—Esto es, padre —dijo en voz alta, sin que nadie la oyera, porque los vítores eran estentóreos—. Esto es lo que tú querías —dijo a su padre muerto con el corazón henchido de amargura y también de triunfo—. Te lo prometí y he mantenido mi promesa. Cuidé de Richard y él ha luchado durante todos estos años. Al fin estamos de nuevo en casa. Richard ya es conde. Ahora —levantó la voz hasta convertirla en un grito, pero todo el mundo gritaba y nadie se dio cuenta de que las lágrimas le corrían por las mejillas—, ahora, padre, ya he cumplido contigo. De manera que regresa a tu tumba y déjame vivir en paz.
Remigius se mostraba arrogante incluso en la penuria. Entró en la casa solariega de madera, en la aldea Hamleigh, levantando con desdén su larga nariz ante los inmensos soportes de tosca madera que sostenían el tejado, ante las paredes de zarzo encalado y la hoguera sin chimenea en el centro del suelo de tierra batida.
William lo observó al entrar.
Es posible que la suerte me haya dado la espalda; pero no he caído tan bajo como tú
, se dijo mirando las viejas sandalias tan reparadas, la desaseada sotana, el rostro sin afeitar y el pelo revuelto. Remigius nunca había sido gordo, pero ahora estaba más flaco que nunca. Su altiva expresión no lograba disimular las arrugas de agotamiento o sus amoratadas ojeras. Remigius aún no había sido doblegado pero sí llevaba recibidos muchos golpes.
—Que Dios te bendiga, hijo mío —dijo a William.
William no estaba dispuesto a soportar aquellas actitudes.
—¿Qué queréis, Remigius?
Insultaba deliberadamente al monje al no llamarle "padre" o "hermano".
Remigius se sobresaltó como si le hubieran golpeado. William supuso que habría recibido algunos desplantes de ese estilo desde que volvió al mundo.
—El conde Richard se ha apropiado de nuevo de las tierras que me diste como deán del capítulo de Shiring.
—No es sorprendente —replicó William—. Todo ha de ser devuelto a quienes lo poseían en tiempos del viejo rey Henry.
—Pero entonces me quedo sin medios de subsistencia.
—Vos y un montón de gente más —le contestó William con despreocupación—. Tendréis que volver a Kingsbridge.
Remigius palideció por la ira.
—No puedo hacer eso —protestó en voz baja.
—¿Y por qué no? —le replicó William, que disfrutaba atormentándole.
—Tú sabes bien por qué no.
—¿Os diría Philip que no debisteis haber sonsacado secretos a niñas pequeñas? ¿Acaso creéis que piensa que le habéis traicionado al decirme dónde se ocultaban los proscritos? ¿Estará furioso con vos por haberos convertido en el deán de una iglesia que había de ocupar el lugar de su propia catedral? Bien, entonces supongo que no podéis volver.
—Dame algo —le suplicó Remigius—. Una aldea, una granja. ¡Una iglesia pequeña!
—No hay recompensas por perder, monje —le dijo William con acritud; estaba disfrutando de veras con todo aquello—. En el mundo que hay fuera del monasterio, nadie se preocupa de ti. Los patos se tragan a los gusanos y los zorros matan a los patos. Luego, llega el hombre y dispara contra los zorros. El diablo caza al hombre.
La voz de Remigius era casi un susurro.
—¿Qué puedo hacer?
—Mendigad —le aconsejó William sonriendo.
Remigius dio media vuelta y salió de la casa.
Todavía orgulloso
, pensó William,
aunque no por mucho tiempo. Mendigarás.
Le complacía ver que la caída de otro había sido más dura que la suya. Jamás olvidaría el penoso suplicio de permanecer en pie delante de la puerta del que consideraba su propio castillo y ver que se le negaba la entrada. Ya había tenido sospechas al enterarse de que Richard había dejado Winchester con algunos de sus hombres. Luego, cuando se anunció el pacto de paz, la inquietud se convirtió en alarma y, junto con sus caballeros y hombres de armas, cabalgó sin descanso hasta Earlcastle. Había una reducida fuerza vigilando el castillo, por lo que imaginó que encontraría a Richard acampado en los alrededores montando el asedio. Al ver que todo parecía tranquilo se sintió aliviado y se burló de sí mismo por su excesivo temor ante la súbita desaparición de Richard.
Al acercarse más, vio que el puente levadizo estaba levantado.
—¡Abrid al conde! —gritó deteniéndose al borde del foso.
Fue entonces cuando Richard apareció en las murallas.
—El conde está dentro.
Fue como si la tierra se hubiera abierto a sus pies. Siempre había tenido miedo de Richard, siempre lo había considerado un rival peligroso. Sin embargo, en aquellos momentos, no se había sentido en exceso vulnerable. Imaginó que el peligro real se presentaría a la muerte de Stephen, cuando Henry ascendiera al trono, pero que acaso aquello ocurriera dentro de unos diez años. En esos momentos, mientras se encontraba sentado en una miserable casa solariega, rumiando sus errores, comprendió con amargura que, en realidad, Richard había sido más listo que él. Se había deslizado a través de una angosta brecha. No podían acusarle de quebrantar la paz del rey, ya que todavía proseguía la guerra. Su reclamación del condado estaba legitimada por los términos del tratado de paz. Y Stephen, envejecido, cansado y derrotado carecía de energías para nuevas batallas. Richard, magnánimo, había liberado a aquellos hombres de armas que quisieran continuar al servicio de William. Waldo One-eye
[9]
contó a William cómo habían tomado el castillo. Le exasperó la traición de Elizabeth, pero lo que para él resultaba más humillante era el papel desempeñado por Aliena. La chiquilla indefensa a la que él violó, atormentó y arrojó de su casa hacía tantos años, había vuelto para tomar venganza. Cada vez que pensaba en ello le subían del estómago bocanadas amargas, como si hubiera bebido vinagre.
Su primera intención había sido luchar contra Richard. William podía haber conservado su ejército, vivir en los campos y extorsionar impuestos y suministros a los campesinos, manteniendo una batalla continua con su rival. Pero Richard poseía el castillo y tenía el tiempo de su parte, ya que Stephen, que apoyaba a William, estaba viejo y derrotado, mientras que el joven duque Henry, que respaldaba a Richard, acabaría convirtiéndose en el segundo rey Henry.
Así que William decidió cortar por lo sano. Se retiró a la aldea de Hamleigh, y se instaló de nuevo en la casa solariega en la que creció.
Hamleigh y las aldeas de alrededor le habían sido concedidas a su padre hacía treinta años. Era una propiedad que nunca formó parte del Condado, de manera que Richard no tenía derecho alguno sobre ella.
William esperaba que, si se mantenía apartado, Richard se diera por satisfecho con la venganza lograda y le dejara en paz. Hasta entonces había dado resultado. Sin embargo, William aborrecía la aldea de Hamleigh. Aborrecía las casas pequeñas y aseadas, los excitables patos en la alberca, la iglesia en piedra de un gris claro, los chiquillos con mofletes como manzanas, las mujeres de anchas caderas y los hombres fuertes y resentidos. La aborrecía por ser humilde, sencilla y pobre, y también porque simbolizaba la caída del poder de su familia. Observaba a los afanosos campesinos empezar la siembra de primavera, calculando su parte de aquella cosecha en verano. Y la encontraba escasa. Fue a cazar a su pequeña extensión de bosque sin lograr encontrar ni un venado.
—Ahora sólo podréis cazar jabalís, señor. Los proscritos acabaron con los venados durante la época del hambre —le había dicho el guardabosque.
Celebraba juicios en el gran salón de la casa solariega, con el viento soplando a través de los agujeros en los muros de zarzo enjalbegado. Dictaba duras sentencias e imponía fuertes multas. Gobernaba, en fin, de acuerdo con sus caprichos. Pero ello le proporcionaba escasa satisfacción.
Como era lógico, había abandonado la construcción de la majestuosa iglesia nueva de Shiring. No se podía permitir construirse una casa de piedra; cuanto menos una iglesia. Los constructores habían dejado de trabajar al suspender él el pago de los salarios. Ignoraba lo que había sido de ellos. Tal vez hubieran regresado a Kingsbridge para trabajar con el prior Philip.
Sufría pesadillas.
Siempre era la misma. Veía a su madre en el lugar de los muertos. Sangraba por los oídos y los ojos y, cuando abría la boca para hablar, le salía más sangre. Aquella imagen despertaba en él un terror mortal.
A plena luz del día no sabría decir cuál era el fin del sueño que tanto temía, ya que su madre no le amenazaba de manera alguna. Pero, por la noche, cuando su madre se le acercaba, el pavor se apoderaba por completo de él. Era un pánico irracional, histérico, ciego. En cierta ocasión, siendo muchacho, había vadeado un remanso que, de repente, se hizo profundo y se encontró sumergido bajo la superficie y sin poder respirar. La angustiosa necesidad de aire era uno de los recuerdos indelebles de su infancia. Pero esto era diez veces peor. Intentar huir del rostro ensangrentado de su madre era como intentar correr veloz por la arena. Solía despertarse con un violento sobresalto, como si le hubieran lanzado a través de la habitación, sudando y quejándose, el cuerpo dolorido por la espantosa tensión. Walter solía acudir junto a su lecho con una vela, ya que dormía en el salón, separado por una mampara, de los hombres, pues allí no había dormitorio.
—Has gritado, señor —murmuraba Walter.
William aspiraba con fuerza, contemplando la cama auténtica, la pared auténtica y al verdadero Walter, mientras la fuerza de la pesadilla se iba desvaneciendo hasta llegar un momento en que ya no sentía miedo alguno.
—No es nada. Sólo un sueño. Vete —solía decirle.
Pero le asustaba volver a dormirse. Y al día siguiente los hombres lo miraban como si estuviera embrujado.
Unos días después de su conversación con Remigius, se encontraba sentado en el mismo asiento duro, junto al mismo fuego humeante, cuando entró el obispo Waleran.
William se sobresaltó. Había oído caballos pero supuso que era Walter que volvía del molino. No supo qué hacer al ver al obispo.
Waleran siempre se había mostrado arrogante y con aires de superioridad y, de vez en cuando, lograba que William se sintiera estúpido, desmañado y vulgar. Era humillante que Waleran pudiera ver el ambiente humilde en que vivía.
William no se levantó para saludar a su visitante.
—¿Qué queréis? —preguntó con tono cortante.
No tenía motivo para mostrarse cortés. Lo único que deseaba era que Waleran se largara lo antes posible.
El obispo hizo caso omiso de su descortesía.
—El sheriff ha muerto —dijo.
En un principio William no supo adónde quería llegar.
—¿Y a mí qué me importa?
—Habrá un nuevo sheriff.
William estaba a punto de decir: ¿Y qué? Pero se contuvo.
A Waleran le preocupaba quién sería el nuevo sheriff. Y había acudido a hablar de ello con William. Eso sólo podía significar una cosa. Volvió a alentar esperanzas, mas se refrenó. En todo cuanto concernía a Waleran, las grandes esperanzas acababan en frustración y desesperación.
—¿En quién habéis pensado? —le preguntó.
—En ti.
Era la respuesta que William no se había atrevido a esperar. Un sheriff listo y despiadado podía ser casi tan importante como un conde o un obispo. Ése podía ser su camino de vuelta a las riquezas y al poder. Se detuvo a considerar los obstáculos.
—¿Y por qué el rey Stephen habría de nombrarme?
—Le apoyasteis contra el duque Henry con el resultado de que perdisteis vuestro Condado. Imagino que le gustaría recompensarte.
—Nadie hace jamás nada por gratitud —contestó William repitiendo una muletilla de su madre.
—Stephen no estará contento de que el conde de Shiring sea un hombre que luchó contra él. Es posible que quiera que su sheriff sea una fuerza compensadora frente a Richard.
Aquello parecía tener más lógica. William empezó a sentirse excitado contra su voluntad. Comenzó a creer que, en realidad, podría llegar a salir de aquel agujero llamado aldea Hamleigh. Tendría de nuevo una fuerza respetable de caballeros y hombres de armas, en lugar del lamentable puñado de guardianes de que disponía por el momento. Presidiría el tribunal del Condado de Shiring y quebrantaría la voluntad de Richard.
—El sheriff vive en el castillo de Shiring —dijo anhelante.
—Y serías de nuevo rico —añadió Waleran.
—Sí.
Si se sabía explotar bien, el cargo de sheriff podría resultar muy beneficioso. William haría casi tanto dinero como cuando era conde.
Pero se preguntaba por qué Waleran habría mencionado esa cuestión.
Un instante después, el propio Waleran le daba la respuesta.
—Al fin y al cabo, estarías de nuevo en condiciones de financiar la nueva iglesia.
De manera que era eso. Waleran jamás hacía nada sin un motivo ulterior. Quería que William fuera sheriff para que pudiera construirle una iglesia. William estaba más que dispuesto a colaborar con el plan. Si pudiera terminar la iglesia en memoria de su madre, tal vez se acabaran las pesadillas.
—¿Creéis de verdad que puede lograrse? —preguntó ansioso.
Waleran asintió.
—Naturalmente costará dinero, pero creo que puede hacerse.
—¿Dinero? —inquirió William inquieto de repente—. ¿Cuánto?
—Resulta difícil de decir. En algunos lugares como Lincoln o Bristol el cargo de sheriff te costaría de quinientas a seiscientas libras; pero allí son más ricos que los cardenales. En un lugar pequeño como Shiring, si eres el candidato que quiere el rey, y de eso yo puedo ocuparme, es posible que pudieras obtenerlo por cien libras.
—¡Cien libras!
Se derrumbaron las esperanzas de William. Desde el principio, había temido una decepción.
—¿Creéis que si tuviera cien libras estaría viviendo así?
—Puedes obtenerlas —dijo Waleran con tono ligero.
—¿De quién? —William tuvo una idea—. ¿Me las daréis vos?
—No seas estúpido —dijo Waleran con irritante condescendencia—. Para eso están los judíos.
William comprendió, con esa mezcla de esperanza y resentimiento que ya le era familiar, que una vez más el obispo tenía razón.
Habían pasado dos años desde que aparecieron las primeras grietas, y Jack todavía no había encontrado solución al problema. Y lo peor era que habían aparecido otras idénticas en el primer intercolumnio de la nave. En su boceto había algo básico que estaba equivocado. La estructura era lo bastante fuerte para soportar el peso de la bóveda, aunque no para ofrecer resistencia a los vientos que soplaban con tal fuerza contra los muros altos.