tejidos, elaborar cerveza y otras operaciones que Aliena no supo identificar. Su olfato captó toda una variedad de olores, acres y de levadura, sulfurosos y ahumados, de madera y pútridos. Toda la gente parecía enormemente ocupada. Claro que los campesinos también tenían mucho trabajo y muy duro, pero siempre hacían sus tareas a un ritmo tranquilo y tenían tiempo para detenerse a examinar algo curioso o para hablar con alguien que pasara junto a ellos. En las factorías la gente nunca levantaba la vista. Parecía como si el trabajo absorbiera toda su atención y energía. Se movían con rapidez, transportando sacos y llevando grandes baldes de agua o batiendo pieles o tejidos. Mientras procedían a sus misteriosas tareas en la penumbra de sus destartaladas cabañas, traían a la memoria de Aliena a los demonios agitando sus calderos de las imágenes del infierno.
Se detuvo delante de un lugar donde estaban haciendo algo que ella conocía: abatanando tejidos. Una mujer de aspecto musculoso estaba sacando agua del arroyo y derramándola en el interior de un inmenso hoyo de piedra revestido de plomo, deteniéndose de vez en cuando para añadir una medida de tierra de enfurtir que sacaba de un saco. Dos hombres con grandes palas de madera golpeaban el tejido en el hoyo. Con aquel proceso se lograba que el tejido se encogiera y engrosara, haciéndolo más impermeable. La tierra de enfurtir, por su parte, extraía por lixiviación los aceites de la lana. En la parte trasera de los locales había almacenadas balas de tejidos sin tratar y sacos de tierra de enfurtir.
Aliena cruzó el arroyo y se acercó a la gente en el hoyo. La miraron y siguieron con su trabajo. Alrededor de ellos todo estaba mojado y Aliena se dio cuenta de que trabajaban con los pies descalzos.
—¿Esta aquí vuestro maestro? —les preguntó con voz fuerte al darse cuenta de que no iban a interrumpir sus tareas y preguntarle qué deseaba.
La mujer contestó indicando con la cabeza la parte trasera del local.
Aliena hizo seña a Richard de que la siguiera. Atravesaron una puerta y se encontraron en un patio donde se estaban secando en bastidores de madera grandes cantidades de tela.
Vio a un hombre inclinado sobre uno de aquellos bastidores, colocando el tejido.
—Estoy buscando al maestro —le dijo Aliena.
El hombre se enderezó y se la quedó mirando. Era un individuo feo, tuerto y con una ligera corcova en la espalda, como si hubiera estado tantos años inclinado sobre los bastidores de secado que ya no pudiera enderezarse del todo.
—¿De qué se trata? —dijo.
—¿Eres el maestro abatanador?
—He trabajado en ello casi cuarenta años, de hombre y de muchacho, así que espero ser un maestro —le dijo—. ¿Qué es lo que quieres?
Aliena se dio cuenta de que estaba tratando con el tipo de hombre que siempre tenía que demostrar lo listo que era.
—Mi hermano y yo quisiéramos trabajar. ¿Podría emplearnos? —dijo adoptando un tono humilde.
Hubo una pausa mientras el hombre la miraba de arriba abajo.