—¡Cristo Jesús! ¿Quiénes son? —exclamó Jack.
Tom buscó con la mirada al jefe, un hombre corpulento montando un caballo de guerra. Lo reconoció al punto por el pelo amarillo y la pesada figura.
—Es William Hamleigh —dijo.
Al llegar los jinetes a la altura de las casas, acercaron sus teas a los tejados prendiendo fuego a la barda.
—¡Están incendiando la ciudad! —gritó Jack.
—Va a ser peor de lo que pensaba —dijo Tom—. Baja ya.
Ambos saltaron al suelo.
—Iré a buscar a madre y a Martha.
—Llévalas a los claustros —le indicó Tom con tono apremiante—, será el único lugar seguro. Si los monjes te ponen reparos, mándalos a la mierda.
—¿Y si aherrojan la puerta?
—Acabo de romper el cerrojo. ¡Date prisa! Yo iré a buscar a Alfred. ¡En marcha!
Jack emprendió rápido la marcha. Tom se dirigió hacia el reñidero de gallos, abriéndose paso a codazos. Varios hombres protestaron por sus modales pero no les hizo caso y ellos, por su parte, callaron al darse cuenta de su tamaño y de su impasible expresión de determinación. No tardó mucho en que el aire arrastrara hasta el recinto del priorato el olor de las casas quemadas. Tom lo olió y se dio cuenta de que una o dos personas olfateaban el aire con curiosidad. Sólo le quedaban unos momentos antes de que se produjera el pánico.
El reñidero de gallos estaba cerca de la puerta del priorato. A su alrededor se arremolinaba una muchedumbre ruidosa. Tom se abrió paso a empujones en busca de Alfred. En el centro de aquel gentío había en el suelo un agujero poco profundo, de unos cuantos pies. Y dentro de ese agujero, dos gallos se estaban desgarrando mutuamente con picos y acerados espolones. Por doquier se veían plumas y sangre. Alfred se encontraba cerca de la primera línea, mirando sin perder detalle, gritando a todo pulmón, animando a uno o a otro de los infelices animales. Tom forcejeó a través de aquella masa de gente para llegar hasta él y lo cogió por el hombro.
—¡Ven! —le gritó.
—¡He apostado seis peniques por el negro! —gritó a su vez Alfred.
—Tenemos que salir de aquí —se impuso Tom; en aquel momento llegó una vaharada de humo hasta el reñidero—. ¿Es que no hueles el fuego?
Un par de espectadores oyeron la palabra «fuego» y se quedaron mirando con curiosidad a Tom. Las ráfagas de viento siguieron llevándoles el olor, y todos lo notaron. Alfred también lo percibió.
—¿De dónde es? —preguntó Alfred.
—La ciudad está ardiendo.
De repente todo el mundo quería irse. Los hombres de dispersaron en todas las direcciones a empujones y codazos. En el reñidero, el gallo negro mató al marrón, pero nadie prestaba ya atención. Alfred inició la marcha en la dirección equivocada. Tom lo agarró.
—Iremos a los claustros —dijo—. Es el único sitio seguro.
El humo empezó a llegar a oleadas y el miedo se propagó entre la multitud. Todo el mundo estaba agitado, pero nadie sabía qué hacer. Tom vio, por encima de las cabezas, a la gente forcejear para salir por la puerta del priorato, pero ésta era estrecha y, por otra parte, no estaban más seguros fuera del recinto que dentro de él. Sin embargo hubo más personas a las que se les ocurrió la idea. Tom y Alfred se encontraron en medio de la multitud que tomaba, frenética, la dirección contraria. Pero, de súbito, la corriente cambió y todo el mundo tomó la misma dirección que ellos. Tom miró alrededor para averiguar el motivo de aquel cambio, y vio entrar en el recinto al primero de los jinetes.
Y entonces fue cuando estalló el tumulto.
Los jinetes ofrecían un aspecto aterrador. Sus enormes caballos, tan asustados como aquel gentío, embestían, retrocedían y cargaban, pisoteando a quienes estaban a derecha, a izquierda y en el centro. Los jinetes, armados y con cascos, derribaban a golpes de tea o cachiporra a hombres, mujeres y niños, prendiendo fuego a los puestos, a las ropas y al pelo de las gentes. Todo el mundo chillaba. Más jinetes entraron por la puerta, y más gente fue cayendo ante los impetuosos caballos.
—Tú vete a los claustros..., yo iré a asegurarme de que los demás están a salvo. ¡Corre! —gritó Tom al oído de Alfred al tiempo que le daba un empujón.
Alfred salió disparado.
Tom se dirigió hacia el puesto de Aliena. Casi de inmediato, tropezó con alguien y cayó al suelo. Maldiciendo, se puso de rodillas pero antes de que pudiera levantarse vio precipitarse sobre él un caballo de guerra. El animal tenía las orejas arrugadas y los ollares dilatados, y Tom vio el blanco de sus aterrados ojos. Por encima de la cabeza del caballo, divisó el carnoso rostro de William Hamleigh, contorsionado por una mueca de odio y triunfo. De pronto pensó que sería maravilloso tener una vez más en sus brazos a Ellen. En aquel preciso instante, un poderoso casco le golpeó en el centro mismo de la frente, sintió un espantoso y aterrador dolor en el cráneo, que pareció explotarle, y el mundo entero se sumió en las tinieblas.
La primera vez que Aliena percibió el olor a humo se dijo que debía de proceder del lugar donde estaban sirviendo el almuerzo.
Tres compradores flamencos se hallaban sentados a la mesa, instalada al aire libre delante del puesto de Aliena. Eran unos hombres corpulentos, de barba negra que hablaban inglés con un fuerte acento alemán y vestían trajes de un hermoso tejido. Todo iba bien. Aliena estaba a punto de cerrar la venta y había decidido servir el almuerzo primero para dar tiempo de inquietarse a los compradores. Sin embargo, se sentiría profundamente satisfecha cuando aquella gran fortuna en lana pasara a manos de otros. Puso delante de ellos la fuente con las chuletas de cerdo asadas con miel, y se quedó mirándolos con ojo crítico. La carne estaba en su punto, con el reborde de grasa crujiente y de un dorado oscuro. Escanció más vino. Uno de los compradores olfateó el aire y luego todos miraron alrededor con inquietud. De repente, Aliena sintió miedo. El fuego era la pesadilla de los mercaderes de lana. Miró a Ellen y a Martha, que estaba ayudándola a servir el almuerzo.
—¿No oléis a humo? —les preguntó.
Antes de que pudieran contestar apareció Jack. Aliena todavía no se había acostumbrado a verlo vistiendo el hábito de monje y con la cabeza afeitada. Su querido rostro mostraba una expresión agitada. De pronto, sintió deseos de abrazarlo y de borrar aquel ceño de su frente, pero se apartó de inmediato al recordar el modo en que se había dejado atraer por él en el viejo molino, hacía ya meses. Todavía enrojecía de vergüenza cada vez que recordaba el incidente.
—Hay jaleo —gritó Jack en tono apremiante—. Tenemos que refugiarnos todos en los claustros.
Aliena se quedó mirándolo.
—¿Qué pasa? ¿Hay fuego?
—Es el conde William y sus hombres —repuso Jack.
Aliena se quedó helada. William. Otra vez.
—Han incendiado la ciudad. Tom y Alfred van a los claustros. Haced el favor de venir conmigo —añadió Jack.
Ellen, que llevaba una escudilla con verdura, la dejó sin ceremonia alguna sobre la mesa, delante de un comprador flamenco, alarmado.
—Muy bien —dijo cogiendo a Martha por el brazo—. En marcha.
Aliena miró con auténtico pánico hacia su almacén. Allí había lana virgen por valor de centenares de libras, y tenía que protegerla del fuego. Pero ¿cómo? Se volvió hacia Jack, expectante. Los compradores abandonaron presurosos la mesa.
—Id vosotros. Yo tengo que cuidar de mi puesto —dijo Aliena a Jack.
—Vamos, Jack —lo apremió Ellen.
—Dentro de un momento —contestó él, volviéndose de nuevo hacia Aliena.
Ésta vio vacilar a Ellen. A todas luces se debatía entre poner a salvo a Martha y esperar a Jack.
—¡Jack! ¡Jack! —dijo de nuevo.
Jack se volvió hacia ella.
—¡Llévate a Martha, madre!
—Muy bien —repuso Ellen—. Pero, por favor, date prisa.
Ellen y Martha se fueron.
—La ciudad está en llamas. Los claustros son el único lugar seguro, pues están construidos en piedra. Ven conmigo, deprisa —le imploró Jack a Aliena.
Aliena oyó gritos de horror procedentes de la puerta del priorato. Ahora ya el humo lo invadía todo. Miró alrededor intentando averiguar qué estaba ocurriendo. El miedo le había puesto un nudo en el estómago. Todo aquello por lo que había trabajado durante seis años estaba dentro del almacén.
—¡Aliena! Ven a los claustros..., allí estaremos a salvo —repitió Jack.
—¡No puedo! —gritó ella—. ¡Ahí está mi lana!
—¡Al infierno con tu lana!
—¡Es todo cuanto tengo!
—¡De nada te servirá si estás muerta!
—Para ti es fácil decirlo, pero me he pasado todos estos años luchando para alcanzar esta posición...
—¡Aliena! ¡Por favor!
De repente, la gente que se encontraba en torno al puesto empezó a lanzar alaridos, aterrorizada. Los jinetes habían invadido el recinto del priorato y cargaban contra la multitud sin importarles quiénes caían, pegando fuego a los puestos. La muchedumbre, espantada, corría aplastándose los unos a los otros en sus desesperados intentos por apartarse del camino de los veloces cascos y de las teas. Se apretaba contra la endeble valla de madera que formaba el frente del puesto de Aliena, el cual se desplomó de inmediato. La gente invadió el espacio abierto que había delante del almacén, derribando la mesa con sus fuentes de comida y las copas de vino. Jack y Aliena se vieron obligados a retroceder. Dos jinetes cargaron contra el puesto, uno de ellos blandiendo una cachiporra; el otro, agitando una tea. Jack se puso delante de Aliena para protegerla. La cachiporra se dirigió hacia la cabeza de Aliena, pero Jack puso sobre ella un brazo protector, de manera que detuvo el golpe con la muñeca. Al levantar Aliena los ojos, vio la cara del segundo jinete.
Era William Hamleigh.
Aliena soltó un grito de desesperación.
Él la miró fijamente por un instante, con la tea encendida en la mano y una expresión de triunfo en los ojos. Luego, espoleó su caballo y se lanzó hacia el almacén de ella.
—¡No! —chilló Aliena.
Forcejeó empujando y golpeando a cuantos la rodeaban, incluido Jack. Al fin quedó libre y se precipitó hacia el almacén. William se encontraba inclinado sobre la silla, acercando la tea a un montón de sacos de lana.
—¡No! —volvió a gritar Aliena. Se arrojó sobre él e intentó derribarlo del caballo. William la arrojó al suelo de un manotazo. Volvió a acercar la tea a los sacos de lana. El fuego prendió con un poderoso bramido. De repente, Jack estaba allí apartando del paso a Aliena. William volvió grupas al caballo y salió rápidamente del almacén. Aliena se puso en pie de un salto, cogió un saco vacío e intentó apagar las llamas.
—¡Morirás, Aliena! —le gritó Jack.
El calor empezaba a hacerse insoportable. Aliena cogió un saco de lana que todavía no había sido alcanzado por el fuego e intentó ponerlo a buen recaudo. De repente, oyó un fragor al tiempo qué sentía un calor intenso en la cara. Se dio cuenta, aterrada, de que su pelo estaba ardiendo. Un instante después, Jack se precipitó hacia ella, le rodeó la cabeza con los brazos y la apretó con fuerza contra su cuerpo. Ambos cayeron al suelo. Él la mantuvo apretada contra sí por un momento y luego aflojó el brazo. Aliena percibió el olor del pelo chamuscado, pero ya no le ardía. Advirtió que Jack tenía la cara quemada y que las cejas le habían desaparecido. Él la cogió por un tobillo y la arrastró fuera del almacén. Luego, siguió arrastrándola pese a la resistencia que oponía, hasta que se encontraron en un lugar seguro.
La zona que rodeaba su puesto había quedado vacía. Jack la soltó. Aliena intentó levantarse, pero él volvió a agarrarla y se lo impidió. Aliena siguió forcejeando mientras observaba con ojos desorbitados el fuego que estaba consumiendo todos sus años de trabajo y preocupaciones, toda su riqueza y seguridad, hasta que ya no le quedaron energías para impedir que Jack la retuviese. Entonces permaneció allí, caída en el suelo, y empezó a gemir.
Philip se encontraba en la cripta, debajo de la cocina del priorato, contando dinero con Cuthbert, cuando oyó el ruido. Se miraron frunciendo el entrecejo y luego se pusieron de pie para averiguar qué ocurría. Al cruzar el umbral se encontraron con un auténtico tumulto. La gente corría en todas las direcciones, forcejeando y dándose codazos y empujones, pisoteándose los unos a los otros. Los hombres y las mujeres gritaban, y los niños lloraban. El aire estaba lleno de un humo denso. Todo el mundo parecía querer salir del recinto del priorato. Aparte de la puerta principal, la única posibilidad de abandonarlo era a través del portillo entre los edificios de la cocina y el molino. Allí no había muro, aunque sí un profundo badén que llevaba agua desde el estanque del molino hasta la cervecería. Philip quería advertir a la gente de que tuviera cuidado con el badén, pero nadie escuchaba a nadie.
La causa de aquel tumulto era, a todas luces, un incendio. Y además, importante. La atmósfera se hallaba por completo enrarecida a causa del humo procedente de él. A Philip le embargó el miedo. Con toda aquella gente aglomerada, la mortandad podía ser aterradora.
Ante todo tenía que averiguar qué estaba pasando. Subió por los escalones que conducían a la puerta de la cocina para ver mejor. Lo que contempló le hizo sentir un espanto atroz.
Toda la ciudad de Kingsbridge era pasto de las llamas.
De su garganta brotó un grito de horror y desesperación.
¿Cómo podía haber ocurrido aquello?
Y entonces vio a los jinetes cargar contra la multitud con sus teas encendidas. Comprendió que no se trataba de un accidente. Lo primero que sé le ocurrió fue que se estaba librando una batalla entre los dos contendientes de la guerra civil, y Kingsbridge se había visto cogido entre dos fuegos. Pero los hombres de armas no se atacaban entre sí, sino que iban contra los ciudadanos. No era una batalla, sino una matanza.
Vio que un hombre rubio y corpulento, montado en un poderoso caballo de guerra, se lanzaba contra la multitud. Era William Hamleigh.
El odio atenazó la garganta de Philip. Casi le hizo enloquecer el mero pensamiento de que toda aquella carnicería y destrucción hubiera sido provocada deliberadamente, sólo por codicia y orgullo.
—¡Te estoy viendo, William Hamleigh! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
William oyó pronunciar su nombre entre los gritos del gentío. Sofrenó su caballo y se encontró con la mirada de Philip.