Como nunca había estado enfermo, Aliena no sabía qué hacer.
Le dio el pecho. Por un momento mamó sediento, luego empezó a llorar de nuevo y a continuación volvió a mamar. No pareció que la leche le diera consuelo.
En la taberna, trabajaba una camarera joven y agradable y Aliena le pidió que fuera a la abadía y comprara agua bendita. Pensó también en enviarla en busca de un médico, pero ésos siempre querían sangrar a la gente y Aliena no creía que el bebé fuera a mejorar sangrándole.
La sirvienta volvió con su madre, que quemó un manojo de hierbas secas en un recipiente de hierro. Produjeron un humo acre que pareció absorber los malos olores de aquel lugar.
—El niño tendrá sed, dale el pecho siempre que quiera —dijo a Aliena— Tú misma bebe mucho para que tengas leche abundante. Es cuanto puedes hacer
—¿Se pondrá bien? —preguntó ansiosa Aliena.
La mujer se mostró comprensiva.
—No lo sé, querida. Es difícil saberlo cuando son tan pequeños. Por lo general sobreviven a este tipo de cosas. Aunque a veces no. ¿Es el primero?
—Sí.
—Bueno, recuerda que siempre puedes tener más.
Es que éste es el hijo de Jack, y ya le he perdido a él
, se dijo Aliena. Pero guardó para sí sus pensamientos, dio las gracias a la mujer y le pagó las hierbas.
Una vez que se fueron, diluyó el agua bendita con agua corriente, humedeció en ella un paño y refrescó la cabeza del niño.
Pareció empeorar a medida que avanzaba el día. Aliena le daba el pecho cuando lloraba, le cantaba para mantenerle despierto y le refrescaba con el agua bendita cuando dormía. Mamaba continuamente, aunque de manera caprichosa. Por fortuna, Aliena tenía mucha leche, siempre la había tenido; también ella seguía enferma y sólo comía pan duro y vino aguado. A medida que pasaban las horas empezó a aborrecer aquella habitación, con sus paredes desnudas salpicadas de cagadas de moscas, el tosco pavimento de madera, la puerta mal ajustada y el ridículo ventanuco. Había exactamente cuatro muebles. Una desvencijada cama, un taburete de tres patas, un colgador de ropa, y un candelabro de pie con tres brazos, aunque con una sola vela.
Cuando empezó a anochecer, acudió la sirvienta y encendió la vela. Miró al bebé que estaba acostado, agitando brazos y piernas y quejándose lastimero.
—Pobrecito —se compadeció la muchacha—. No entiende por qué se siente tan mal.
Aliena se levantó del taburete y se dirigió a la cama, pero mantuvo encendida la vela para poder ver al bebé. Ambos pasaron toda la noche dormitando inquietos. Ya de amanecida, la respiración del niño se hizo más leve y dejó de llorar y moverse.
Aliena empezó a sollozar en silencio. Había perdido el rastro de Jack, y su hijo iba a morir allí, en una casa llena de gente extraña en una ciudad muy lejos de su hogar; jamás habría otro Jack y nunca volvería a tener otro hijo. Tal vez también debería morir ella. Acaso eso fuera lo mejor.
Al romper el alba, apagó la vela y se sumió en un sueño. Estaba exhausta.
De abajo, llegó un fuerte ruido que la despertó. El sol estaba alto y en la orilla del río, debajo de su ventana, había un estruendoso e intenso ajetreo. El bebé se había quedado prácticamente inmóvil y su carita estaba, al fin, tranquila. Aliena sintió helársele el corazón. Le tocó el pecho. No lo tenía caliente y tampoco frío. Su respiración se hizo entrecortada. De repente el niño lanzó un suspiro profundo y estremecido, y abrió los ojos. Aliena estuvo a punto de desmayarse por el alivio.
Lo cogió en brazos y lo estrechó contra sí. El bebé empezó a gritar con fuerza. Entonces Aliena comprendió que ya estaba bien. La temperatura era normal y no parecía dolerle nada. Le dio de mamar y el niño chupó ávido. En vez de dejarlo, después de unas cuantas chupadas prosiguió incansable, y una vez que terminó con un pecho mamó del otro hasta el fin. Luego, ya satisfecho, se quedó profundamente dormido.
Aliena se dio cuenta de que también sus males habían desaparecido, aunque se encontraba como si la hubieran exprimido. Durmió junto al niño hasta mediodía y entonces le volvió a dar de mamar. Luego, bajó a la taberna y comió queso de cabra con pan tierno y un poco de bacón.
Tal vez fuera el agua bendita de San Martín la que hizo ponerse bien al niño. Aquella tarde volvió junto a la tumba del santo para darle las gracias.
Mientras se encontraba en la gran iglesia abadía, observó a los constructores mientras trabajaban, pensando en Jack quien, después de todo, aún podría ver a su hijo. Aliena se preguntaba si no se habría desviado de su ruta original. Tal vez estuviera trabajando en París esculpiendo piedras para una nueva catedral que se construyese allí. Mientras pensaba en él, se le iluminó la mirada al ver que los constructores estaban instalando un nuevo voladizo. Estaba esculpido con la figura de un hombre que parecía sostener sobre sus espaldas todo el peso del pilar. Emitió un sonido entrecortado. Al punto supo, sin la menor sombra de duda, que aquella figura contorsionada y atormentada la había esculpido Jack ¡De manera que había estado allí!
Con el corazón palpitante, se acercó a los hombres que estaban haciendo el trabajo.
—¡Ese voladizo! —dijo casi sin aliento— El hombre que lo esculpió era inglés, ¿verdad?
—Así es. Lo hizo Jack Fitzjack —le contestó un viejo trabajador—. En mi vida he visto nada semejante.
—¿Cuándo estuvo aquí? —volvió a preguntar Aliena.
Contuvo el aliento mientras el viejo se rascaba la cabeza canosa a través de una grasienta gorra.
—Por ahora debe de hacer casi un año. Verás, no se quedó mucho tiempo. Al maestro de obras no le gustaba —bajó la voz—. Si quieres saber la verdad, Jack era demasiado bueno. Superaba con mucho al maestro. De manera que tenía que irse.
Se llevó un dedo a un lado de la nariz como quien hace una confidencia.
—¿Dijo a dónde iba? —inquirió Aliena excitada.
El viejo miró al bebé.
—Si el pelo revela algo, este niño es de él.
—Sí, lo es.
—¿Crees que Jack se alegrará de verte?
Aliena comprendió que aquel trabajador pensaba que tal vez Jack estuviera huyendo de ella. Se echó a reír.
—Sí, claro. Estará muy contento de verme.
El hombre se encogió de hombros.
—Dijo que se iba a Compostela, si es que te sirve de algo.
—¡Gracias! —exclamó feliz Aliena y, ante el asombro y la satisfacción del viejo, le besó.
Las rutas de peregrinos que atravesaban Francia convergían en Ostbat, al pie de los Pirineos. Allí, el grupo de unos veinte peregrinos con quienes viajaba Aliena aumentó hasta alrededor de setenta. Era un grupo de pies doloridos pero muy alegre. Algunos eran ciudadanos prósperos, otros tal vez fugitivos de la justicia, había incluso unos cuantos borrachos y varios monjes y clérigos. Los hombres de Dios se encontraban allí impulsados por la devoción; pero la mayoría de los demás parecían dispuestos a pasarlo bien. Se escuchaban diversos idiomas, incluidos el flamenco, una lengua alemana, y otra del sur francés llamada de Oc. Sin embargo, no había falta de comunicación entre ellos y, mientras atravesaban los Pirineos, cantaban juntos, practicaban juegos, relataban historias y, en algunos casos, tenían relaciones amorosas.
Por desgracia, después de Tours, Aliena no volvió a encontrar más gente que recordara a Jack. Y, durante toda la ruta por Francia tampoco vio tantos juglares como había imaginado. Uno de los peregrinos flamencos, un hombre que había hecho antes aquel camino, aseguró que habría bastantes más en la parte española, al otro lado de las montañas.
Y estaba en lo cierto. En Pamplona, Aliena se sintió excitada al encontrar a un juglar que recordaba haber hablado con un joven inglés pelirrojo que iba preguntando acerca de su padre.
Mientras los fatigados peregrinos avanzaban lentos a través del norte de España en dirección a la costa, Aliena encontró a varios juglares más, y la mayoría de ellos recordaban a Jack. Se dio cuenta con excitación creciente de que todos ellos habían dicho que se dirigía a Compostela.
Pero ninguno recordaba haberle visto de regreso.
Lo que quería decir que aún seguía allí. Mientras sentía el cuerpo cada vez más dolorido, su espíritu se sentía, por el contrario, más animado. Durante los últimos días del viaje, apenas podía contener su optimismo. Estaba mediado el invierno pero el tiempo era cálido y soleado. El niño, que ya tenía seis meses, estaba fuerte y contento. Aliena se hallaba segura de encontrar a Jack en Compostela.
Llegaron allí el día de Navidad.
Se encaminaron directamente a la catedral para oír misa. Como era de esperar, la iglesia estaba atestada. Aliena dio vueltas una y otra vez entre los fieles, observando los rostros. Pero Jack no estaba allí.
Claro que no era muy devoto. De hecho jamás acudía a iglesias salvo para trabajar. Cuando encontró alojamiento ya había oscurecido. Se acostó, pero apenas pudo dormir a causa de la excitación, sabiendo que Jack se encontraría probablemente a escasa distancia de ellos y que al día siguiente lo vería, lo besaría y le mostraría al niño.
Se levantó con las primeras luces. El pequeñín acusó su impaciencia y mamó irritado, mordiéndole los pezones con sus encías. Aliena se lavó presurosa para salir de inmediato con él en brazos. Mientras caminaba por las polvorientas calles, esperaba ver a Jack a la vuelta de cada esquina. ¡Pues no iba a quedarse asombrado cuando la viera! ¡Y qué contento se pondría! Sin embargo, al no verlo por las calles empezó a visitar todas las casas de huéspedes. Tan pronto como la gente empezó a trabajar, Aliena acudió a los enclaves de las construcciones y habló con los albañiles. Conocía las palabras cantero y pelirrojo en lengua castellana, y además los habitantes de Compostela estaban familiarizados con los extranjeros, de manera que logró entenderse. Pero no halló rastro de Jack. Empezó a preocuparse. La gente tenía que conocerlo con toda seguridad. No era el tipo de persona que pudiera pasar inadvertida, y debía de haber estado allí durante varios meses. También se mantenía alerta para descubrir su estilo característico de esculpir. No vio nada.
Mediada la mañana, encontró a una tabernera de mediana edad, coloradota, que hablaba francés y recordaba a Jack.
—Un guapo mozo... ¿Es tuyo? De cualquier manera, ninguna de las mozas locales sacó nada en limpio de él. Estuvo aquí a mediados del verano; pero, desafortunadamente, no se quedó mucho tiempo. Y tampoco quiso decir a dónde iba. Me era simpático. Si lo encuentras, dale un abrazo de mi parte.
Aliena regresó a su alojamiento y se tumbó en la cama con los ojos clavados en el techo. El bebé gruñía; pero, por una vez, no le hizo caso. Estaba exhausta, decepcionada y sentía añoranza. No era justo. Había seguido su rastro hasta Compostela, y él se había marchado a alguna otra parte.
Como no había regresado a los Pirineos, y como al este de Compostela sólo había una faja de costa y el océano que llegaba al fin del mundo, Jack debió de haber seguido más hacia el sur. Tendría que ponerse de nuevo en marcha y cabalgar sobre su yegua negra, con el bebé en brazos, hacia el corazón de España.
Se preguntó cuánto habría de alejarse de su casa antes de que su peregrinaje diera fin.
Jack pasó el día de Navidad con su amigo Raschid Alharoun, en Toledo. Raschid era un sarraceno converso que había hecho una fortuna importando especias de Oriente, en especial pimienta. Se conocieron durante una misa de mediodía en la gran catedral, y luego regresaron paseando bajo el tibio sol invernal a través de las angostas calles y el aromático mercado, hacia el barrio opulento.
La casa de Raschid estaba construida con una deslumbrante piedra blanca, alrededor de un patio con una fuente en el centro. Las arcadas en penumbra del patio recordaban a Jack el claustro del priorato de Kingsbridge. En Inglaterra daban protección frente al viento y la lluvia; pero, en España, estaban más bien destinadas a mitigar la fuerza del sol.
Raschid y sus invitados tomaron asiento sobre cojines ante una mesa baja. Las mujeres e hijas servían a los hombres, así como varias muchachas sirvientes cuyo lugar en la casa era un tanto dudoso.
Raschid, como cristiano, sólo podía tener una esposa; aunque Jack sospechaba que había eludido con sigilo la desaprobación de la Iglesia en cuanto a las concubinas.
Las mujeres constituían la principal atracción en la acogedora casa de Raschid. Todas ellas eran hermosas. Su esposa era una mujer escultural, de ademanes graciosos, de suave tez morena, pelo negro luminoso y límpidos ojos castaños, y las hijas eran versiones más esbeltas del mismo tipo.
—Mi Raya es la hija perfecta —dijo Raschid mientras ella daba vuelta a la mesa con un cuenco de agua perfumada para que los invitados se enjuagaran las manos—. Es atenta, obediente y bella. Joseph es un hombre afortunado.
El novio inclinó la cabeza como reconociendo su buena fortuna.
La segunda hija era orgullosa, incluso altanera. Pareció que le molestaban las alabanzas referidas a su hermana. Miró altiva a Jack mientras escanciaba en su copa una extraña bebida contenida en una jarra de cobre.
—¿Qué es? —le preguntó él.
—Licor de menta —repuso ella desdeñosa.
Le molestaba servirle por ser hija de un hombre importante y él un vagabundo pobretón.
Aysha, la hija tercera, era por la que más simpatía sentía Jack. En los tres meses que había estado allí, llegó a conocerla muy bien. Tenía quince o dieciséis años, era menuda y se mostraba rebosante de vida, siempre sonriente. Aunque era tres o cuatro años más joven que él no parecía una adolescente. Tenía una inteligencia viva e inquisitiva. Le hacía preguntas interminables acerca de Inglaterra y su diferente estilo de vida. A menudo se burlaba de la sociedad de Toledo, el esnobismo de los árabes, los dengues de los judíos y el mal gusto de los nuevos ricos cristianos. A veces, hacía reír a Jack a carcajadas.
Aunque era la más joven, parecía la menos inocente de las tres. En ciertas ocasiones, la forma en que miraba a Jack al inclinarse sobre él para poner en la mesa una fuente de sabrosos camarones, parecía revelar una vena inconfundiblemente licenciosa. Aysha encontró su mirada y dijo "licor de menta" imitando a la perfección los modales presumidos de su hermana. Y Jack no pudo contener la risa. Cuando estaba con Aysha, solía olvidar durante horas a Aliena.
Pero, en cuanto se encontraba lejos de aquella casa, Aliena ocupaba sus pensamientos como si sólo el día anterior se hubiera separado de ella. Su recuerdo le resultaba penosamente vívido, a pesar de que no la había visto hacía más de un año. Podía evocar cada una de sus expresiones. Riendo, pensativa, suspicaz, ansiosa, complacida, asombrada y, con más claridad que todas ellas, apasionada. Tampoco había olvidado nada de su cuerpo y todavía podía ver la curva de su seno, sentir la suave piel del interior de su muslo, saborear sus besos y aspirar el aroma de su despertar. Sentía frecuentemente nostalgia de ella.