La sangre de Dios (7 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: La sangre de Dios
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¿A quién le importaba ahora la casa?

El hueco que le había dejado Joyce se agrandaba a medida que pasaba el tiempo. «No eres un tipo listo. Te has dado cuenta cuando la has perdido. Ahora no tiene remedio. Además, estás en peligro.»

El instinto le aconsejaba poner tierra por medio. Había sacado un billete de ferrocarril para París, en coche cama, para aquella misma tarde.

La mafia rusa creía que él había encontrado las piedras y que las había vendido. Si lo capturaban, lo torturarían hasta la muerte para que revelara el nombre del comprador. La perspectiva era aterradora.

En alguna parte estaban las piedras. Si no las encontraron los asesinos del señor Kolb, era muy posible que siguieran en Hamburgo, en la modesta y maloliente vivienda del antiguo cabo de la Wehrmatch.

Durmió toda la noche en su cómodo compartimento del coche cama y al clarear el día se asomó y vio, entre las nieblas invernales, los polígonos industriales de la
banlieu
parisina. Le dio tiempo a ducharse y afeitarse antes de que el tren se detuviera bajo la enorme marquesina modernista de la estación parisina. Tomó el metro hasta el aeropuerto Charles de Gaulle, donde sacó un billete para Hamburgo. El Airbus A-321 de la Lufthansa despegaba a las nueve. Un vuelo tranquilo de una hora sobre las nubes, pensando en su destino. El mundo se había desmoronado a su alrededor por culpa de unas malditas piedras, una superstición medieval capaz de alcanzar, con su tenebroso aliento, a un hombre que no creía en nada. En cualquier encrucijada podían darle un tiro. «O, lo que es peor, capturarme —pensó— y torturarme para que confiese lo que no sé.» Sintió un sudor frío. Había visto hombres más fuertes que él derrumbarse después de una sesión de tortura, hombres convertidos en guiñapos, sin fuerza ni dignidad siquiera para suicidarse cuando quedaban libres. La angustia le secaba la garganta. Pidió un vaso de agua. Tenía que encontrar aquellas piedras, que podían ser su seguro de vida. Después ya pensaría en todo lo que estaba ocurriendo con más calma. Llegó a su nuevo destino poco antes de mediodía y se hospedó en el Diplomatic, un hotel modesto a tres manzanas del apartamento del señor Kolb. Un reconocimiento del antiguo almacén rehabilitado para viviendas le reveló que el piso seguía deshabitado. Las persianas estaban echadas y la puerta conservaba todavía los precintos de cinta adhesiva amarilla que le colocó la policía después de retirar el cadáver. En la parte trasera, que daba a otro almacén abandonado, había una escalera de incendios desde la que se llegaba fácilmente a la ventana de la cocina.

Draco regresó a la calle principal, consultó el itinerario de los autobuses municipales y tomó uno que pasaba por el centro comercial más cercano. Allí adquirió, en tiendas diferentes, un bolso de mano, una palanqueta, una linterna potente, una barra de pan francés, un bote de salchichas, un tarrito de mostaza, y una botella grande de cerveza. Lo guardó todo en el bolso de mano y regresó al hotel. Leyó echado en la cama hasta que oscureció. Regresó al antiguo almacén. Sólo los dos pisos altos tenían las ventanas iluminadas. Mejor, porque quizá tuviera que hacer algún ruido y no le entusiasmaba la idea de que algún vecino alarmado telefonease a la policía. Dio un rodeo y penetró en la vivienda de Kolb forzando la ventana de la cocina con la palanqueta. Todo seguía como una semana antes: el olor a suciedad y a coles hervidas persistía, y el desorden de papeles, cachivaches y ropa esparcidos por el suelo, también. Algunas tablas del suelo estaban levantadas. Se movió con cuidado enfocando con la linterna para ver dónde pisaba. ¿Por dónde empezar? Dos piedras del tamaño de un puño cerrado más o menos, no pueden ocultarse en un objeto plano. Registró sistemáticamente todos los posibles escondrijos, trató de meterse en la piel del anciano Kolb, ¿dónde se le hubiera ocurrido a él esconder las piedras? Abrió el viejo horno de la cocina, desatornilló la placa posterior de una radio antediluviana, destripó la estufa de gas, examinó la bombona de repuesto por si ocultaba un doble fondo, destapó la cisterna del retrete. No dejó nada sin mirar, incluso hurgó en los cuatro cubos de basura obligatorios en Alemania para la clasificación racional de los desperdicios. No encontró nada tras los polvorientos radiadores de la calefacción, palpó los cojines, introdujo las manos en la borra acuchillada del colchón, que los anteriores buscadores habían rasgado.

Se lavó las manos en el fregadero, se sentó a la mesa de la cocina y se hizo un bocadillo de salchichas que comió morosamente mientras examinaba visualmente los posibles escondites que le quedaban por comprobar. Después de otra sesión de búsqueda infructuosa, decidió dormir algo antes de continuar. Estaba más cansado de lo que suponía. Cuando despertó había amanecido ya y la luz de un día turbio y gris se filtraba por las rendijas de las ventanas iluminando pálidamente los haces de polvo en suspensión que reinaban sobre el desorden de la estancia. Simón Draco se bebió el resto de la cerveza y continuó registrando la vivienda metódicamente.

Sobre la repisa de la chimenea había un candelabro de hierro con tres gruesas velas amarillas. Arrancó una de su encaje y la sopesó. Pesaba mucho. Se acercó al haz de luz que penetraba por una rendija y examinó la superficie. A lo largo corría la tosca señal del cartucho de plástico donde la habían fundido. Era un trabajo casero, descuidado. En la cocina le practicó una serie de incisiones con un cuchillo. La tercera tocó un objeto duro. Cortó por capas la cera que lo envolvía hasta un envoltorio de plástico del que extrajo una piedra negra y alargada, redondeada en los extremos.

—Así que estabais aquí.

La segunda piedra se ocultaba en otra vela. Cortó la vela restante, menos pesada, que sólo contenía cera.

Examinó con interés aquellos objetos. No eran nada, simplemente dos piedras oscuras torpemente pulimentadas. Acarició la superficie, en la que no se distinguía la labor del tiempo, ni la de los hombres que sufrieron y mataron por ellas. No le comunicaban emoción alguna. Y sin embargo, aquellas piedras habían costado mucha sangre y quizá podían costarle la vida.

Joyce, perdida para siempre; Joyce, a la que nunca tuvo. ¿Cómo pudo estar tan ciego?

Abandonó el apartamento por la misma ventana de la cocina por donde había entrado, rodeó un par de manzanas cerciorándose de que nadie lo seguía y arrojó la palanqueta a un contenedor de basura. Después regresó al hotel, se dio una larga ducha caliente, bajó la persiana y durmió una siesta de cuatro horas que compensó el escaso e incómodo sueño de la víspera. Cuando despertó era la hora de almorzar. Enfrente del hotel había un restaurante turco con buena pinta. Cruzó la calle, se acomodó en una mesa individual apartada y comió con apetito un codillo con guarnición de col hervida. No tenía nada más que hacer en Hamburgo. Había un vuelo a Londres a las 17.15, pero prefirió no volar. Quizá andaban sobre su pista. Tomó el primer tren de la tarde y regresó a Londres vía París.

16

Pasado Saint Bertevin, Simón Draco se dirigió al vagón restaurante, se sentó en una de las mesas individuales, colocó la bolsa de mano entre las piernas y pidió un almuerzo.

—¿Le coloco el equipaje en la repisa, señor? —dijo un camarero intentando alcanzar la bolsa.

—No, muchas gracias.

Se comió los raviolis sin perder de vista al camarero, intentando adivinar si trabajaba para los rusos. Al llegar el filete empanado concluyó que el hombre era totalmente inocente. «Debo controlar un poco los nervios —se dijo— o acabaré viendo a esos cabrones en todas partes.»

Se tomó el café en la barra del vagón restaurante. Antes de regresar a su asiento telefoneó a sir Patrick O' Neill.

—Llevo toda la mañana intentando dar con usted —dijo el escocés—. He sabido lo de su novia. Estoy desolado. Créame que lo siento.

—Muchas gracias.

—¿Qué piensa hacer ahora, señor Draco?

—¿Con las piedras?

Se hizo un silencio al otro lado del hilo.

—¿Las tiene? ¿De verdad? Mi oferta sigue en pie.

El tren se metió en un túnel y Draco aprovechó la interferencia para cortar la comunicación. Regresó a su asiento de primera.

Contemplando la verde campiña francesa, los bosques tupidos de hayas y pinos, pensó en su situación. Cuando regresara a Londres tendría que enfrentarse nuevamente con los rusos. Seguiría en peligro. Lo único que había cambiado era que ahora tenía con qué negociar, tenía lo que ellos buscaban con tanto ahínco.

Su futuro inmediato era tan previsible como que a la noche le sucede el día. Los rusos volverían a ponerse en contacto con él y tendría que entregarles las piedras. Desde luego podía exigirles una fortuna por aquellas piedras que habían costado la vida de la mujer que amaba. Sin duda ellos la pagarían, pero aun así no podía estar seguro de que después no intentarían matarlo para vengar a Vasili Danko.

La idea de entregarles las piedras a los rusos no lo entusiasmaba. Prefería vendérselas a O'Neill y dejarlos con un palmo de narices. Lo malo era que seguiría siendo el objetivo de la mafia moscovita. Tarde o temprano lo capturarían y lo obligarían a confesar el paradero de las piedras.

La certidumbre de que hiciera lo que hiciera los rusos no lo iban a dejar en paz se abrió paso en su cerebro como una luz. Sólo entonces tomó conciencia de lo apurado de su situación.

El tren discurría paralelamente a una carretera vecinal. Miró pasar un camión de heno dorado. Desde un paso elevado, unos chicuelos dijeron adiós con la mano al tren de alta velocidad.

Por otra parte, volvió a sus pensamientos, tampoco él se iba a dejar en paz. Habían asesinado a Joyce y al Coronel. Acudieron a su memoria las imágenes de los cuerpos torturados, de Joyce decapitada. Se preguntó qué clase de alimañas eran capaces de hacer algo semejante. No, las cosas no iban a quedarse así. Liquidaría al culpable, aunque fuera lo último que hiciera en el mundo. El velo rojo de la venganza se extendió ante sus ojos como una mancha. Apretó las mandíbulas hasta que le dejaron un sabor de sangre en la boca.

El tren arribó a Victoria Station a las 21.30 horas. Simón Draco apretó fuertemente el asa de la bolsa de tela en la que llevaba las piedras templarias y, mezclado con la multitud del andén, se dirigió a la salida. Decidió alquilar un coche y pernoctar en la casa de Joyce. La suya quizá estuviera vigilada. Por la mañana recogería algunas cosas y se trasladaría a Londres, a un apartamento alquilado desde el que pudiera dirigir sus operaciones. A la altura del vestíbulo vio a un hombre de rostro vagamente familiar que le salía al encuentro. Se puso tenso, pero en seguida lo reconoció y se tranquilizó. Era Bruce, el mayordomo de O'Neill.

—Sir Patrick lo espera en la cafetería. Es urgente que lo vea.

Intentó llevarle la bolsa de mano, pero Draco se lo impidió. Siguió al criado hasta la cafetería. Al verlo llegar, el escocés salió a su encuentro con la mano tendida. Se saludaron y tomaron asiento. El mayordomo se sentó dos mesas más adelante y solicitó una botella de agua mineral.

—¿Las tiene? —dijo O'Neill señalando discretamente la bolsa.

Draco asintió. Bebió un poco de cerveza y dijo:

—Señor O'Neill, he estado reflexionando y creo que no le venderé las piedras, al menos no por ahora. He decidido que no voy a huir. Quiero ajustarles las cuentas a los que asesinaron a Joyce. Ella ha muerto por esta mierda que tanto parece interesarles a ustedes.

Había una sombra de reproche en sus palabras. O'Neill se lo tomó deportivamente.

—Déjeme darle un consejo, señor Draco: no se complique la vida. No intente enfrentarse solo a una mafia organizada. El tiempo de los héroes ha pasado ya.

—Gracias por la cerveza, señor O'Neill —dijo Draco levantándose—. Si decido vender las piedras, usted será el primero en saberlo.

O'Neill no intentó impedirle que se marchara. Solamente enarcó una ceja para ordenarle al mayordomo que lo siguiera. El mayordomo lo vio cruzar el vestíbulo de la estación hacia la oficina de Avis. Draco habló un momento con la agente, firmó el contrato que ella le presentaba y recibió las llaves de un Audi aparcado fuera.

Al salir de Londres, la hora de tráfico más intenso se combinó con la lluvia para entorpecer la marcha de los vehículos. Después de la variante de Oxford, Draco divisó un coche averiado al lado de la carretera. Al lado un muchacho delgado, de frágil apariencia, intentaba detener algún vehículo mientras se calaba hasta los huesos.

Draco aminoró la marcha y se detuvo a su altura.

—¿Puedo ayudar en algo?

—Sí, por Dios. Creo que el motor ha fallado. Por más gas que le doy no consigo que se ponga en marcha. Una fatalidad, con este tiempo.

—Lo puedo llevar hasta el próximo pueblo, si quiere.

—Se lo agradeceré mucho, si es tan amable. Mañana volveré con una grúa.

Draco se inclinó sobre el asiento y abrió la portezuela.

—Suba, por favor.

El náufrago subió y se presentó:

—Me llamo Arthur Perceval. No sabe cómo le agradezco lo que hace por mí.

—No tiene importancia —respondió Draco—. ¿Adonde se dirige?

—Intentaba llegar a Tesford. Mañana tengo que dar una conferencia en el ayuntamiento.

—¿Una conferencia? ¿Es usted profesor?

—No, no, nada de eso. Solamente soy programador de ordenadores. Construyo programas de seguridad para empresas. ¿Y usted a qué se dedica?

—Soy detective privado.

El autostopista lo miró con interés. Draco conocía esa mirada. Mucha gente cree que los detectives privados sólo existen en las películas.

—En cierto modo, los dos estamos en el mismo negocio —dijo el informático—: nos ocupamos de la seguridad de los demás. No es por echarme flores, pero un detective privado que sepa de informática puede hacer casi todo el trabajo sin moverse de casa.

Draco se mostró sorprendido.

—¿Ah, sí?

Perceval asintió.

—Imagínese por un momento que le encargan un informe sobre un determinado ciudadano. Sabiendo manejarse en informática, usted puede acceder a cualquier documento que haya escrito sobre ese ciudadano desde que nació: desde su partida de nacimiento hasta la última compra que ha hecho en un hipermercado; sabrá sus gustos, sus pautas de comportamiento, sus conexiones financieras, el estado de su cuenta corriente, sus movimientos empresariales... todo, absolutamente todo. Incluso sus preferencias sexuales.

—¿Es posible?

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