Aliena dio a Sally unas palmaditas en la cabeza y le metió en la boca un trozo de zanahoria.
Jack miró a Tommy, que seguía con los ojos clavados en Aliena, evidentemente asustado.
—Come, Tommy —le dijo Jack—. Está bueno.
Terminaron de comer en silencio.
En la primavera del año en que fueron terminados los cruceros, el prior Philip realizó un recorrido por las propiedades que el monasterio tenía en el sur. Al cabo de tres pésimos años, necesitaba una buena cosecha y quería comprobar el estado en que se encontraban las granjas.
Se llevó consigo a Jonathan. El huérfano del priorato era ya un adolescente de dieciséis años, alto, desmañado e inteligente. Al igual que Philip a su misma edad, no parecía albergar duda alguna de lo que quería que fuese su vida. Había completado su noviciado y hecho los votos, y ya era el hermano Jonathan. Y también como Philip, estaba interesado en el lado práctico del servicio de Dios, y trabajaba como ayudante del ya anciano Cuthbert. Philip estaba orgulloso del muchacho. Era devoto, trabajador y gustaba a todos.
Llevaban como escolta a Richard, el hermano de Aliena. Éste había encontrado al fin su sitio en Kingsbridge. Una vez construida la muralla de la ciudad, Philip sugirió a la comunidad parroquial que nombraran a Richard Jefe de Vigilancia, responsable de la seguridad ciudadana. Organizaba a los centinelas nocturnos y se ocupaba del mantenimiento y mejora de los muros. En los días de mercado y en las fiestas de guardar, estaba autorizado a detener a camorristas y borrachos. Tales tareas que habían llegado a ser esenciales al convertirse el pueblo en ciudad, no podían ser hechas por los monjes, de modo que la comunidad parroquial, que en principio Philip había considerado una amenaza a su autoridad, había llegado a ser útil después de todo. Y Richard estaba contento. Tenía ya casi treinta años. Pero la vida activa le mantenía con aspecto joven.
A Philip le hubiera agradado que la hermana de Richard estuviera también asentada. Si había una persona a la que la Iglesia le hubiera fallado, ésa era Aliena. Jack era el hombre al que quería y el padre de sus hijos. Pero la Iglesia insistía en que estaba casada con Alfred, incluso no habiendo tenido jamás trato carnal con él. Y, además, se hallaba imposibilitada de obtener la anulación del matrimonio por culpa de la mala voluntad del obispo. Era vergonzoso, y Philip se sentía culpable, incluso no siendo él responsable de la negativa eclesiástica.
—Me pregunto por qué Dios permite que las gentes mueran de hambre —dijo el joven Jonathan, casi al término del viaje cuando volvían ya a casa cabalgando a través del bosque en una clara mañana primaveral.
Era una pregunta que todos los monjes jóvenes se hacían tarde o temprano y, para ella, había infinidad de respuestas.
—No culpes a Dios de esta hambruna.
—Pero el mal tiempo, que ha sido causa de esas malas cosechas, fue obra de Dios.
—La hambruna no se debe sólo a las malas cosechas —respondió Philip—. Siempre, cada cierto tiempo, ha habido malas cosechas. Sin embargo, la gente no se moría de hambre. La característica especial de esta crisis es que ha tenido lugar al cabo de tantos años de guerra civil —dijo Philip.
—¿Y por qué es diferente? —insistió Jonathan.
—La guerra es mala para el cultivo de la tierra —intervino Richard—. Se mata al ganado para alimentar a los ejércitos, las cosechas se queman para que no caigan en manos enemigas y las granjas quedan abandonadas cuando los caballeros van a la guerra.
Philip agregó:
—Y, cuando los tiempos son inciertos, las gentes no se muestran dispuestas a invertir tiempo y energía desbrozando nuevos terrenos, aumentando el ganado, cavando zanjas o construyendo graneros.
—Nosotros no hemos dejado de hacer esos trabajos —alegó Jonathan.
—Los monasterios son diferentes. Pero la mayoría de los granjeros corrientes abandonaron de tal manera sus granjas durante la lucha, que cuando llegó el mal tiempo no estaban en buenas condiciones para ponerlas en marcha. Los monjes ven más allá. Pero nosotros tenemos otro problema. El precio de la lana ha caído debido a la hambruna.
—No veo la relación —dijo Jonathan.
—Supongo que se deberá a que la gente hambrienta no compra ropa —repuso Philip. Hasta donde Philip recordaba, era la primera vez que el precio de la lana había dejado de subir cada año. Se vio obligado a reducir el ritmo de la construcción de la catedral, a no admitir nuevos novicios y a suprimir el vino y la carne en la dieta de los monjes—. Eso significa, por desgracia, que estamos economizando precisamente cuando a Kingsbridge acude sin cesar gente en la miseria que busca trabajo —añadió.
—Y terminan haciendo cola ante la puerta del priorato para que les den pan bazo y un cuenco de potaje—concluyó Jonathan.
Philip asintió ceñudo. Se le partía el corazón al ver a hombres fuertes reducidos a mendigar el pan porque no podían encontrar un empleo.
—Pero recuerda que la culpa es de la guerra, no del mal tiempo —dijo el prior.
—Espero que tengan reservado un lugar especial en el infierno para los condes y reyes causantes de tanta miseria —exclamó Jonathan con pasión juvenil.
—Así lo espero... ¡Que los santos nos protejan! ¿Qué es esto?
Había surgido una figura extraña de entre la maleza y corría a toda velocidad hacia Philip. Iba vestido de harapos, llevaba el pelo enmarañado y la cara negra por la suciedad. Philip pensó que el pobre hombre debía andar huyendo de algún enloquecido verraco, o incluso de un oso que se hubiera escapado.
Pero entonces el harapiento se lanzó contra Philip. El cual quedó tan sorprendido que cayó del caballo.
Su atacante cayó sobre él. Olía como un animal y también emitía ruidos como si lo fuera. Lanzaba constantes gruñidos inarticulados. Philip se retorcía y daba puntapiés. El hombre parecía querer apoderarse de la bolsa de cuero que llevaba colgada al hombro. El prior comprendió al fin que trataba de robarle. La bolsa de cuero sólo contenía un libro,
El cantar de los cantares.
Philip luchaba desesperadamente por liberarse, no porque estuviera encariñadísimo con el libro, sino porque el ladrón estaba sucio hasta la repugnancia.
Pero Philip se encontraba enredado con la correa de la bolsa que el bandido no quería soltar. Rodaron por el suelo. El monje tratando de apartarse y el bandido intentando hacerse con la bolsa. Philip apenas se había dado cuenta que su caballo había huido. De repente, Richard agarró al ladrón y lo apartó. Philip siguió rodando y luego se incorporó y se quedó sentado. Pero pasó un momento antes de que se pusiera de pie. Estaba aturdido y mareado. Aspiró el aire fresco, aliviado de verse libre del mefítico abrazo del ladrón. Se palpó las magulladuras. No tenía nada roto. Luego, dirigió su atención a los otros.
Richard tenía al ladrón inmovilizado boca abajo en el suelo con un pie entre las paletillas del hombre y la punta de su espada rozándole la nuca. Jonathan sostenía perplejo las riendas de los otros dos caballos.
Philip se incorporó cauteloso, con una gran sensación de debilidad.
Cuando tenía la edad de Jonathan, podía caerme de un caballo y ponerme de nuevo en pie como impulsado por un resorte
, se dijo.
—Si vigiláis a esta sabandija, iré a traer vuestro caballo —dijo Richard tendiendo su espada a Philip.
—Muy bien —repuso el prior apartando de sí la espada—. No necesitaré eso.
Richard vaciló y luego envainó el arma. El ladrón permanecía inmóvil. Las piernas que aparecían por debajo de su túnica estaban flacas como sarmientos y tenían su mismo color. Iba descalzo. Philip no había corrido grave peligro ni por un instante. Aquel pobre hombre estaba demasiado débil para retorcer el cuello siquiera a una gallina. Richard se alejó en busca del caballo de Philip.
El ladrón vio irse a Richard y pareció a punto de saltar. Philip supo que el hombre iba a intentar huir.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó para detenerle.
El ladrón, levantando la cabeza miró a Philip como si le creyera loco.
Philip se acercó al caballo de Jonathan y abrió unas alforjas.
Sacó una hogaza, la partió y alargó la mitad al ladrón. El hombre la agarró, todavía incrédulo y, de inmediato, se la metió casi toda en la boca.
Philip se sentó en el suelo y le observó. El hombre comía como un animal, intentando tragar cuanto le era posible antes de que pudieran arrebatarle el pan. En un principio, a Philip le pareció un hombre viejo; pero ahora que lo podía ver mejor, se dio cuenta de que el ladrón era en realidad muy joven, acaso veinticinco años. Richard regresó llevando de la brida al caballo de Philip. Se mostró indignado al ver al ladrón sentado y comiendo.
—¿Por qué le habéis dado nuestra comida? —demandó a Philip.
—Porque está hambriento.
Richard no contestó, pero su expresión daba a entender que consideraba locos a todos los monjes.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Philip al ladrón cuando éste hubo terminado de comer.
El hombre parecía cauteloso. Vaciló. Al prior se le ocurrió la idea de que hacía algún tiempo que no hablaba con otro ser humano.
—David —respondió al fin.
Como quiera que fuese todavía sigue cuerdo
, pensó Philip.
—¿Qué te ha ocurrido, David? —le preguntó.
—Después de la última cosecha, perdí mi granja.
—¿Quién era tu señor?
—El conde de Shiring.
William Hamleigh. No le sorprendió.
Miles de arrendatarios granjeros se habían encontrado imposibilitados de pagar sus arriendos al cabo de tres malas cosechas. Cuando alguno de los arrendatarios de Philip fallaba, se limitaba a perdonarle la renta; ya que si hacía que quedaran en la miseria, de todas maneras acudirían al priorato en busca de caridad. Otros propietarios, en especial William Hamleigh, se aprovechaban de la crisis para despedir a sus arrendatarios y tomar posesión de nuevo de sus granjas. El resultado era el gran aumento del número de proscritos que vivían en el bosque y asaltaban a los viajeros. Ése era el motivo de que Philip llevara consigo a Richard a todas partes a modo de protección.
—¿Y qué hay de tu familia? —preguntó al ladrón.
—Mi mujer cogió al bebé y volvió con su madre. Pero no había sitio para mí.
Era la historia de siempre.
—Es pecado atacar a un monje, David, y también está mal vivir del robo.
—Entonces, ¿cómo podré subsistir? —gritó el hombre.
—Si vas a quedarte en el bosque, más te valdrá coger pájaros y peces.
—¡No sé hacerlo!
—Como ladrón eres un fracaso —le criticó Philip—. ¿Qué posibilidad de éxito tenías, sin armas, contra nosotros, que somos tres y llevamos a Richard armado hasta los dientes?
—Estaba desesperado.
—Bien, la próxima vez que estés desesperado acude a un monasterio. Siempre hay algo para que un hombre pobre pueda comer.
Philip se puso en pie. Sentía en la boca el regusto acre de la hipocresía. Sabía que los monasterios no tenían posibilidad de alimentar a todos los proscritos. En realidad, la mayoría de ellos no tenían otra alternativa que el robo. Pero su papel en la vida era aconsejar que se viviera de modo virtuoso y no buscar excusas para el pecado.
Nada más podía hacer por aquel desgraciado. Cogió a Richard las riendas de su caballo y lo montó. Se dio cuenta de que las heridas y magulladuras producidas por la caída iban a dolerle durante días.
—Sigue tu camino y no vuelvas a pecar —dijo emulando a Jesús.
—En verdad que sois demasiado bueno —comentó Richard mientras seguían su camino.
Philip movió la cabeza, apesadumbrado.
—La triste realidad es que no soy lo bastante bueno.
William Hamleigh se casó el domingo anterior al de Pentecostés.
Fue idea de su madre.
Durante años, le había estado fastidiando con la cantinela de que buscara esposa y engendrara un heredero. Pero él siempre fue dando de lado aquella idea. Las mujeres le aburrían y, por algo que no comprendía y en lo que no quería pensar, le hacían sentirse inquieto. Siempre había estado diciendo a su madre que pronto se casaría; pero jamás hacía nada al respecto.
Al final fue ella quien le encontró una novia.
Se llamaba Elizabeth. Era hija de Harold de Weymouth, acaudalado caballero y poderoso partidario de Stephen. Regan Hamleigh explicó a su hijo que, con un pequeño esfuerzo por su parte, habría podido hacer un matrimonio mejor. Debió casarse con la hija de un conde; pero, como no parecía estar dispuesto a hacer nada, Elizabeth serviría.
William la había visto en la corte del rey, en Winchester. Y Regan se había dado cuenta de que la miraba. Tenía una cara bonita, una masa de bucles de un tono castaño claro, un gran busto y caderas estrechas.
Contaba catorce años.
Mientras William la estuvo mirando, se imaginaba un encuentro con ella una noche oscura, poseyéndola por la fuerza en alguna callejuela de Winchester. Ni por un instante había pensado en el matrimonio. Sin embargo, su madre descubrió en seguida que se mostraba receptivo y que la joven era una hija obediente que haría lo que le dijeran. Preparó una entrevista después de haber tranquilizado a William de que no se repetiría la humillación que Aliena infligió a la familia.
William estuvo nervioso. La última vez que hizo algo parecido era un joven inexperto de veinte años, hijo de un caballero, y se dirigió a una joven y arrogante dama de la nobleza. Pero ahora era un hombre encallecido en las batallas, de treinta y siete, y hacía diez que era el conde de Shiring. Era estúpido sentirse nervioso por una entrevista con una zagala de catorce años.
Sin embargo, ella estaba todavía más nerviosa. Y también desesperada por gustarle. Habló muy excitada de su casa y su familia, de sus caballos y sus perros, de parientes y amigos. William permanecía sentado en silencio, observando su cara e imaginándose qué aspecto tendría desnuda.
Los casó el obispo Waleran en la capilla de Earlcastle. Existía la costumbre de invitar a todos los personajes de importancia del Condado, y William hubiera perdido prestigio de no haber ofrecido un opíparo banquete. En los terrenos del castillo, se asaron tres bueyes enteros y docenas de ovejas y cerdos. Los invitados bebieron cerveza, sidra y vino de las bodegas del castillo hasta casi el agotamiento. La madre de William presidía el festejo con una expresión de triunfo en su desfigurado rostro. El obispo Waleran consideraba un tanto desagradables aquellas celebraciones vulgares y se retiró cuando el tío de la novia empezó a contar historias escabrosamente divertidas sobre recién casados.