Después de cenar, Philip se sumió en un sueño inquieto y turbulento. Se levantó a medianoche para maitines y luego permaneció despierto en su colchón de paja preguntándose qué pasaría al día siguiente.
A su juicio el rey Stephen debería sancionar la propuesta ya que resolvía su problema. Le proporcionaba un conde y una catedral. De lo que no estaba tan seguro era de que Waleran aceptara su derrota, pese a lo que él había asegurado a lady Regan. Era posible que encontrara una excusa para oponerse. Si su línea de pensamiento fuera lo bastante rápida, podía protestar de que semejante trato no aportaría el dinero necesario para la impresionante catedral que él quería, prestigiosa y ricamente decorada. Podrían persuadir al rey para que reflexionara de nuevo.
Poco antes del amanecer, a Philip se le ocurrió un nuevo peligro: la posibilidad de que Regan le traicionara. Podía hacer un trato con Waleran. ¿Y si hubiera ofrecido al obispo el mismo trato? Waleran podría disponer de la piedra y de la madera que necesitaba para su castillo. Tal posibilidad le mantuvo inquieto en el lecho. Deseaba haber podido ir en persona a ver al rey, pero éste probablemente no le hubiera recibido y además Waleran hubiera podido enterarse y mostrarse suspicaz. No, no le era posible tomar ninguna precaución para protegerse contra el riesgo de la traición. Ahora lo único que le cabía hacer era rezar.
Y así lo hizo hasta apuntar el día.
Desayunó con los monjes. Descubrió que el pan blanco no llenaba el estómago como el pan bazo, pero de todas maneras aquella mañana no le era posible comer mucho. Fue temprano al castillo aún sabiendo que el rey no recibía gente a aquella hora. Entró en el salón vestíbulo y se sentó a esperar en uno de los bancos tallados en la piedra.
El salón iba llenándose lentamente de solicitantes y cortesanos. Algunos de ellos iban lujosamente vestidos con túnicas amarillas, azules y rosas, y lujosas orlas de piel en sus capas. Philip recordó que el famoso Libro Domesday se guardaba en alguna parte del castillo. Probablemente se encontraría en el salón de arriba donde el rey había recibido a Philip y a los dos obispos. Philip no lo había visto, pero estaba demasiado nervioso para darse cuenta de nada. El tesoro real también estaba allí, pero era de suponer que se encontraría en el piso más alto, en una bóveda, en el dormitorio del rey. Una vez más Philip se sintió en cierto modo deslumbrado por cuanto le rodeaba, pero decidió que no le intimidaría por más tiempo. Toda aquella gente con sus hermosos atavíos, caballeros y lores, mercaderes y obispos, no eran más que hombres. La mayoría de ellos apenas sabían escribir sus nombres. Además se encontraban allí para obtener algo para sí mientras que él, Philip, estaba allí en nombre de Dios. Su misión y su descolorido hábito marrón le situaban por encima de todos aquellos solicitantes, no por debajo de ellos.
Aquel pensamiento le dio valor.
Cuando apareció un sacerdote en lo alto de la escalera que conducía al piso superior, le produjo una cierta tensión. Todo el mundo esperaba que aquello significase que el rey iba a recibir. El sacerdote intercambió algunas palabras en voz baja con uno de los guardias armados. Luego subió de nuevo las escaleras. El guardia seleccionó a un caballero entre toda aquella multitud. Éste dejó su espada a los guardias y subió las escaleras.
Philip pensó en la vida tan extraña que debían llevar los clérigos del rey. Claro que el rey había de tener clérigos junto a él, no sólo para decir misa sino también para llevar a cabo toda la lectura y escritura requeridos por el gobierno del reino. No había nadie que pudiera hacerlo salvo los clérigos. Aquellos pocos legos que habían aprendido a leer y a escribir no podían hacerlo con la rapidez suficiente. Pero no había demasiada santidad en la vida de los clérigos del rey. El propio hermano de Philip, Francis, había elegido esa vida y trabajaba para Robert de Gloucester.
Si es que vuelvo a verle alguna vez,
se dijo Philip,
tengo que preguntarle cómo es su vida.
Poco después de que el primer solicitante subiera las escaleras aparecieron los Hamleigh.
Philip resistió el impulso de acercarse a ellos de inmediato. No quería que la gente supiera que estaban en connivencia. Todavía no. Los miró con atención, estudiando sus expresiones e intentando leer sus pensamientos. Llegó a la conclusión de que William parecía esperanzado, Percy ansioso y Regan tensa como la cuerda de un arco. Al cabo de unos momentos, Philip se puso en pie y atravesó el salón con el aire más indiferente que le fue posible adoptar. Les saludó con cortesía.
—¿Le has visto? —preguntó a Percy.
—Sí.
—¿Y qué?
—Dijo que lo pensaría durante la noche.
—Pero ¿por qué? —inquirió Philip. Estaba decepcionado y contrariado—. ¿Qué hay que pensar?
—Preguntádselo a él —dijo Percy encogiéndose de hombros.
Philip estaba exasperado.
—Bueno, ¿qué actitud tenía? ¿Parecía complacido o qué?
—Me parece que le ha gustado la idea de verse liberado de su dilema, pero que se siente suspicaz por el hecho de que todo parezca demasiado fácil.
Era una suposición sensata, pero aún así Philip estaba fastidiado de que el rey Stephen no hubiera cogido al vuelo esa oportunidad.
—Será mejor que no sigamos hablando —dijo al cabo de un momento. —No nos interesa que los obispos piensen que estamos conspirando contra ellos, al menos hasta que el rey anuncie su decisión.
Saludó cortésmente con una inclinación de cabeza y se alejó.
Volvió a su asiento de piedra. Intentó pasar el tiempo pensando en lo que haría si su plan daba resultado. ¿Podría empezar pronto la nueva catedral? Dependería sobre todo de lo deprisa que pudiera sacar algún dinero de sus nuevas propiedades. Debía de haber un buen número de ovejas; tendría vellón para vender en verano. Podían alquilarse algunas de las granjas de la colina y la mayoría de los alquileres se pagaban inmediatamente después de la cosecha. Para otoño tal vez hubiera dinero suficiente para contratar a un leñador y a un maestro cantero para empezar a almacenar madera y piedra. Al mismo tiempo, los trabajadores podrían empezar a excavar para los cimientos bajo la vigilancia de Tom Builder. Podrían estar preparados para empezar a trabajar con la piedra en algún momento del año siguiente.
Era un hermoso sueño.
Los cortesanos subían y bajaban las escaleras con alarmante rapidez. Aquel día el rey Stephen despachaba deprisa. Philip empezó a preocuparse de que el rey pudiera terminar su trabajo del día e irse de caza antes de que llegaran los obispos.
Al fin llegaron. Philip se puso en pie lentamente mientras ellos entraban. Waleran parecía tenso, pero Henry tan sólo aburrido. Para éste era una cuestión de poca importancia. Debía prestar su apoyo a un colega obispo, aún cuando el resultado no le afectara lo más mínimo. En cambio para Waleran ese resultado era crucial para su plan de construir un castillo, y ese castillo era tan sólo un peldaño en el progresivo ascenso de Waleran por la escala del poder.
Philip no estaba seguro de cómo tratarlos. Habían intentado ponerle una trampa y le hubiera gustado reprochárselo amargamente, decirles que había descubierto su traición. Pero con ello sólo lograría ponerles en guardia de que algo se tramaba, y Philip quería que no recelaran nada para que el compromiso recibiera la aprobación del rey antes de que pudieran reponerse de la sorpresa. De manera que ocultó sus sentimientos y saludó con cortesía. No hubiera debido preocuparse, ya que los obispos le ignoraron totalmente.
No pasó mucho tiempo antes de que los guardias les convocaran. Henry y Waleran subieron las escaleras abriendo la marcha seguidos por Philip. Los Hamleigh la cerraban. Philip tenía el corazón encogido.
El rey Stephen se encontraba de pie frente al fuego que ardía en la chimenea. En esa ocasión tenía un aire más enérgico y serio. Era un buen presagio, ya que se mostraría impaciente con cualquier objeción de circunstancias por parte de los obispos. El obispo Henry se acercó a su hermano y se quedó de pie junto a él, mientras los demás permanecían en fila en el centro de la habitación. Philip sintió dolor en las manos y entonces se dio cuenta de que tenía clavadas las uñas en las palmas. Aflojó los dedos.
El rey habló al obispo Henry en voz baja, de modo que nadie pudiera oírle. Henry frunció el ceño y dijo algo igualmente inaudible. Hablaron durante unos momentos y luego Stephen alzó una mano haciendo callar a su hermano. Miró a Philip.
Philip recordó que el rey le había hablado con amabilidad la última vez que estuvo allí, bromeando con su nerviosismo y diciendo que le gustaba que un monje vistiera como tal.
Sin embargo en esa ocasión no hubo conversación intrascendente. El rey tosió y empezó a hablar.
—A partir de hoy, mi leal súbdito Percy Hamleigh ostentará el título de Conde de Shiring.
Philip vio de soslayo que Waleran daba un paso hacia delante como dispuesto a protestar. Pero el obispo Henry le detuvo con un ademán rápido y severo.
El rey prosiguió.
—De las posesiones del antiguo conde, Percy recibirá el castillo, toda la tierra arrendada a los caballeros, además de todas las otras tierras de cultivo y todos los pastos de hierba.
Philip apenas podía contener su excitación. Parecía que el rey hubiera aceptado el trato. Echó otra mirada furtiva a Waleran, cuyo rostro era la viva imagen de la frustración.
Percy se arrodilló delante del rey y alargó las manos juntas en actitud de oración. El rey puso sus manos sobre las de Percy.
—Te hago a ti, Percy, Conde de Shiring, para que poseas y disfrutes las tierras y rentas antes señaladas.
—Juro por cuánto hay de sagrado ser vuestro vasallo leal y luchar por vos contra cualquier otro.
Stephen soltó las manos de Percy y éste se puso en pie.
Stephen se volvió hacia los demás.
—El resto de las tierras cultivables pertenecientes al anterior conde, se las entrego —hizo una pausa mirando alternativamente a Philip y a Waleran—, se las entregó al priorato de Kingsbridge para la construcción de la nueva catedral.
Philip contuvo un grito de alegría... ¡había ganado! Pero no pudo evitar sonreír gozoso al rey. Miró a Waleran. Éste se mostraba conmocionado hasta el tuétano. No pretendía en modo alguno mostrarse ecuánime. Tenía la boca abierta, los ojos desorbitados y miraba al rey con franca incredulidad. Luego volvió la mirada a Philip. Waleran sabía fuera como fuese que había fracasado y que Philip era el beneficiario de su fracaso. Pero lo que no podía imaginar era cómo había sucedido.
—El priorato de Kingsbridge disfrutará también del derecho a sacar piedra de la cantera del conde y madera de su bosque, sin limitación alguna, para la construcción de la nueva catedral —dijo el rey.
A Philip se le quedó seca la garganta. ¡Ése no era el trato! Se había acordado que tanto la cantera como el bosque pertenecerían al priorato y que Percy sólo tendría derecho a cazar. En definitiva, Regan había alterado las condiciones del trato. Según las nuevas estipulaciones, Percy tendría la propiedad, y el priorato tan sólo el derecho a sacar la piedra y la madera. Philip disponía tan sólo de unos segundos para decidir si debía rechazar todo el trato.
—En caso de desacuerdo entre ambas partes —siguió diciendo el rey— el sheriff de Shiring decidirá, pero las partes tienen el derecho de apelar a mí en última instancia. —Philip reflexionaba.
Regan se ha comportado de forma deleznable, pero ¿qué diferencia hay? El trato sigue proporcionándome casi todo cuanto quería.
Y entonces el rey añadió—: Creo que este acuerdo ha sido ya aprobado por las dos partes aquí presentes.
Ya no quedaba tiempo.
Waleran abrió la boca para negar que hubiera aprobado el compromiso, pero Philip se le adelantó.
—Sí, mi señor —dijo Percy.
El obispo Henry y el obispo Waleran volvieron al unísono la cabeza en dirección a Philip y se le quedaron mirando. Sus expresiones revelaban el más absoluto asombro al comprender que Philip, el joven prior que ni siquiera estaba al tanto para acudir con un hábito limpio a la corte del rey, había negociado un trato con él a sus espaldas. Al cabo de un momento la expresión de Henry se distendió divertida, como alguien que hubiere sucumbido en el tablero ante un niño de mente ágil. Pero la mirada de Waleran se tornó malévola. Philip podía leer en la mente de Waleran. Se estaba dando cuenta de que había cometido un error garrafal al subestimar a su oponente y se sentía humillado. En cuanto a Philip, aquel momento le compensaba por todo. La traición, la humillación, los desaires. Levantó la mandíbula, arriesgándose a cometer pecado de orgullo, y dirigió a Waleran una mirada con la que le decía:
Habrás de poner más ahínco cuando trates de engañar a Philip de Gwynedd.
—Informaremos de mi decisión al anterior conde, Bartholomew —dijo el rey.
Philip supuso que Bartholomew se encontraría en una mazmorra, en alguna parte dentro del recinto de ese castillo. Recordó a aquellos niños viviendo con su servidor en el castillo en ruinas y se sintió en cierto modo culpable mientras se preguntaba qué sería ahora de ellos.
El rey dio permiso a todos para que se retiraran, salvo al obispo Henry. Philip atravesó la habitación como flotando en el aire. Llegó junto a la escalera al mismo tiempo que Waleran y se detuvo para que éste pasara primero. Waleran le dirigió una furiosa mirada. Cuando habló su voz era como bilis y, pese al júbilo que sentía Philip, las palabras de Waleran le dejaron helado hasta el tuétano. Aquella máscara de odio abrió la boca y Waleran dijo entre dientes:
—Juro por todo cuanto hay de sagrado que jamás construirás tu iglesia.
Luego se echó al hombro las vestiduras negras y bajó las escaleras.
Philip comprendió que se había hecho un enemigo de por vida.
William Hamleigh apenas podía contener su excitación al aparecer Earlcastle ante sus ojos.
Era la tarde del día siguiente al que el rey había tomado su decisión. William y Walter habían cabalgado durante la mayor parte de dos días, pero William no estaba cansado. Se sentía con el corazón henchido y un nudo en la garganta. Estaba a punto de volver a ver a Aliena.
En una ocasión pensó casarse con ella porque era la hija de un conde, pero Aliena le había rechazado por tres veces. Se estremeció al recordar su desdén. Le había hecho sentirse como un don nadie, como un labriego. Se había comportado como si los Hamleigh no fueran dignos de consideración. Pero las cosas habían cambiado. Ahora era la familia de ella la que no era digna de consideración. Él era hijo de un conde y ella no era nada. No tenía título, ni posición, ni tierras, ni riquezas. Él, William, iba a tomar posesión del castillo y la iba a arrojar de él, y entonces tampoco tendría hogar. Casi parecía demasiado hermoso para ser verdad.