—Porque el prior Philip hace oídos sordos a su queja.
Philip estaba furioso y perplejo. No había tenido queja alguna. Remigius estaba intentando poner en una situación incómoda a Philip provocando una escena ante el obispo electo. Philip encontró la mirada interrogante de Waleran. Se encogió de hombros e hizo un esfuerzo por parecer despreocupado.
—Estoy impaciente por saber a qué queja se refiere —dijo—. Adelante por favor, hermano Remigius, si es que estás completamente seguro de que la cuestión es lo bastante importante para merecer la atención del obispo.
—Hay una mujer viviendo en el priorato —dijo Remigius.
—¡Otra vez con las mismas! —exclamó Philip exasperado—. Es la mujer del constructor y vive en la casa de invitados.
—Es una bruja —afirmó Remigius.
Philip se preguntaba por qué estaba haciendo eso Remigius. Éste había montado ya en una ocasión aquel caballo y no hubo manera de hacerlo correr. El asunto era discutible, pero el prior tenía la autoridad y Waleran apoyaría sin duda alguna a Philip, a menos que quisiera que recurrieran a él cada vez que Remigius estuviera en desacuerdo con su superior.
—No es una bruja —dijo Philip con tono cansado.
—¿Has interrogado a la mujer? —inquirió Remigius.
Philip recordó que había prometido hablar con ella. No llegó a hacerlo. Había visto al marido aconsejándole que le recomendara circunspección, pero en realidad él no había hablado con la mujer. Era una lástima porque ello permitía a Remigius apuntarse un tanto. Pero era un tanto sin importancia, y Philip estaba seguro de que no influiría en Waleran para que diera la razón a Remigius.
—No la he interrogado —admitió Philip—. Pero no existe indicio alguno de brujería y toda la familia es perfectamente honesta y cristiana.
—Es una bruja y una fornicadora —afirmó Remigius, sofocado de justa indignación.
—¿Qué? —explotó Philip—. ¿Con quién fornica?
—Con el constructor.
—¿Estás loco? Si es su marido.
—No, no lo es —dijo Remigius con tono de triunfo—. No están casados y sólo se conocen desde hace un mes.
Si Remigius decía la verdad, entonces la mujer era técnicamente una fornicadora. Era el tipo de fornicación al que normalmente se hacía la vista gorda, ya que muchas parejas no acudían a que fuera bendecida su unión por un sacerdote hasta haber pasado cierto tiempo juntos, a menudo hasta que era concebido el primer hijo. En realidad en zonas muy pobres o remotas del país las parejas vivían con frecuencia como marido y mujer durante décadas y criaban hijos, y luego desconcertaban a un sacerdote visitante pidiéndole que solemnizara su unión para cuando ya estaban naciendo sus nietos. Sin embargo una cosa era que un párroco se mostrase indulgente entre los pobres campesinos en las márgenes de la Cristiandad, y otra muy distinta que un empleado importante del priorato estuviera cometiendo el mismo acto dentro de las lindes del monasterio.
—¿Qué te hace pensar que no estén casados? —preguntó escéptico Philip, aunque en su fuero interno estuviera seguro de que Remigius habría comprobado los hechos antes de plantear la cuestión delante de Waleran.
—Encontré a los hijos peleándose y me dijeron que no eran hermanos. Luego salió a relucir toda la historia.
Philip se sintió decepcionado por Tom. La fornicación era un pecado bastante común, aunque especialmente aborrecible para los monjes que renunciaban a toda carnalidad. ¿Cómo podía haber hecho eso Tom? Debería saber que era algo odioso para Philip. Estaba más furioso con Tom que con el propio Remigius. Pero éste había actuado con malicia.
—¿Por qué no hablaste conmigo, con tu prior, sobre esto? —le preguntó Philip.
—No lo he sabido hasta esta mañana.
Philip se reclinó en su asiento, derrotado. Remigius le tenía bien cogido. Había hecho aparecer a Philip como un necio. Así se vengaba de su derrota en la elección. Philip miró a Waleran. La queja se había presentado ante éste y era él quien tenía que pronunciar la sentencia.
Waleran no dudó un solo instante.
—El caso es bastante claro —dijo—. La mujer deberá confesar su pecado y hacer penitencia pública por él. Deberá abandonar el priorato y vivir en castidad, separada del constructor, durante un año. Luego podrán casarse.
Un año separados era una sentencia dura. Philip creía que la mujer se lo merecía por haber profanado el monasterio. Pero se sentía inquieto pensando en cómo la recibiría.
—Tal vez no se someta a tu juicio —dijo.
—Entonces arderá en los infiernos —repuso Waleran encogiéndose de hombros.
—Me temo que si abandona Kingsbridge, Tom se irá con ella.
—Hay otros constructores.
—Desde luego.
Philip sentiría perder a Tom. Pero por la expresión de Waleran se daba cuenta de que a éste no le importaría lo más mínimo el que Tom y su mujer abandonaran Kingsbridge y nunca más volvieran. Y de nuevo se preguntó por qué sería tan importante aquella mujer.
—Y ahora iros todos y dejadme hablar con vuestro prior —dijo Waleran.
—Un momento —intervino enérgico Philip. Después de todo aquélla era su casa y aquellos sus monjes. Él sería quien les convocara y les despidiera, no Waleran—. Yo mismo hablaré con el constructor sobre este asunto. Ninguno de vosotros deberá mencionarlo a nadie, ¿me habéis comprendido? Habrá un duro castigo si me desobedecéis. ¿Está claro, Remigius?
—Sí —repuso éste.
—Muy bien. Podéis iros.
Remigius, Andrew, Milius, Cuthbert y el deán Baldwin se apresuraron a salir. Waleran se sirvió un poco más de vino caliente y estiró los pies hacia el fuego.
—Las mujeres siempre crean problemas —dijo—. Cuando hay una yegua en las cuadras, todos los sementales empiezan a mordisquear a los mozos de los establos, a dar coces en sus casillas, y en general a causar problemas. Incluso los castrados empiezan a portarse mal. Los monjes son como ellos, les está negada la pasión física pero aún pueden oler las nalgas.
Philip se sentía incómodo. Le parecía que no era necesario hablar de manera tan explícita. Se miró las manos.
—¿Qué hay de la reconstrucción de la iglesia? —preguntó.
—Sí. Debes de haber oído que ese asunto del que viniste a hablarme, lo del conde Bartholomew y la conspiración contra el rey Stephen, nos ha sido beneficioso.
—Sí. —Parecía que hubiera pasado mucho tiempo desde que Philip había ido al palacio del obispo asustado y tembloroso para hablar del complot contra el rey elegido por la Iglesia—. He oído que Percy Hamleigh atacó el castillo del conde y le hizo prisionero.
—Así es. Bartholomew se encuentra ahora en una mazmorra en Winchester esperando a conocer su sentencia —dijo Waleran con satisfacción.
—¿Y el conde Robert de Gloucester? Era el conspirador más poderoso.
—Y por lo tanto su castigo es el más benévolo. De hecho no recibe castigo alguno. Ha jurado lealtad al rey Stephen y su parte en el complot ha sido... pasada por alto.
—¿Y qué tiene que ver esto con nuestra catedral?
Waleran se puso en pie y se acercó a la ventana. En sus ojos había auténtica tristeza mientras contemplaba la iglesia en ruinas, y Philip se dio cuenta de que pese a sus aires mundanos había en él un fondo de piedad.
—El papel que jugamos en la derrota de Bartholomew hace del rey Stephen nuestro deudor. No pasará mucho tiempo antes de que tú y yo vayamos a verle.
—¡A ver al rey! —exclamó Philip. Se sentía algo intimidado ante aquella perspectiva.
—Nos preguntará qué queremos como recompensa.
Philip se dio cuenta de a dónde iba Waleran y se sintió emocionado hasta el fondo de su alma.
—Y le diremos...
Waleran, se apartó de la ventana y se quedó mirando a Philip. Sus ojos parecían dos piedras preciosas negras, centelleantes de ambición.
—Le diremos que queremos una catedral nueva para Kingsbridge —dijo.
Tom sabía que Ellen se subiría por las paredes.
Ya estaba furiosa por lo ocurrido a Jack. Lo que Tom necesitaba era apaciguarla. Pero la noticia de su "penitencia” contribuiría a encenderla aún más. Hubiera querido retrasar uno o dos días el decírselo, para dar tiempo a que se tranquilizara, pero el prior Philip había dicho que debería estar fuera del recinto antes de la anochecida. Tenía que decírselo de inmediato y teniendo en cuenta que Philip se lo había dicho a Tom a mediodía, habría de decírselo a Ellen durante la comida.
Entraron en el refectorio con los otros empleados del priorato cuando los monjes terminaron de comer y se marcharon. Las mesas estaban llenas, pero Tom pensó que quizás no fuera mala cosa porque tal vez la presencia de otras personas la hicieran contenerse. Pronto supo a sus expensas que se había equivocado de medio a medio en sus cálculos.
Intentó dar la noticia de modo gradual.
—Saben que no estamos casados —fue lo primero que dijo.
—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó ella furiosa—. ¿Algún aguafiestas?
—Alfred. Pero no le culpes, se lo sacó ese astuto monje llamado Remigius. De todas formas nunca dijimos a los niños que lo mantuvieran en secreto.
—No culpo al muchacho —dijo ella ya más tranquila—. ¿Y qué han dicho?
Tom se inclinó sobre la mesa y habló en voz baja.
—Dicen que eres una fornicadora —le confesó, esperando que nadie más pudiera oírle.
—¿Una fornicadora? —dijo Ellen en voz alta—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Acaso esos monjes no saben que para fornicar se necesitan dos?
Las gentes sentadas cerca de ellos se echaron a reír.
—¡Chiss! —dijo Tom—. Dicen que tenemos que casarnos.
Ellen le miró fijamente.
—Si eso fuera todo no tendrías esa cara de pocos amigos, Tom Builder. Cuéntame el resto.
—Quieren que confieses tu pecado.
—Pervertidos hipócritas —dijo Ellen asqueada—. Se pasan toda la noche unos traseros con otros y tienen la cara dura de llamar pecado a lo que hacemos nosotros.
Se recrudecieron las risas. La gente dejó de hablar para escuchar a Ellen.
—Habla bajo —le suplicó Tom.
—Supongo que también querrán que haga penitencia. La humillación forma parte de todo ello. ¿Qué quieren que haga? Vamos, dime la verdad, no puedes mentir a una bruja.
—¡No digas eso! —dijo entre dientes Tom—. No harás más que empeorar las cosas.
—Entonces dímelo.
—Tendremos que vivir separados durante un año y tú tienes que mantenerte casta...
—¡Me meo en eso! —gritó Ellen.
Ahora ya todo el mundo les miraba.
—¡Y me meo en ti, Tom Builder! —siguió diciendo Ellen que se había dado cuenta de que tenía público—. ¡Y también me meo en todos vosotros! —añadió. La mayoría de la gente sonreía. Resultaba difícil ofenderse, tal vez porque estaba encantadora con la cara encendida y los ojos dorados tan abiertos. Se puso en pie—. ¡Y me meo en el priorato de Kingsbridge! —Se subió a la mesa de un salto y recibió una ovación. Empezó a pasear por ella. Los comensales retiraban precipitadamente sus boles de sopa de cerveza, apartándolos de su camino, y volvían a sentarse riendo—. ¡Me meo en el prior! —dijo—. ¡Me meo en el sub-prior y en el sacristán, en el cantor, en el tesorero y en todas sus escrituras y cartas de privilegios, y en sus cofres llenos de peniques de plata! —había llegado al final de la mesa. Cerca de ella había otra mesa más pequeña donde solía sentarse alguien para leer en voz alta mientras comían los monjes. Sobre ella había un libro abierto. Ellen saltó de la mesa de comer a la mesa de lectura.
De repente Tom se dio cuenta de lo que iba a hacer.
—¡Ellen! —clamó—. ¡No lo hagas, por favor...!
—¡Me meo en la regla de san Benito! —dijo ella a voz en grito.
Luego se levantó las faldas, dobló las rodillas y orinó sobre el libro abierto.
Los hombres rieron estrepitosamente, golpearon sobre las mesas, patearon, silbaron y vitorearon. Tom no estaba seguro de si compartían el desprecio de Ellen por la regla de san Benito o sencillamente estaban disfrutando viendo exhibirse a una mujer hermosa. Había algo erótico en su desvergonzada vulgaridad, pero también resultaba excitante ver a alguien burlarse del libro hacia el que los monjes se mostraban tan tediosamente solemnes. Fuera cual fuese la razón, aquello les había encantado.
Ellen saltó de la mesa y corrió hacia la puerta entre nutridos aplausos.
Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Nadie había visto en su vida algo semejante. Tom se sentía horrorizado e incómodo, sabía que las consecuencias serían catastróficas. Y sin embargo una parte de él se decía
¡Vaya mujer!
Al cabo de un momento Jack se levantó y siguió a su madre afuera del refectorio, con una sombra de sonrisa en su cara hinchada. Tom miró a Alfred y Martha. Alfred tenía una expresión desconcertada, pero Martha hacía risitas.
—Vamos fuera —les dijo Tom, y los tres salieron del refectorio.
A Ellen no se la veía por ninguna parte. Atravesaron el césped y la encontraron en la casa de invitados. Estaba sentada en una silla esperándole. Llevaba la capa y tenía en la mano su gran bolsa de piel; parecía haber recuperado su sangre fría y la calma. Tom se quedó frío al ver la bolsa, pero simuló no haberse fijado.
—Vamos a tener un infierno —dijo.
—No creo en el infierno —le aseguró Ellen.
—Espero que te dejarán confesar y cumplir la penitencia.
—No pienso confesar.
—¡No te vayas, Ellen! —le suplicó él, perdido ya el control.
Ella parecía triste
—Escucha, Tom. Antes de conocerte tenía para comer y un lugar donde vivir. Estaba a salvo y segura, y me bastaba a mí misma. No necesitaba a nadie. Desde que estoy contigo he permanecido más cerca de morir de hambre de lo que nunca ocurriera en mi vida. Ahora tienes trabajo aquí, aunque sin seguridad. El priorato no tiene dinero para construir una nueva iglesia y el próximo invierno quizás te encuentres de nuevo recorriendo los caminos.
—Philip encontrará dinero de alguna manera —adujo Tom—. Estoy seguro de que lo hará.
—No puedes estar seguro —le rebatió ella.
—Tú no crees —dijo Tom con amargura. Luego añadió sin poder contenerse —Eres como Agnes, no crees en mi catedral.
—Si sólo fuera yo me quedaría, Tom —le aseguró Ellen con tristeza—. Pero mira a mi hijo.
Tom miró a Jack. Tenía la cara morada y con heridas, las orejas se le hablan hinchado el doble de lo normal, las aletas de la nariz estaban cubiertas de sangre seca y tenía roto uno de los dientes delanteros.