Aliena estaría allí y sabría si eran derrotados. Pero también podría llegar a ver su triunfo. Se imaginaba irrumpiendo en el dormitorio de ella blandiendo una espada ensangrentada. Entonces desearía no haberse reído de él.
Desde el castillo les llegó el toque de campana llamando a misa.
William hizo un ademán con la cabeza y dos hombres salieron del grupo y empezaron a caminar a través de los campos en dirección al castillo. Eran Raymond y Rannulf, dos hombres musculosos, de rostro duro, algunos años mayores que William, quien los había elegido personalmente. Su padre dirigía el asalto decisivo.
William siguió con la mirada a Raymond y Rannulf, que atravesaban los campos cubiertos de escarcha. Antes de que llegaran al castillo, William miró a Walter y espoleó a su caballo. Ambos atravesaron los campos al trote. Los centinelas en las almenas verían a dos parejas de hombres, unos a pie y los otros a caballo, acercándose al castillo, cada uno por su lado, a primera hora de la mañana. Era algo natural.
La sincronización de William era buena. A unas cien yardas del castillo él y Walter dejaron atrás a Raymond y Rannulf. Al llegar al puente desmontaron. William sintió que el corazón se le subía a la garganta. Si fracasaba en aquello, todo el ataque se vendría abajo. En la puerta había dos centinelas. William tenía la sospecha de pesadilla de que iban a caer en una emboscada y que una docena de hombres de armas saldrían de estampida de su escondrijo y le destrozarían. Los centinelas parecían estar alerta aunque no inquietos. No llevaban armaduras. William y Walter vestían cotas de malla debajo de sus capas.
William sintió que se le encogía el estómago. No podía tragar. Uno de los centinelas le reconoció.
—Hola, Lord William —dijo jovial—. Vuelve a cortejar ¿eh?
—¡Dios mío! —exclamó William con voz débil, al tiempo que hundía una daga en el vientre del centinela, impulsándola por debajo de la caja torácica hasta el corazón.
El hombre emitió un sonido entrecortado, se desplomó y abrió la boca como si fuera a gritar. Un ruido cualquiera podría arruinarlo todo. Dominado por el pánico, sin saber qué hacer, William arrancó la daga y la metió en la boca abierta del hombre, llevando la hoja hasta la garganta para hacerle callar. De la boca fluyó sangre en lugar de un grito. Los ojos del hombre se cerraron. William sacó la daga al tiempo que el hombre caía al suelo. El caballo de William se había apartado, asustado por todos aquellos movimientos. William le cogió por las riendas y luego miró a Walter, que se había ocupado del otro centinela. Walter había acuchillado a su hombre con mayor eficacia, rebanándole la garganta para que muriera en silencio.
Tengo que recordar eso,
se dijo William,
la próxima vez que haya de silenciar a un hombre.
Luego pensó:
¡Lo he hecho! ¡He matado a un hombre!
Se dio cuenta de que ya no estaba asustado.
Entregó las riendas de su caballo a Walter y subió corriendo la escalera de caracol hasta la torre de la casa de guardia. En el nivel superior había una habitación desde donde girar la rueda para subir el puente levadizo. William descargó su espada sobre la gruesa maroma. Dos golpes bastaron para cortarlo. Tiró por la ventana el cabo suelto que cayó sobre el terraplén y se deslizó suavemente hasta hundirse en el agua sin chapotear apenas. Ahora el puente levadizo no podía levantarse frente a las fuerzas atacantes de padre. Aquél era uno de los detalles que habían madurado durante la noche.
Raymond y Rannulf alcanzaron la casa de guardia en el preciso momento en que William llegaba al pie de la escalera. Su primer trabajo consistía en derribar las inmensas puertas zunchadas de roble que cerraban el arco que iba desde el puente hasta el recinto. Cada uno de ellos empuñó un martillo de madera y un escoplo y empezaron a hacer saltar la argamasa que rodeaba los fuertes goznes de hierro. Los golpes del martillo sobre el escoplo producían un ruido sordo que a William le sonaba terriblemente fuerte.
William arrastró rápidamente los cuerpos de los dos centinelas muertos al interior de la casa de guardia. Al encontrarse todo el mundo en misa existían grandes posibilidades de que no vieran los cuerpos hasta que fuera demasiado tarde.
Cogió las riendas de manos de Walter y ambos salieron de debajo del arco y se dirigieron a través del recinto hacia la cuadra. William forzó sus piernas para que caminaran con un paso normal y sin prisas y miró subrepticiamente a los centinelas en las atalayas. ¿Habría visto alguno de ellos caer la maroma del puente levadizo en el foso? ¿Se estarían preguntando qué sería ese martilleo? Algunos miraban a William y Walter, pero no parecían dispuestos a entrar en acción y el martilleo parecía empezar a desvanecerse en los oídos de William, por lo que resultaría inaudible en lo alto de las torres. William se sintió aliviado. El plan estaba dando resultados.
Llegaron a las cuadras y entraron. Engancharon ligeramente las riendas de sus caballos en una barra de forma que los animales pudieran escapar. Entonces William sacó su pedernal y consiguió una chispa con la que prendió fuego a la paja del suelo. Estaba sucia y húmeda a trechos, pero sin embargo empezó a arder. Encendió otros tres pequeños fuegos y Walter hizo lo mismo. Permanecieron allí un instante observándolos. Los caballos olisquearon el humo y se agitaron nerviosos en las casillas. William permaneció allí un instante más. El fuego estaba en marcha y por lo tanto también el plan. Luego abandonaron las cuadras y se dirigieron al recinto abierto.
En el pórtico, ocultos bajo el arco, Raymond y Rannulf seguían arrancando la argamasa alrededor de los goznes. William y Walter se volvieron hacia la cocina para dar así la impresión de que trataban de comer algo, cosa que sería natural. En el recinto no había nadie, todo el mundo estaba en misa. Al mirar William casualmente hacia las almenas, observó que los centinelas no vigilaban el castillo sino a través de los campos, como habían de hacerlo. Sin embargo William temía que alguien apareciera en cualquier momento de alguno de los edificios e intentara averiguar qué hacían ellos allí, en cuyo caso tendrían que matarle allí, a la vista de todos, y entonces todo habría terminado.
Rodearon la cocina y se dirigieron hacia el puente que conducía al recinto superior. Al pasar por delante de la capilla escucharon los murmullos apagados del oficio divino. El conde Bartholomew se encontraría allí, completamente desprevenido, pensó William satisfecho. No tiene la menor idea de que hay un ejército a una milla de distancia, que cuatro de sus enemigos se encuentran ya dentro de su fortaleza y que sus cuadras están ardiendo. Aliena también estaba en la capilla, rezando arrodillada.
Pronto estará de rodillas ante mí
, pensó William, y la excitación casi le hizo perder la cabeza.
Llegaron al puente y se dispusieron a atravesarlo. Se habían asegurado de que el primero de los puentes estuviera en condiciones de paso, cortando la maroma del puente levadizo y descomponiendo la puerta de manera que su ejército pudiera entrar. Pero aún así el conde podía huir atravesando el puente para buscar refugio en el recinto superior. La tarea inmediata de William consistía en tratar de evitarlo levantando el puente levadizo de forma tal que el segundo puente quedara interceptado. El conde se encontraría aislado y resultaría vulnerable en el recinto inferior.
Llegaron a la segunda casa de guardia y un centinela salió de la garita.
—Llegáis temprano —dijo.
—Se nos ha convocado para ver al Conde —dijo William.
Se acercó al centinela pero el hombre retrocedió un paso. William no quería que se alejara demasiado, porque si salía de debajo del arco resultaría visible para los centinelas apostados en las almenas del círculo superior.
—El conde está en la capilla —dijo el centinela.
—Tendremos que esperar.
Tenía que matar a aquel guardia rápida y silenciosamente, pero William no sabía cómo acercarse más. Dirigió una mirada rápida a Walter en busca de orientación, pero éste se limitaba a esperar paciente, con aspecto imperturbable.
—Hay encendido un fuego en la torre del homenaje —dijo el centinela—. Id a calentaros. —William vaciló y el guardia empezó a mostrarse receloso.— ¿A qué esperáis? —preguntó con un tono algo molesto.
William trató desesperadamente de encontrar algo que decir.
—¿No podemos comer algo? —preguntó finalmente.
—Imposible hasta que termine la misa —dijo el centinela—. Entonces servirán el desayuno en la torre del homenaje.
En aquel momento, William vio que Walter había estado desplazándose de manera imperceptible hacia un lado. Sólo con que el centinela se moviera un poco, Walter podría colocarse detrás de él. William dio unos pasos despreocupados en dirección contraria, dejando atrás al centinela.
—Francamente no puedo decir que me satisfaga la hospitalidad de vuestro conde —dijo al mismo tiempo. El centinela inició un movimiento para volverse—. Hemos recorrido un largo camino...
Entonces Walter atacó.
Se colocó detrás del centinela rodeándole los hombros con los brazos. Con la mano izquierda echó hacia atrás la barbilla del centinela y con el cuchillo en la mano derecha le rebanó la garganta. William suspiró aliviado. Se había hecho en un instante.
Entre los dos, habían matado a tres hombres antes del desayuno. William tuvo una excitante sensación de poder.
Nadie se reirá de mí a partir de hoy
, se dijo.
Walter arrastró el cuerpo hasta la casa de guardia. Su disposición era la misma que la de la primera, con una escalera de caracol que conducía a la habitación desde donde se hacía subir el puente levadizo. William subió las escaleras seguido de Walter.
William no había hecho un reconocimiento de aquella habitación cuando estuvo el día anterior en el castillo. No se le había ocurrido, pero en cualquier caso hubiera sido difícil alegar un pretexto plausible. Había dado por supuesto que habría una rueda giratoria o al menos un cilindro con una manivela para levantar el puente levadizo. Pero en aquel momento comprobó que no había nada de eso, tan sólo una maroma y un cabestrante. La única manera de alzar el puente levadizo era enrollar la maroma. William y Walter la agarraron y tiraron a la vez, pero el puente ni siquiera emitió un ligero crujido. Era una tarea para diez hombres.
William quedó un momento desconcertado. El otro puente levadizo, el que conducía a la entrada del castillo, tenía una gran rueda. Él y Walter hubieran podido levantarlo. Luego se dio cuenta de que el puente levadizo exterior lo debían levantar cada noche en tanto que el que tenían entre manos, sólo se levantaba en caso de emergencia.
En cualquier caso, nada se ganaría lamentándose. La cuestión era qué hacer a continuación. Si no podía alzar el puente levadizo, al menos podía cerrar las puertas, lo que retrasaría al conde.
Bajó corriendo las escaleras con Walter a la zaga. Al llegar abajo sufrió un sobresalto. Al parecer no todo el mundo asistía a la misa. Vio a una mujer y a un niño salir de la casa de guardia. William se detuvo. Reconoció de inmediato a la mujer. Era la mujer del constructor, la misma que había intentado comprar el día anterior por una libra. Ella también le vio y sus penetrantes ojos color de miel se clavaron en él. William ni siquiera pensó en hacerse pasar por un visitante que estuviera esperando al conde. Sabía que no podía engañarla. Tenía que impedirle que diera la alarma y la mejor forma de lograrlo era matándola, rápida y silenciosamente, como había matado a los centinelas.
Los penetrantes ojos de Ellen leyeron las intenciones en su rostro, cogió a su hijo de la mano y dio media vuelta. William trató de agarrarla pero ella fue más rápida. Corrió hasta el recinto, dirigiéndose hacia la torre del homenaje; William y Walter corrieron tras ella.
Los pies de Ellen parecían alados y ellos vestían la cota de malla y llevaban armas pesadas. Ellen alcanzó las escaleras que conducían al gran salón. Gritaba mientras iba subiendo. William recorrió con la vista las murallas. Los gritos habían alertado al menos a dos de los centinelas. Todo había terminado. William dejó de correr y permaneció jadeante al pie de las escaleras. Walter le imitó. Dos centinelas, luego tres, y seguidamente cuatro bajaban corriendo de las murallas dirigiéndose al recinto. La mujer desapareció en el interior de la torre del homenaje sin soltar al muchacho. Ya no era importante. Una vez alertados los centinelas de nada serviría matarla.
William y Walter sacaron sus espadas y permanecieron en pie uno junto a otro dispuestos a vender caras sus vidas. El sacerdote estaba alzando la Hostia cuando Tom se dio cuenta de que a los caballos les pasaba algo; podía oír continuos relinchos y pateos, algo que se salía de lo normal. Un momento después alguien interrumpió la tranquila letanía en latín.
—¡Huelo a humo! —se oyó decir en voz alta.
También Tom y los demás pudieron olerlo. Tom era más alto que los otros y podía ver a través de las ventanas de la capilla si se ponía de puntillas. Se dirigió a un lado y miró a través de ellas. Las cuadras ardían por los cuatro costados.
—¡Fuego! —gritó y antes de que pudiera decir nada más su voz quedó ahogada por los gritos de los otros. Todos se precipitaron hacia la puerta y el servicio divino quedó olvidado. Tom hizo retroceder a Martha por miedo a que la multitud la aplastara y dijo a Alfred que se quedara con ellos. Se preguntaba dónde estaban Ellen y Jack. Un momento después no quedaba nadie en la capilla, salvo ellos tres y un sacerdote irritado.
Tom sacó a los niños fuera. Algunos estaban soltando a los caballos para que no murieran achicharrados mientras otros sacaban agua del pozo para sofocar las llamas. Tom no veía a Ellen por ninguna parte. Los caballos liberados corrían alrededor del recinto aterrados por el fuego y la gente que corría y gritaba. El estruendo de los cascos era tremendo. Tom escuchó atentamente durante un momento con el ceño fruncido. En realidad era tremendo. No parecían veinte, treinta sino un centenar. De repente le asaltó una terrible aprensión.
—Quédate aquí un momento, Martha —dijo—. Y tú, Alfred, cuida de ella.
Subió corriendo el terraplén hasta la parte superior de las murallas y el panorama le heló la sangre en las venas. Un ejército de unos ochenta a cien jinetes avanzaba a la carga por los campos pardos en dirección al castillo. Era un espectáculo aterrador. Tom podía ver el centelleo metálico de sus cotas de malla y las espadas desenvainadas. Los caballos corrían como rayos y una nube de aliento cálido salía de sus ollares. Los jinetes avanzaban encorvados sobre sus monturas con un propósito firme y espantoso. No había gritos ni chillidos, tan sólo el ensordecedor estruendo de centenares de cascos.