Authors: Nicholas Wilcox
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Allí encuentra muerto al anciano que debía entregárselas y, cuando regresa a Londres, descubre que su antiguo coronel, el mismo que le encargó el trabajo, también ha sido asesinado. Simón Draco empieza a comprender que está en peligro: la más sangrienta y expeditiva facción de la mafia rusa le pide las piedras.
Nocholas Wilcox
La sangre de Dios
Trilogía templaria III
ePUB v1.0
jubosu15.11.11
Título original: The templar trilogy III. The Blood of God
© Nicholas Wilcox, 2001
© por la traducción, Juan Eslava Galán, 2001
© Editorial Planeta, S. A., 2003
Avinguda Diagonal, 662. 6.a planta. 08034 Barcelona (España)
Diseño de la cubierta: adaptación de la idea original de Jordi Salvany
Ilustración de la cubierta: © David Lees/Corbis Images y PhotoDisc
Primera edición en Colección Booket: enero de 2002
Segunda edición en Colección Booket: octubre de 2002
Tercera edición en Colección Booket: marzo de 2003
Depósito legal: B. 10.784-2003
ISBN: 84-08-04174-6
Impreso en: Litografía Rosés, S. A.
Encuadernado por: Litografía Rosés, S. A.
Printed in Spain - Impreso en España
Edición Digital Abril 2005 por Kory
A mis amigos Gloria y John Sun
Oyó el timbre, una vez más, lejano, al otro lado de la puerta. El señor Kolb tardaba en abrir. Quizá lo había sorprendido en el cuarto de baño, quizá era duro de oído, quizá el anciano no podía ir más aprisa, arrastrando los pies. Habían concertado la cita. Dejó transcurrir otro medio minuto y, cuando se disponía a repetir la llamada, reparó en la madera astillada alrededor de la cerradura. La gruesa capa de pintura craquelada sugería que la fractura era reciente. Mal asunto, pensó. Posó un dedo en la puerta y empujó con precaución. Estaba abierta.
—¿Señor Kolb? —llamó a media voz. Como no obtuvo respuesta se dispuso a entrar. Miró atrás y comprobó que las otras puertas permanecían cerradas. Lo último que deseaba era atraer la curiosidad de los vecinos.
El interior de la vivienda, parte de un antiguo almacén portuario reconvertido en apartamentos baratos, estaba débilmente iluminado y despedía un hedor agrio a col hervida, a mugre y a vejez. Simón Draco buscó a tientas el interruptor y encendió la luz. Entonces vio al señor Kolb en el recibidor. Yacía al pie de la escalera, con la cabeza extrañamente doblada hacia un lado, muerto, con un batín y unas zapatillas de fieltro. Simón Draco cerró la puerta, sacó un pañuelo y limpió sus huellas dactilares del picaporte y del interruptor de la luz. Miró el cadáver detenidamente. No hacía falta ser un lince para reconocer un cuello roto y la lividez de un fiambre de varias horas. Aguzó el oído. La casa estaba silenciosa. Subió la escalera precavidamente preguntándose si el señor Kolb habría muerto al rodar por la escalera accidentalmente, o si, como sospechaba, le había ayudado la misma persona que forzó la cerradura.
La casa estaba patas arriba. Los cajones, tirados por el suelo, habían dejado un amasijo de ropa, antiguas facturas, revistas añejas, cabos de velas, baratijas y papeles amarillentos. El sofá y el colchón, destripados, dejaban ver un revoltijo de borra y plumón. Incluso habían apartado las raídas y mugrientas alfombras para levantar las tablas del suelo. Pensó que el estropicio y el asesinato podrían estar relacionados con su visita. Había venido a negociar la compra de dos antiguas hachas de piedra que el viejo Kolb poseía. Probablemente eran los únicos objetos de valor que había en aquella mísera vivienda. Ahora las tendría el asesino. No había nada que hacer allí, excepto salir lo antes posible y poner tierra por medio. Consultó el reloj. Las seis y media. Tenía billete de vuelta para el avión de las diez, pero si se apresuraba quizá encontrara plaza en el de las ocho.
Se disponía a salir cuando reparó en una fotografía medio abarquillada bajo el cristal, sobre la repisa de la chimenea. Un oficial y un cabo del ejército alemán, jóvenes los dos. El oficial, con una gran cicatriz en la mejilla y un ojo parcheado, alto y estirado, miraba severamente a la cámara con su único ojo. Por el contrario, el cabo, risueño y tirando a gordo, parecía satisfecho con la vida. Draco reconoció en el cabo al viejo que yacía muerto al pie de la escalera. Abajo, medio borroso, con una caligrafía antigua, se leía: «Con el comandante Otto von Kessler. París, 1944.» En otra fotografía se veía a una niña gordita en un columpio, riéndose. La dedicatoria, escrita con letra infantil, decía: «Para mi querido tío Peter, de su sobrina Inga»
Mientras bajaba la escalera, Draco pensó que aquella Inga debía de ser ahora una mujer hecha y derecha, probablemente una robusta matrona alemana de velludas piernas y aspecto viril y que quizá asistiera al entierro, si la dejaban los niños, las compras y otras ocupaciones. Allí no había mucho que heredar. Miró al difunto que seguía al pie de la escalera en su extraño escorzo. El cabo Kolb había sobrevivido a una guerra sangrienta para morir oscuramente, con el cuello roto, después de una vida anodina y sórdida. ¿No le esperaría a él un destino parecido al de aquel pobre diablo? Se asomó al portal y cuando se cercioró de que estaba desierto, salió cerrando la puerta. Pasó el pañuelo por el tirador para eliminar las huellas y regresó a la calle, donde ya empezaba a oscurecer. Anduvo tres manzanas y tomó un taxi para el aeropuerto. Que el Coronel decidiera si debía telefonear a la policía para que recogieran el fiambre o si dejaba esa tarea para los vecinos cuando los alertara el hedor.
Faltaban treinta minutos para el embarque. Entró en la tienda
duty free
y compró un frasco de colonia Calvin Klein para Joyce.
Londres
El Coronel no estaba en casa. Le dejó un mensaje en el contestador: «Señor Burton, he regresado de Hamburgo. Llámeme cuando regrese, por favor.» Estuvo fuera toda la mañana. Fue a la biblioteca pública a devolver el
Viaje sentimental
de Sterne y al hipermercado de Springs a hacer las compras semanales. Almorzó cerveza y pastel de riñones en el pub Cagney's y regresó a su casa a primera hora de la tarde. No había mensajes del Coronel. Volvió a telefonearlo y nuevamente saltó el contestador. Colgó y se quedó pensando con la mano en el teléfono. «El Coronel debería estar esperando mi llamada —se dijo—. Se habrá ausentado por algún motivo urgente.» Permaneció toda la tarde en casa, leyendo y viendo la televisión; llamó otro par de veces, sin resultado. A la mañana siguiente decidió visitarlo. Se abrió camino entre el denso tránsito de la autopista y en veinte minutos recorrió los treinta kilómetros que había hasta las afueras de Londres.
El Coronel, prácticamente retirado, vivía en una casa de piedra construida en los años treinta con aquel detestable estilo egipcio que se puso de moda en Inglaterra después de que Carter descubriera la tumba de Tutankamón. Simón Draco abrió la cancela y atravesó el cuidado jardín en el que el Coronel cultivaba extrañas variedades de rosas. No había señales de vida. Las cortinas del salón estaban echadas y
Drake,
el spaniel del Coronel, tampoco le ladró al intruso. Algo ocurría. Rodeó el edificio y entró por la puerta trasera del jardín, que encontró abierta. El spaniel estaba tendido en el suelo de la cocina, en medio de un charco de sangre seca. Draco lamentó no venir armado. Empuñó un cuchillo grande de cocina que había sobre la encimera y registró la casa con precaución. En el salón, sobre el brazo del sillón favorito del Coronel, había un ejemplar abierto de la
Anábasis
de Jenofonte. Habían registrado la casa a fondo, los cuadros estaban arrancados y los armarios y estanterías volcados. Draco subió las escaleras iluminadas con la luz de la claraboya. En el breve pasillo se amontonaba la ropa del armario y un par de maletas desfondadas con una navaja. En el dormitorio principal, la cama estaba deshecha. El cadáver del Coronel yacía en el suelo del baño, desnudo, lleno de heridas y hematomas. Había salpicaduras de sangre por todas partes. Debían de haberlo torturado hasta la muerte.
¿Quién?
Probablemente los mismos que habían matado al anciano alemán, el cabo Kolb. Sospechó que la vinculación entre las dos muertes eran aquellas misteriosas hachas de piedra que había ido a recoger a Hamburgo.
Draco salió de la casa y entró en la caseta de las herramientas, al fondo del jardín. El Coronel guardaba allí ciertas cosas. También la habían registrado, habían desordenado las herramientas, habían volcado sobre el suelo los recipientes en los que el Coronel clasificaba clavos y tornillos e incluso los botes de pintura. Pero no se les había ocurrido golpear en el extremo de cierta tabla encajada de la pared del fondo. El otro extremo de la tabla resaltaba un centímetro, dejando el espacio suficiente para que Draco introdujera dos dedos y tirara de la madera. La bisagra invisible giró y dejó ver el escondite: un tosco nicho de albañilería en el que el Coronel ocultaba sus secretos: una lata con filminas comprometedoras, su seguro de vida, un viejo directorio telefónico, una agenda de ejecutivo, varias pastillas de explosivo plástico, una caja de balas de pistola y una bolsa de los almacenes C&A cuidadosamente doblada que contenía dos pasaportes falsos y un mazo de billetes de cincuenta libras nuevos, legales.
—¡Caramba, Coronel, no sabía que fueras tan rico!
El Coronel sólo tenía unos sobrinos con los que apenas se trataba. Draco decidió que su más directo heredero era él y se guardó los billetes. Volvió a colocar la tabla y abandonó el cuchitril. En la casa no había nada que hacer y cuanto antes se alejara de la escena del asesinato, mejor. Regresó al coche, recorrió cinco kilómetros por la autopista, y avisó a la policía desde un teléfono público del área de descanso de Meadows.
—Por favor, vengan al número veintiséis de Alderson Road. Han asesinado al señor Burton.
—¿Quién es usted?
—Alguien que no quiere verse implicado en el caso.
Y colgó.
Nueva York
El cardenal Gian Carlo Leoni sujetó el caracol con la pinza niquelada, extrajo hábilmente la carne enroscada con ayuda del pequeño garfio, lo embadurnó delicadamente en la salsa y lo paladeó con fruición, entrecerrando los ojos.
—Exquisitos, ¿eh? —le comentó a su invitado.
—No están mal —concedió el arzobispo Sebastiano Foscolo—, pero les han puesto poco parmesano.
—¿Parmesano? —se extrañó Leoni—. ¿Quién ha dicho que lleven parmesano? Son caracoles a la
bourguiñone.
Sólo se les pone mantequilla.
—De todas formas, es cierto que están estupendos.
El arzobispo rebañó discretamente la salsa con una sopita de pan, se limpió los dedos, gruesos como morcillas, en la servilleta y apuró el contenido de su copa. Estaban en el Golden Mirror, uno de los restaurantes más lujosos de Nueva York, decorado en estilo versallesco: techos altos con frescos mitológicos, tapices, cornucopias y espejos antiguos por las paredes, arañas de cristal de Murano con cientos de luces. Un atento camarero les sirvió nuevamente de la botella de Dom Perignon. Cuando se retiró, el arzobispo dijo: