Philip pareció pensativo.
—A Abraham se le pidió que sacrificara a su único hijo. Dios ya no pide sacrificios de sangre, pues ha sido hecho el sacrificio supremo. Pero la lección que se desprende de la historia de Abraham es que Dios nos pide lo mejor que tenemos que ofrecer, aquello que es más valioso para nosotros. ¿Es ese dibujo lo mejor que puedes ofrecer a Dios?
—Salvo por mis hijos, así es.
—Entonces puedes quedar tranquilo, Tom Builder. Dios lo aceptará.
Philip no tenía idea de por qué Waleran Bigod quería que se reuniese con él en las ruinas del castillo del conde Bartholomew.
Se había visto obligado a viajar hasta el pueblo de Shiring y, después de pasar la noche en él, ponerse en marcha esa mañana en dirección a Earlcastle. En aquellos momentos, mientras su caballo marchaba a trote corto hacia el castillo que surgía ante él de la niebla matinal, llegó a la conclusión de que posiblemente se trataba de una cuestión de comodidad. Waleran iba de camino de un lugar a otro, siendo aquel lugar lo más cerca que pasaba de Kingsbridge, y el castillo era un punto de encuentro fácil.
Philip hubiera deseado saber más cosas sobre lo que Waleran estaba planeando. No había visto al obispo electo desde el día en que inspeccionó las ruinas de la catedral. Waleran no sabía cuánto dinero necesitaba Philip para construir la iglesia, y éste a su vez no sabía lo que Waleran planeaba pedir al rey. A Waleran le gustaba mantener en secreto sus planes. Y ello ponía a Philip en extremo nervioso.
Estaba contento de que Tom Builder le hubiera dicho con toda exactitud lo que costaría construir la nueva catedral, aunque la información hubiera resultado deprimente. Una vez más se sentía satisfecho de tener cerca a Tom. Era un hombre de cualidades sorprendentes; apenas sabía leer ni escribir pero era capaz de diseñar una catedral, dibujar planos, y calcular el número de hombres, el tiempo que se necesitaría para construir la catedral y cuánto costaría. Era un hombre tranquilo, pero de una presencia formidable: muy alto, con un rostro curtido y una frondosa barba, ojos de mirada penetrante y frente despejada. En ocasiones, Philip se sentía ligeramente intimidado por él e intentaba disimularlo adoptando una actitud cordial. Pero Tom era muy serio y no tenía la menor idea de que Philip lo encontrara amedrentador. La conversación sobre su mujer le había parecido conmovedora y había revelado una devoción que hasta entonces no había manifestado. Tom era de esas personas que conservaba su religiosidad en el fondo del corazón. En ocasiones, eran los mejores.
A medida que Philip se acercaba a Earlcastle iba sintiéndose más incómodo. Aquél había sido un castillo floreciente que defendía a toda la región a su alrededor, empleando y alimentando a un elevado número de personas. Ahora se encontraba en ruinas, y las cabañas que se apiñaban extramuros estaban desiertas, como nidos vacíos en las ramas desnudas de un árbol en invierno. Y Philip era responsable de todo ello. Reveló que la conspiración se había fraguado allí y había descargado la ira de Dios sobre el conde, el castillo y sus habitantes.
Observó que ni los muros ni el puesto de guardia habían sufrido grandes daños durante la lucha. Ello significaba que los atacantes probablemente habían entrado antes de que pudieran cerrar las puertas. Condujo a su caballo a través del puente de madera y entró en el primero de los dos recintos. Allí se hacía más patente la batalla. Aparte de la capilla de piedra, todo cuanto quedaba de los edificios del castillo era unos cuantos tocones abrasados emergiendo del suelo y un pequeño remolino de cenizas, impulsadas a lo largo de la base del muro del castillo.
No había el menor rastro del obispo. Philip cabalgó alrededor del recinto, cruzó el puente hasta el otro lado y entró en el nivel superior. En él había una sólida torre del homenaje en piedra, con una escalera de madera de aspecto poco seguro que conducía a la entrada del segundo piso. Philip se quedó mirando aquella amenazadora obra de piedra con sus angostas y largas ventanas. Pese a su aspecto poderoso, no logró proteger al conde Bartholomew.
Desde esas ventanas podría echar un vistazo a los muros del castillo para ver la llegada del obispo. Ató su caballo a la barandilla de la escalera y subió.
La puerta se abrió nada más tocarla. Entró. El gran salón estaba oscuro y polvoriento y los juncos del suelo más secos que huecos. Había una chimenea apagada y una escalera de caracol que conducía arriba. No pudo ver mucho a través de la ventana, y decidió subir al otro piso.
Al final de la escalera de caracol se encontró ante dos puertas. Supuso que la más pequeña conduciría a la letrina y la grande al dormitorio del conde. Se decidió por la mayor.
La habitación no estaba vacía.
Philip se detuvo bruscamente, paralizado por el sobresalto. En el centro de la habitación, frente a él, había una joven de extraordinaria belleza. Por un instante pensó que estaba viendo una visión y el corazón le latió con fuerza. Una masa de bucles oscuros le enmarcaban un rostro encantador. Le devolvió la mirada con unos grandes ojos oscuros y Philip se dio cuenta de que estaba tan sobresaltada como él. Se tranquilizó; estaba a punto de avanzar otro paso en la habitación cuando le agarraron por detrás y sintió en la garganta la hoja fría de un largo cuchillo.
—¿Quién diablos eres tú? —preguntó una voz masculina.
La joven se dirigió hacia él.
—Decid vuestro nombre o Matthew os matará —dijo con actitud regia.
Sus modales revelaban que era de noble cuna, pero ni siquiera a los nobles les estaba permitido amenazar a los monjes.
—Dile a Matthew que aparte las manos del prior de Kingsbridge o será él quien saldrá perdiendo.
Le soltó. Al mirar hacia atrás por encima del hombro vio a un hombre delgado más o menos de su edad. Era de suponer que ese Matthew había salido de la letrina.
Philip se volvió de nuevo hacia la joven. Parecía tener unos diecisiete años. Pese a sus modales altivos iba pobremente vestida. Mientras la observaba se abrió un arcón que había detrás de ella, adosado a la pared, y de él salió un adolescente con aspecto vergonzoso. En la mano tenía una espada. Debía de estar esperando al acecho o bien ocultándose. Philip no podría decir cuál de las dos cosas.
—¿Y quién eres tú? —preguntó Philip.
—Soy la hija del conde de Shiring y me llamo Aliena.
¡La hija!
, se dijo Philip. No sabía que todavía estuviese viviendo allí. Miró al muchacho. Tendría unos quince años y se parecía a la joven, salvo por la nariz chata y el pelo corto. Philip le miró enarcando las cejas.
—Soy Richard, el heredero del condado —dijo el muchacho, con la voz quebrada de los adolescentes.
—Y yo soy Matthew, el mayordomo del castillo —dijo el hombre que se encontraba detrás de Philip.
Philip comprendió que los tres habían estado ocultos allí desde la captura del conde Bartholomew. El mayordomo cuidaba de los hijos. Debía de tener cantidades de comida o dinero ocultos.
—Sé dónde está tu padre pero, ¿qué me dices de tu madre? —dijo Philip dirigiéndose a la joven.
—Murió hace muchos años.
Philip sintió una punzada de arrepentimiento. Aquellos niños eran virtualmente huérfanos y en parte era obra suya.
—¿No tenéis parientes que cuiden de vosotros?
—Cuido del castillo hasta el retorno de mi padre —dijo ella.
Philip se dio cuenta de que estaba viviendo en un mundo de ilusión. La joven intentaba vivir como si siguiera perteneciendo a una familia acaudalada y poderosa. Con su padre prisionero y caído en desgracia era una joven como otra cualquiera. El muchacho no era heredero de nada. El conde Bartholomew jamás volvería a ese castillo, a menos que el rey decidiera ahorcarle en él. Sintió lastima de la joven pero en cierto modo admiraba su fuerza de voluntad, que mantenía la fantasía y hacía que otras dos personas la compartieran. Podría haber sido reina, se dijo.
De fuera llegó la trápala de cascos sobre madera. Varios caballos estaban atravesando el puente.
—¿Por qué habéis venido aquí? —preguntó Aliena a Philip.
—Es sólo una cita —repuso Philip.
Dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Matthew le cerraba el paso. Por un instante permanecieron inmóviles, mirándose cara a cara. Parecía un cuadro, aquellas cuatro personas en la habitación. Philip se preguntó si iban a impedirle que se fuera. Finalmente el mayordomo se hizo a un lado.
Philip salió. Se levantó el borde del hábito y bajó presuroso la escalera de caracol. Al llegar abajo oyó pasos detrás de él. Matthew le alcanzó.
—No digáis a nadie que estamos aquí —le dijo.
Philip vio que Matthew comprendía lo irreal de la situación de todos ellos.
—¿Cuánto tiempo os quedaréis aquí? —le preguntó.
—Todo el tiempo que nos sea posible —contestó el mayordomo.
—Y cuando hayáis de iros, ¿qué haréis entonces?
—No lo sé.
Philip hizo un gesto de aquiescencia.
—Guardaré vuestro secreto —le dijo.
—Gracias, padre.
Philip cruzó el polvoriento salón y salió afuera. Al mirar hacia abajo vio al obispo Waleran y a otros dos hombres deteniendo los caballos junto al suyo. Waleran llevaba una gruesa capa de piel negra y un gorro también de piel negra. Alzó la vista y Philip se encontró con sus ojos claros.
—Mi señor obispo —dijo Philip con respeto. Bajó los escalones de madera. Todavía conservaba vívida en la mente la imagen de la joven virginal y casi sacudió la cabeza para librarse de ella.
Waleran desmontó. Philip observó que llevaba los mismos acompañantes, el deán Baldwin y el hombre de armas. Les saludó con un movimiento de cabeza y luego, arrodillándose, besó la mano de Waleran.
Waleran aceptó el homenaje pero no se recreó en él. Lo que a Waleran le gustaba era el propio poder, no sus florituras.
—¿Estás solo, Philip? —preguntó Waleran.
—Sí. El priorato es pobre y una escolta para mí es un gasto innecesario. Cuando era prior de St-John-in-the-Forest nunca llevé escolta y aún estoy vivo.
Waleran se encogió de hombros.
—Ven conmigo —le dijo—. Quiero enseñarte algo.
Atravesó el patio en dirección a la torre más cercana. Philip le siguió. Waleran entró por una puerta baja al pie de la torre y subió por las escaleras que había en el interior. Había murciélagos arracimados en el techo bajo y Philip bajó la cabeza para evitar rozarlos. Emergieron en la parte alta de la torre y permanecieron de pie entre las almenas, contemplando la tierra que les rodeaba.
—Éste es uno de los condados más pequeños del país —dijo Waleran.
—¿De veras? —Philip sintió escalofríos. Soplaba un viento frío y húmedo y su capa no era tan gruesa como la de Waleran. Se preguntó adónde querría llegar el obispo.
—Parte de esta tierra es buena, pero el resto corresponde a bosques y laderas de colinas pedregosas.
En un día claro hubieran podido ver muchos acres de forestas y tierras de cultivo, pero en aquel momento, aunque se habían despejado las primeras brumas, apenas podían distinguir el cercano lindero del bosque hacia el sur y los campos llanos alrededor del castillo.
—Este condado tiene una gran cantera que produce piedra caliza de primera calidad —siguió diciendo Waleran—. Sus bosques tienen muchos acres de buena madera. Y sus granjas generan considerable riqueza. Si tuviéramos este condado, Philip, podríamos construir nuestra catedral.
—Y si los cerdos tuvieran alas podrían volar —dijo Philip.
—¡Hombre de poca fe!
Philip se quedó mirando a Waleran.
—¿Hablas en serio?
—Muy en serio.
Philip se mostraba escéptico, pero pese a todo sintió un diminuto brote de esperanza. ¡Si llegara a ser realidad!
—El rey necesita apoyo militar —alegó de todas formas—, dará el condado a quien pueda mandar caballeros en las guerras.
—El rey debe su corona a la Iglesia y su victoria sobre Bartholomew a ti y a mí. Los caballeros no es cuanto necesita.
Philip comprendió que Waleran hablaba en serio. ¿Sería posible? ¿Entregaría el rey el condado de Shiring a la Iglesia para financiar la reconstrucción de la catedral de Kingsbridge? A pesar de los argumentos de Waleran, apenas resultaba creíble. Pero Philip no podía evitar el pensar lo maravilloso que sería tener la piedra, la madera y el dinero para pagar al artesano, siéndole todo ello entregado en bandeja. Y recordó que Tom Builder había dicho que podía contratar sesenta albañiles y terminar la iglesia en ocho o diez años. La sola idea resultaba enormemente sugestiva.
—Pero, ¿qué me dices del anterior conde? —inquirió.
—Bartholomew ha confesado su traición. Nunca negó la conspiración, pero durante algún tiempo mantuvo que lo que había hecho no era traición, basándose en que Stephen era un usurpador. Sin embargo, el torturador del rey acabó con su resistencia.
Philip se estremeció e intentó no pensar en lo que le habrían hecho a Bartholomew para lograr que aquel hombre tan rígido se doblegara.
Apartó aquella idea de la mente.
—El condado de Shiring —murmuró para sí. Era una petición increíblemente ambiciosa. Pero la idea era excitante. Se sintió rebosante de un optimismo irracional.
Waleran miró al cielo.
—Pongámonos en marcha —dijo—. El rey nos espera pasado mañana.
William Hamleigh observaba a los dos hombres de Dios desde su escondrijo, detrás de las almenas de la torre contigua. El alto, el que parecía un cuervo, con su nariz afilada y la capa negra, era el nuevo obispo de Kingsbridge. El más bajo y enérgico, con la cabeza rapada y los brillantes ojos azules, era el prior Philip. William se preguntó qué estarían haciendo allí.
Había visto llegar al monje, mirar en derredor suyo como si esperara encontrar gente allí y luego entrar en la torre del homenaje. William no podía saber si había visto a las tres personas que vivían en ella. Sólo estuvo unos momentos dentro y tal vez se habían ocultado a su llegada. Tan pronto como llegó el obispo, el prior Philip salió de la torre del homenaje y ambos subieron a una torre cercana. En aquellos momentos el obispo estaba señalando toda la tierra que rodeaba el castillo con cierto aire posesivo. William podía darse cuenta por su actitud y sus gestos que el obispo se mostraba entusiasmado, y el prior escéptico. Estaba seguro de que planeaban algo.
Pero él no había ido allí para espiarles. Era a Aliena a quien acudía a espiar.