Authors: Nicholas Wilcox
—Pues no olvides que has salido de las cloacas. A ver, dime de qué clase de pájaro se trata.
Piotr consultó sus papeles.
—Sus padres murieron en un bombardeo durante la guerra y él creció en una inclusa. Luego vivió con su tío, un cerrajero ladrón que lo enseñó a destripar cajas fuertes. En el año 60, cuando tenía diecisiete años, se alistó como mercenario en el Congo y durante un par de años sirvió a las órdenes del coronel Burton.
—Así que tenemos un gallito.
—Quizá no lo sea tanto. Ha pasado mucho tiempo. Últimamente se ganaba la vida como detective. Tiene la licencia en orden, paga sus impuestos y no se mete en líos. Estuvo casado diez años, pero se divorció.
—¿Tiene hijos?
—No, aquí no figura que tenga hijos.
—¿Novia?
—Tampoco.
—¿Familiares?
—No tiene familia ni obligaciones. Tiene algún dinero ahorrado y sólo acepta los casos que le parecen más limpios. Nada de vigilancias conyugales y casos así.
Londres
—¿Señor Draco?, ¿Simón Draco?
—Soy yo.
La voz al otro lado del teléfono sonaba áspera y profunda, de fumador empedernido.
—Usted ha vendido unas piedras antiguas en las que estamos muy interesados. Estamos dispuestos a comprárselas o a recompensarlo si nos dice a quién se las vendió.
—¿Quiénes son ustedes?
—Eso no importa. Fijamos un precio razonable, usted recibe el dinero y quedamos en paz.
—Me temo que no es tan fácil.
Al otro lado se produjo una pausa.
—Por favor, señor Draco, no nos lo ponga difícil. Estamos dispuestos a pagar un buen precio.
—El problema no es el precio, sino que no tengo las piedras ni sé dónde están.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Sentimos que adopte usted esa actitud tan poco participativa. Piénselo. Tendrá noticias nuestras.
Y colgó.
Estaba en la cama de Joyce cuando una explosión hizo temblar los cristales de todo el vecindario. Draco corrió a la ventana y comprobó que salía humo por un boquete abierto en el muro de la casa de enfrente, la suya, una vivienda adosada de renta media, el refugio de su vejez, cuya hipoteca a veinte años no había terminado de pagar. Se vistió rápidamente y corrió a sofocar el incendio.
Al principio pensó que era una explosión de gas, pero al primer vistazo comprendió que había sido un atentado con bomba. El proyectil, seguramente una granada anticarro teledirigida, había entrado por la ventana del dormitorio y había estallado directamente sobre la cama. Toda la habitación estaba destruida, así como el cuarto de baño. De las tuberías rotas brotaba un torrente de agua que bajaba en cascada por la escalera. Draco cortó el agua y cerró la llave del gas de la cocina para evitar accidentes.
La policía, avisada por un vecino, llegó unos minutos después. Dos coches con seis agentes que hicieron fotos y preguntas, se llevaron un trozo de chatarra retorcida, que era todo lo que quedaba del artefacto explosivo. Draco no les dijo gran cosa:
—Estaba pidiéndole una tacita de sal a la vecina de la casa de enfrente y eso me salvó la vida. No sé quién puede haber sido, no tengo enemigos.
—¿A qué se dedica usted?
—Soy detective.
El policía, que hasta entonces había estado husmeando por la casa con cierta insolencia, lo observó con interés.
—¿Detective privado?
—Sí, inspector, con mi licencia en regla.
—Entonces quizá sepa quién ha causado este estropicio —sonrió desagradablemente—. Debe de tener algunos enemigos.
—Ninguno que pueda meterme una carga de dinamita por la ventana, se lo aseguro.
El inspector anotó algo en su libreta, aplastó su cigarrillo en el casquillo de obús que servía de cenicero y se despidió.
—¿Vive usted solo? —preguntó desde la puerta.
—Sí, inspector. Soy soltero.
Ya lo había notado el inspector. En la casa no había fotografías, ni cuadros. Era lo más parecido a un cuartel. Un tipo raro aquel señor Draco, que no parecía asustado por lo que había ocurrido.
—¿Está usted seguro de que no sospecha de nadie, de que no tiene nada que contarnos? —insistió el policía.
—Completamente seguro, inspector.
La policía recogió sus bártulos y despejó el campo poco antes de mediodía. Cuando se quedó solo, Draco telefoneó a una empresa de reformas rápidas y encargó un presupuesto de remodelación del dormitorio.
—¿Qué clase de remodelación tiene pensada?
—Completa —dijo sin titubear—: muros, ventanas, cuarto de baño con todos sus accesorios. Estoy cansado de ver siempre los mismos azulejos y el mismo papel pintado.
—Tenemos lo que usted necesita, señor.
—Es un consuelo.
Con todo el jaleo no había desayunado y estaba muerto de hambre. Bajó a la cocina y abrió el frigorífico. No había gran cosa. Una docena de latas de cerveza, una botella de leche descremada, una tarrina de paté y los restos de una pizza. Extendió el paté sobre la pizza fría y se lo comió apoyado en el frigorífico ayudándose con tragos de leche.
Subió al piso superior y se asomó a un enorme agujero donde solía haber un muro con la ventana del dormitorio. Tal como el sagaz inspector de policía había determinado, el proyectil causante del estropicio procedía de la colina de enfrente, cubierta de un bosque comunal crecido y solitario. Draco calculó la media docena de puntos desde los cuales podría haber disparado el agresor. No tenía grandes esperanzas de encontrar pistas después de que tres policías patosos se pasaran la mañana buscando indicios entre los árboles, pero, de todos modos, se puso unos zapatos viejos, cogió un bastón de montañero y fue a echar un vistazo. «Uno tiene que ponerse en el lugar del enemigo», no se cansaba de repetir el Coronel, en aquellos viejos tiempos. Draco inspeccionó los lugares idóneos. Había un pequeño claro entre los árboles desde el que se veían bien las casas situadas al pie de la colina. «Aquí pudo ser», se dijo, y miró cuidadosamente el suelo removiendo las hojas con la punta del bastón. Encontró una colilla que parecía reciente. Le pasó el dedo por la ceniza. Sí, era reciente, de unas horas antes. Continuó buscando cuidadosamente hasta que dio con las señales del trípode sobre el que se sostuvo el disparador. La pata trasera marcada profundamente por el retroceso del disparo. Ampliando el radio de la búsqueda, entre unos matojos espesos que los policías no se habían molestado en apartar, encontró el trípode, un lanzagranadas ruso Fex90 y la funda del proyectil. Al agresor no le interesaba que se los encontraran en el maletero si lo detenían en un control de carretera. Apuntó los números de serie.
Un rato después regresó a su casa y se sirvió un trago.
Aquella misma tarde, Simón Draco se apeó de un tren en Victoria Station, tomó un taxi a la salida de la estación y le indicó al conductor que lo llevara al Victoria and Albert Museum. Se bajó frente a la ostentosa fachada del edificio, anduvo tres manzanas y, tras cerciorarse de que nadie lo seguía, entró en un destartalado bloque de pisos y oprimió el timbre del bajo. Unas zapatillas de fieltro se arrastraron al otro lado de la puerta. Se sintió observado desde la mirilla. Se descorrieron tres cerraduras sucesivas, hasta que la puerta, que a pesar de su anodina apariencia exterior era de las blindadas con bastidor de acero, se entreabrió para quedarse anclada por dos gruesas cadenas. Por la estrecha abertura asomó medio rostro arrugado y un ojo.
—¿Draco?
—Celebro que me reconozcas, Viejo. Se ve que el señor Alzheimer te tiene olvidado.
—Eres muy gracioso. ¿Vienes solo?
—Completamente.
El Viejo sacó las cadenas de sus engarces, lo dejó pasar y antes de cerrar la puerta echó un vistazo furtivo al vestíbulo para cerciorarse de que no lo acompañaba nadie. Corrió nuevamente cadenas y cerrojos.
—Vivimos tiempos jodidos —se justificó mientras lo invitaba a pasar.
El Viejo era uno de los traficantes de armas más importantes de Londres, un vendedor efectivo y discreto, al por menor, para el hampa y los servicios secretos que no querían dejar huellas.
—¿Qué se te ofrece?
Draco sacó del bolsillo una etiqueta que había arrancado de la funda del proyectil donde había apuntado los números de serie.
—Quiero encontrar al que usó esto, una granada rusa anticarro. Han intentado matarme.
—¿Con un lanzagranadas? Verdaderamente el mundo se está volviendo loco, ¡qué falta de sutileza! —El Viejo dejó oír su risa cascada, seca, antes de ponerse otra vez serio y preguntar—: ¿Y quién te dice que yo haya vendido esta gacela?
Gacela, el nombre de jerga para arma veloz.
—No me lo dice nadie, pero en Londres hay pocos proveedores de esta clase de cacharros. He venido al más probable y me va la vida en ello. Si puedes ayudarme te lo agradeceré.
El Viejo hizo un gesto de desaliento.
—Me temo que no podré hacer nada por ti. Hace tiempo que me he retirado de los calibres gruesos. Tengo trabajo de sobra con el material pequeño, es más agradecido y menos peligroso. Por cierto, he recibido un revólver semiautomático Glock de nueve milímetros, de cerámica, ya sabes, uno de esos que pasan desapercibidos por los detectores de metales. Si estás metido en un lío probablemente lo necesitarás.
Estaban en el gabinete de trabajo del Viejo, una habitación sobrecargada de muebles arcaicos que olía a polvo y a lubricante de pistolas. Draco, con expresión abatida, se dejó caer en un sillón frente al escritorio. El Viejo permaneció de pie. No deseaba que la visita se prolongara.
—La policía ha identificado al agresor —mintió Draco—. El muy torpe dejó una prueba que lo identifica. A ése le echaré el guante cuando la policía lo deje en paz. Ahora necesito saber de dónde sacó el arma. ¿Tienes idea de quién puede haber vendido el lanza?
—En el puerto hay media docena de traficantes. Pueden ser los libaneses, los moros, los jamaicanos, ¿qué sé yo? Ya sabes que no me llevo bien con la gente joven. Además estoy casi retirado. Si pudiera ayudarte sabes que lo haría.
—Ya lo sé —convino Draco y suspiró profundamente—. En fin. Creo que será mejor que me vaya. Gracias de todos modos, Viejo.
—Ya sabes dónde me tienes.
Se estrecharon las manos junto a la puerta y Simón Draco esperó hasta que oyó correrse todos los cerrojos y cadenas. Al doblar la esquina se detuvo y se aplicó un pequeño radiotransmisor a la oreja. Había dejado un micrófono de gran sensibilidad bajo el tablero de la mesa del Viejo, cerca del teléfono. Lo oyó marcar un número telefónico y tras unos segundos de espera: «¿Danko? Perdona que te llame. Simón Draco acaba de visitarme. La policía sabe quién atentó contra él. Por lo visto has dejado alguna prueba que te identifica... Eso me ha dicho... ¿Por qué habría de mentirme?... No, él sólo está buscando al que vendió el lanzagranadas... Creo que está asustado.»
Un minuto después volvió a pulsar el timbre. El Viejo hizo un mohín de fastidio al ver por la mirilla que Draco había regresado.
—¿Qué se te ofrece ahora? —le preguntó por la rendija, sin disimular la contrariedad.
—Creo que voy a comprarte ese Glock de nueve milímetros.
La expresión del traficante cambió.
—Te alegrarás de llevarte esa joya —dijo mientras descorría nuevamente los cerrojos.
Draco entró, agarró al Viejo por el brazo, se lo retorció con una llave inmovilizadora y dolorosa y lo hizo avanzar hasta el gabinete. Con la mano libre tecleó en el teléfono. En el visor apareció el último número al que el Viejo había llamado. Tenía suerte. No se trataba de un móvil, sino de un teléfono regular. Un número del centro de Londres. Draco lo garrapateó en un papel.
—¿Qué locura es ésta? —se atrevió a preguntar el Viejo.
—Alguien está intentando matarme y tú lo encubres. Ésta es la locura. En nombre de nuestra antigua amistad.
—Te equivocas, Draco. Yo te aprecio —protestó el Viejo.
—Quizá, pero aprecias mucho más el dinero. Ahora dime de quién se trata si quieres salir con vida de ésta. —Le retorció el brazo un poco más.
—¡Me matarán! —gimió el Viejo.
Draco aumentó la presión en la articulación del hombro. El Viejo emitió un grito de dolor.
—Si no me dices quién es, te mataré yo de todos modos.
—Sólo sé que es ruso —farfulló el Viejo—. Un tipo de unos treinta años, bajo y fornido, que se llama Danko.
—Más te vale que sea verdad. A propósito, ¿dónde tienes esa famosa pistola de porcelana?
—En el armario del fondo.
Lo obligó a sentarse en el suelo con la espalda apoyada contra un viejo radiador de calefacción en desuso y lo maniató usando cinta adhesiva. También le selló la boca con un par de vueltas de cinta. El Viejo comenzó a llorar de miedo.
—No te preocupes, cabronazo —le dijo—.Volveré a liberarte si salgo bien de ésta.
El hotel Bristol estaba en el Strand, en una calle tranquila con un puesto de fruta y otro de flores en la puerta.
—Busco a un huésped, un ruso llamado Danko.
El recepcionista consultó el ordenador.
—El señor Vasili Danko ocupa la habitación número 402, pero no se encuentra en el hotel en este momento. Si quiere dejarle algún recado...
—Muchas gracias, pero prefiero que no sepa que estoy aquí. Soy un antiguo compañero. Habíamos quedado en corrernos una juerga en Londres y me he adelantado un día. No le diga que he preguntado por él, prefiero darle una sorpresa.
Dejó un billete de diez libras sobre el mostrador y sonrió encantadoramente.
—Muy bien, señor.
Las cabinas telefónicas estaban junto a los ascensores. Draco fingió que hacía una llamada y en un descuido del recepcionista se coló en un ascensor y subió a la cuarta planta. El pasillo enmoquetado estaba desierto, pero la puerta del cuarto de servicio permanecía abierta. Una camarera, de espaldas, apilaba toallas limpias en la estantería del fondo. El tablero con las llaves de las habitaciones estaba a la izquierda. Draco dio un par de golpecitos en la puerta. La camarera se volvió.
—Señorita —le dijo con su mejor sonrisa—, han olvidado dejarme gel en el baño, ¿puede darme un par de sobrecitos?
El gel estaba al fondo de la habitación, en un estante bajo. Mientras la camarera lo cogía, Draco alcanzó la llave de la 402. Su ausencia dejaba un hueco ostentoso en el tablero. «Confiemos en que no lo advierta», pensó Draco. Tomó sus sobrecitos de gel y se encaminó a la habitación 402.