Al ir acercándose al castillo, evocó algunos buenos recuerdos para calmar los nervios. Allí vivió de niña con su padre y Richard. Tuvieron riquezas y seguridad. Había jugado con su hermano en las murallas del castillo, merodeando por las cocinas y rapiñando alguna que otra golosina. Se sentaba junto a su padre para cenar en el gran salón. No sabía que era feliz, se dijo. No tenía ni idea de lo afortunada que era al no temer nada.
Hoy comenzarán de nuevo aquellos buenos tiempos
, se dijo.
Si soy capaz de hacerlo bien.
Había afirmado confiada.
La condesa me debe un favor y odia a su marido.
Pero, mientras cabalgaban durante la noche, estuvo reflexionando acerca de todas las cosas que podían ir mal. En primer lugar, era posible que ni siquiera pudiera entrar en el castillo, podía haber ocurrido algo que pusiera en estado de alerta a la guarnición. Tal vez los guardias fueran suspicaces, o tener la desgracia de topar con un centinela que le obstruyera el paso. En segundo lugar, y una vez dentro, podía ser incapaz de persuadir a Elizabeth para que traicionara a su marido. Había pasado año y medio desde que se encontró con ella durante la tormenta. Con el tiempo, las mujeres llegan a acostumbrarse a los hombres más depravados, y cabía la posibilidad de que Elizabeth se hubiera reconciliado ya con su suerte. Y, en tercer y último lugar, incluso si Elizabeth se mostraba dispuesta, podía darse que no tuviera la autoridad o la energía para hacer lo que Aliena quería. La última vez que se vieron era una chiquilla asustada y era muy fácil que la guardia del castillo se negara a obedecer lo que les dijera.
Aliena se sintió extrañamente vigilante mientras atravesaba el puente levadizo. Podía verlo y oírlo todo con una claridad fuera de lo normal. La guarnición empezaba en aquellos momentos a despertarse. Unos cuantos guardias legañosos deambulaban por las murallas, bostezando y tosiendo; junto a la entrada, se encontraba tumbado un perro viejo rascándose las pulgas. Se echó hacia delante la capucha para ocultar más el rostro, por si alguien pudiese reconocerla, y pasó por debajo del arco.
En la garita, montaba la guardia un astroso centinela, sentado en un banco y comiendo un gran trozo de pan. Su indumentaria era desaliñada, y el cinto colgaba de un clavo al fondo de la caseta.
Aliena, con el corazón en la boca y una sonrisa que enmascaraba su miedo, le mostró el cesto de huevos. El hombre hizo un ademán impaciente con la mano. Había superado el primer obstáculo.
Prácticamente no existía disciplina. Era comprensible, se trataba en definitiva de fuerzas representativas que habían quedado allí mientras los mejores hombres iban a la guerra. La agitación se hallaba en otra parte.
Hasta ese instante.
Por el momento todo iba bien. Aliena atravesó el patio inferior con los nervios a flor de piel. Le resultaba muy raro ser una extraña caminando por un lugar que había sido su hogar, ser una infiltrada donde en tiempos tuvo derecho a ir por donde quisiera. Las edificaciones de madera eran distintas. Las cuadras eran más grandes, la cocina había sido trasladada y había una nueva armería construida en piedra. Todo parecía más sucio de lo que solía estar. Pero la capilla continuaba allí, la capilla donde ella y Richard permanecieron sentados durante aquella horrorosa tormenta, conmocionados y mudos, helados de frío. Un grupo de sirvientes del castillo comenzaba sus tareas matinales. Uno o dos hombres de armas circulaban por el complejo. Ofrecían un aspecto amenazador. Pero tal vez se debiese a que Aliena tenía conciencia de que hubieran podido matarla de haber sabido lo que iba a hacer.
Si su plan tenía éxito, esa noche sería de nuevo dueña del castillo. La idea era emocionante aunque irreal, como un sueño maravilloso e imposible.
Entró en la cocina. Un muchacho se encontraba alimentando el fuego y una jovencita cortaba zanahorias. Aliena les dirigió una alegre sonrisa.
—Veinticuatro huevos frescos —dijo al tiempo que ponía el cesto sobre la mesa.
—La cocinera aún no se ha levantado —dijo el chico—. Tendrás que esperar por tu dinero.
—¿Podría tomar un bocado de pan de desayuno?
—En el gran zaguán.
—Gracias.
Dejó el cesto y volvió a salir.
Atravesó el segundo puente levadizo en dirección al complejo superior. Sonrió al guarda apostado en la segunda entrada. Tenía el pelo revuelto y los ojos inyectados en sangre. La miró de arriba abajo
—¿Adónde vas? —le preguntó con tono inquieto y desafiante.
—A desayunar algo —repuso ella sin pararse.
La miró de reojo.
—Yo tengo algo para darte de comer —le gritó.
—Pero a lo mejor lo escupo —le contestó por encima del hombro.
Ni por un instante habían sospechado de ella. No creían que una mujer pudiera ser peligrosa. Eran realmente estúpidos. Las mujeres eran capaces de hacer casi todo lo que hacían los hombres. ¿Quiénes se hacían cargo de cuanto era necesario cuando los hombres se iban a luchar en las guerras o a las cruzadas? Había mujeres carpinteras, tintoreras, curtidoras, panaderas y cerveceras. La propia Aliena figuraba entre los comerciantes más importantes del Condado. Las obligaciones de una abadesa gobernando un convento eran exactamente las mismas que las de un abad. ¡Pero si precisamente había sido una mujer, la emperatriz Maud, la causante de la guerra civil que se había prolongado durante quince años! Sin embargo, esos zoquetes de hombres de armas no esperaban que una mujer fuera un agente enemigo, porque no era habitual.
Subió corriendo los escalones de la torre del homenaje y entró en el salón. No había mayordomo junto a la puerta. Seguramente porque el amo se hallaba fuera.
En el futuro me aseguraré de que siempre haya un mayordomo junto a la puerta
, se dijo Aliena,
esté o no el amo en casa.
Quince o veinte personas se encontraban desayunando alrededor de una mesa pequeña. Alguno le dirigió una rápida mirada pero nadie hizo caso de ella. Se fijó en que el salón estaba muy limpio y que mostraba uno o dos toques femeninos. Las paredes recién enjalbegadas y yerbas aromáticas mezcladas con los junquillos del suelo. Elizabeth había estampado en cierto modo su marca. Era una señal esperanzadora.
Sin hablar con la gente sentada en la mesa, Aliena atravesó el salón hasta las escaleras de la esquina, intentando dar la impresión de encontrarse allí de pleno derecho, pero temiendo que la detuvieran en cualquier momento. Llegó al pie de la escalera sin llamar la atención. Corrió hacia los apartamentos privados situados en el piso alto. Entonces, oyó a alguien decir:
¡Eh, tú! No puedes subir ahí.
Aliena hizo caso omiso. Sintió correr a alguien detrás de ella.
Llegó arriba jadeante. ¿Dormiría Elizabeth en la habitación principal, la que ocupaba el antiguo conde? ¿O tendría una cama propia en la alcoba que fue de Aliena? Vaciló un instante con el corazón casi saliéndosele del pecho. Supuso que para entonces William estaría aburrido de que Elizabeth durmiera con él todas las noches y era casi seguro que le hubiera permitido tener un dormitorio propio. Aliena tocó con los nudillos en la habitación más pequeña. La puerta se abrió.
Había acertado. Elizabeth se encontraba sentada junto al fuego, en camisón, cepillándose el pelo. Levantó la mirada, frunciendo el entrecejo, y luego reconoció a Aliena.
—¡Sois vos! —exclamó—. ¡Vaya sorpresa!
Parecía complacida.
Aliena escuchó unos pesados pasos detrás de ella.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
—¡Pues claro! Y sed bienvenida.
Aliena entró y cerró con la mayor rapidez que pudo. Se acercó a donde Elizabeth estaba sentada. Un hombre irrumpió en la habitación.
—¡Eh, tú! ¿Quién te crees que eres? —dijo yendo hacia Aliena en actitud de agarrarla.
—¡Quédate donde estás! —le gritó ella con su tono más autoritario.
El hombre vaciló. Aliena aprovechó aquel instante y dijo:
—Vengo a ver a la condesa con un mensaje del conde William. Te habrías enterado en su momento si hubieras estado montando guardia junto a la puerta en vez de estar embutiéndote con pan bazo.
El hombre adoptó una actitud culpable.
—Está bien, Edgar. Conozco a esta dama —le dijo Elizabeth.
—Entendido, condesa.
Y sin más, salió y cerró la puerta.
Lo he logrado,
se dijo Aliena.
He entrado.
Miró en derredor mientras se le calmaban los latidos del corazón. La habitación no parecía muy distinta a cuando era suya. Había pétalos secos en un cuenco, un bonito tapiz en la pared, algunos libros y un baúl para vestidos. La cama seguía en su sitio. Era la misma. Sobre la almohada, había una muñeca de trapo como la que Aliena había tenido. La hizo sentirse vieja.
—Ésta era mi habitación —dijo.
—Lo sé —repuso Elizabeth.
Aliena quedó sorprendida. No había hablado con Elizabeth de su pasado.
—Desde aquella terrible tormenta, lo averigüé todo sobre vos —le explicó Elizabeth y añadió a continuación—: ¡Os admiro tanto!
Sus ojos brillaban de adoración por lo heroico de su conducta.
Aquello era una buena señal.
—¿Y William? —preguntó Aliena—. ¿Sois feliz viviendo con él?
Elizabeth apartó los ojos.
—Bueno —dijo—. Ahora tengo mi propia habitación y pasa mucho tiempo fuera. En realidad todo va mejor.
Prorrumpió en amargo llanto.
Aliena se sentó en la cama y rodeó a la joven con los brazos. Elizabeth lloraba con sollozos profundos y desgarradores y las lágrimas le bañaban la cara.
—¡Le odio! ¡Quisiera morirme! —dijo con voz entrecortada por los sollozos.
Su angustia era tan desgarradora y ella tan joven, que Aliena sintió también deseos de llorar. Tenía la penosa certeza de que la suerte de Elizabeth pudo haber sido la suya. Le dio unas palmaditas cariñosas en la espalda como hubiera podido hacer con Sally.
Elizabeth fue calmándose poco a poco. Se limpió la cara con la manga del camisón.
—Tengo miedo de tener un bebé —dijo con tristeza—. Estoy aterrada, porque sé cómo maltrataría al niño.
—Lo comprendo —le contestó Aliena.
Hubo un tiempo que ella misma se sintió aterrorizada con la idea de haber quedado encinta con un hijo de William.
Elizabeth la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Es verdad lo que se dice que os hizo a vos?
—Sí, es verdad. Tenía vuestra edad cuando ocurrió.
Por un instante ambas se miraron fijamente, unidas por un odio común. De repente, Elizabeth pareció haber dejado de ser niña.
—Si queréis, podéis libraros de él. Hoy —sugirió Aliena.
Elizabeth se quedó mirándola.
—¿De verdad? —preguntó con lastimoso anhelo—. ¿De verdad?
Aliena hizo un ademán de asentimiento.
—Por eso estoy aquí.
—¿Podré irme a casa? —preguntó Elizabeth de nuevo con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Podré irme a Weymouth con mi madre? ¿Hoy?
—Sí. Pero habréis de ser valerosa.
—Haré cualquier cosa —manifestó la joven—. ¡Cualquier cosa! No tenéis más que decírmelo.
Aliena recordaba haberle explicado cómo hacerse respetar por los empleados de su marido y se preguntó si Elizabeth habría sido capaz de poner en práctica sus indicaciones.
—¿Continúan los sirvientes avasallándoos? —le preguntó con toda franqueza.
—Lo intentan.
—Pero vos no les dejaréis, imagino.
Elizabeth pareció algo incómoda.
—Bueno, a veces sí. Pero ahora ya tengo dieciséis años y he sido condesa casi durante dos años. Además, he tratado de seguir vuestro consejo y debo confesaros que ha dado resultado.
—Dejadme que os lo explique —empezó diciendo Aliena—. El rey Stephen ha firmado un pacto con el duque Henry. Todas las tierras han de ser devueltas a quienes las poseían en tiempos del viejo rey Henry, lo cual significa que mi hermano Richard se convertirá de nuevo en conde de Shiring algún día. Pero él lo quiere ahora.
Elizabeth la miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Va a luchar Richard contra William?
—Richard se encuentra ahora muy cerca de aquí con un pequeño destacamento de hombres. Si pudiera apoderarse hoy del castillo, sería reconocido como el legítimo conde y William estaría acabado.
—No puedo creerlo —exclamó Elizabeth—. Realmente no puedo creer que sea verdad.
Su repentino optimismo parecía más desgarrador incluso que su tremendo abatimiento.
—Todo cuanto habéis de hacer es dejar entrar a Richard pacíficamente —expuso Aliena—. Luego, cuando todo haya terminado, os llevaremos a vuestra casa.
Elizabeth pareció de nuevo temerosa.
—No estoy segura de que los hombres hagan lo que yo les diga.
Eso era precisamente lo que preocupaba a Aliena.
—¿Quién es el capitán de la guardia?
—Michael Armstrong. No me gusta.
—Haz que venga.
—Muy bien. —Elizabeth se sonó, se puso en pie y se acercó a la puerta—. ¡Madge! —llamó con voz aguda.
Aliena oyó contestar a bastante distancia.
—Ve a buscar a Michael —ordenó la joven condesa—. Dile que venga de inmediato. Necesito hablar con él con toda urgencia. Date prisa, por favor.
Volvió a entrar y se apresuró a vestirse, echándose una túnica sobre el camisón y atándose las botas. Aliena la instruyó a toda prisa.
—Decid a Michael que toque la campana grande para convocar a todo el mundo en el patio. Comunicadle que habéis recibido un mensaje del conde William y que queréis hablar a toda la guarnición, a los hombres de armas, a los sirvientes y a todo el mundo. Que queréis que tres o cuatro hombres monten guardia mientras todos están reunidos en el patio inferior. Decidle también que estáis esperando, de un momento a otro, la llegada de un grupo de diez o doce jinetes con un nuevo mensaje y que deben ser llevados ante vos tan pronto como se presenten.
—Espero acordarme de todo —dijo Elizabeth nerviosa.
—No os preocupéis. Si olvidáis algo, yo os lo apuntaré.
—Eso me tranquiliza.
—¿Cómo es Michael Armstrong?
—Maloliente y avinagrado. Con la constitución de un buey.
—¿Inteligente?
—No.
—Tanto mejor.
Al cabo de un momento llegó el hombre. Tenía cara de pocos amigos, el cuello corto y unos hombros macizos. Iba dejando una estela de olor a pocilga. Miró interrogante a Elizabeth, dando la impresión de que le había fastidiado que le molestaran.