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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (49 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Con su primera mujer jamás había tenido unas discusiones tan agrias y furiosas. Echando una mirada retrospectiva le parecía que él y Agnes habían estado de acuerdo en todo lo importante, y que cuando en algo no lo estaban, ninguno de los dos se enfadaba. Así era como debía ser entre el hombre y la mujer, y Ellen debería comprender que no podía formar parte de una familia y al mismo tiempo hacer su santa voluntad.

Tom nunca deseaba que Ellen se fuera, ni siquiera cuando le sacaba de quicio, pero aún así frecuentemente pensaba en Agnes con pena. Le había acompañado durante la mayor parte de su vida de adulto y ahora siempre tenía la sensación de que algo le faltaba. Cuando Agnes vivía, jamás se le ocurrió pensar lo afortunado que era de tenerla y tampoco le había mostrado agradecimiento. Pero ahora que estaba muerta la echaba de menos y se sentía avergonzado de no haberle prestado más atención.

Durante los momentos tranquilos de la jornada, cuando había dado instrucciones y todos trabajaban afanosos y él podía dedicarse por entero a una tarea que exigiera habilidad, como la reconstrucción de una pequeña parte del muro en los claustros o reparando una columna en la cripta, a veces mantenía conversaciones imaginarias con Agnes. Sobre todo, le hablaba de Jonathan, su hijo pequeño. Tom veía al niño casi todos los días, cuando le daban de comer en la cocina, recorría los claustros o le acostaban en el dormitorio de los monjes. Parecía perfectamente sano y feliz, y nadie salvo Ellen sabía y ni siquiera sospechaba que Tom sentía un interés especial por él. Tom también hablaba a Agnes, como si estuviera viva, de Alfred y del prior Philip, e incluso de Ellen, explicándole sus sentimientos respecto a ellos, salvo en el caso de Ellen. También le contaba sus planes prácticos para el futuro, su esperanza de que le emplearan en aquel lugar durante años y su sueño de diseñar y construir la nueva catedral. En su mente oía las respuestas y preguntas de Agnes. En ocasiones se mostraba complacida, alentadora, fascinada, suspicaz o desaprobadora. A veces Tom pensaba que tenía razón, otras que estaba equivocada. Si hubiera hablado con alguien de esas conversaciones, hubiera dicho que se estaba comunicando con un espectro y tendría que ver a montones de sacerdotes con agua bendita y exorcismos.

Pero él sabía bien que no había nada de sobrenatural en lo que estaba ocurriendo. Lo único que sucedía era que él la conocía tan bien que podía imaginar lo que sentiría o diría en casi todas las situaciones. Acudía a su mente en los momentos más extraños sin ser solicitada. Cuando pelaba una pera con su cuchillo para la pequeña Martha, Agnes reía burlona ante sus esfuerzos por quitar la piel sin romperla. Siempre que tenía que escribir algo pensaba en ella, porque Agnes le había enseñado todo cuanto había aprendido de su padre, el sacerdote. Y recordaba que le había enseñado a recortar una pluma de ave y a pronunciar
caementarius
, que era como en latín se decía "albañil" Cuando los domingos se lavaba la cara, solía enjabonarse la barba y recordar cuando eran jóvenes, y Agnes le enseñaba que lavándose la barba mantendría la cara limpia de parásitos y furúnculos. No pasaba un solo día sin que cualquier pequeño incidente la trajera vívidamente a su mente.

Sabía que era afortunado de tener a Ellen. No se le podía dejar de prestar atención. Era única. Había algo anormal en ella y era precisamente ese algo anormal lo que le daba aquel magnetismo. Se sentía agradecido de que le hubiera consolado en su dolor a la mañana siguiente de morir Agnes, pero en ocasiones deseaba haberla encontrado algunos días después de haber enterrado a su mujer, para así haber tenido tiempo de sentirse acongojado a solas. No hubiera guardado un periodo de luto, eso quedaba para señores y monjes, no para la gente corriente, pero hubiera tenido tiempo de acostumbrarse a la ausencia de Agnes antes de empezar a habituarse a vivir con Ellen. Aquellas ideas no se le habían ocurrido en los primeros días, cuando la amenaza de morir de hambre se había combinado con la excitación sexual de Ellen, dando lugar a una especie de júbilo histérico de fin del mundo. Pero desde que había encontrado trabajo y seguridad empezaba a sentir remordimientos. Y a veces le parecía que al pensar de esa manera en Agnes, no sólo la echaba de menos sino que se condolía del paso de su propia juventud. Nunca jamás volvería a ser tan cándido, tan agresivo, tan hambriento o tan fuerte como lo había sido cuando por primera vez se enamoró de Agnes. Terminó de comer el pan y salió del refectorio antes que los demás. Se dirigió a los claustros. Se sentía complacido con el trabajo que llevaba a cabo en ellos. Ahora resultaba difícil imaginar que el cuadrángulo hubiera estado tres semanas antes sepultado bajo una masa de escombros. Lo único que recordaba de la catástrofe eran unas grietas en algunas de las losas del pavimento de las que no había logrado encontrar recambios.

No obstante había muchísimo polvo. Haría que barrieran de nuevo los claustros y los rociaran con agua. Atravesó la iglesia en ruinas. En el crucero septentrional vio una viga ennegrecida en la que habían escrito algo con hollín. Tom lo leyó con parsimonia. Decía:
Alfred es un cerdo.
Así que era eso lo que había enfurecido a Alfred. Gran parte de la madera del tejado no había quedado convertida en cenizas y por doquier había vigas ennegrecidas como aquélla. Tom decidió que reuniría a un grupo de trabajadores para recoger toda aquella madera y llevarla al almacén de leña.
Haz que el sitio esté aseado,
solía decir Agnes cuando esperaban la visita de alguien importante.
Querrás que estén contentos de que esté a cargo de Tom.
Sí, querida, pensó Tom, y sonrió mientras se dirigía a su trabajo.

Se divisó al grupo de Waleran Bigod a una milla aproximadamente a través de los campos. Eran tres, cabalgando rápido. El propio Waleran iba a la cabeza, sobre un caballo negro, con su capa negra agitada por el viento. Philip, junto con los funcionarios monásticos más antiguos, les esperaba junto a las cuadras. Philip no estaba seguro del trato que había de dar a Waleran. Era indiscutible que éste le había decepcionado al no decirle que el obispo había muerto. Pero cuando al fin se impuso la verdad, Waleran no se mostró en modo alguno abochornado y Philip no supo qué decirle. Y seguía sin saberlo aunque sospechaba que nada se ganaría con lamentos. En cualquier caso, todo aquello había quedado superado por la catástrofe del incendio. Como quiera que fuese, en el futuro Philip se mostraría muy cauteloso con Waleran.

El caballo de Waleran era un semental, nervioso y excitable pese a haber cabalgado durante varias millas. Mantuvo la cabeza baja con fuerza mientras lo dirigían hacia la cuadra. No era necesario que un clérigo se vanagloriara sobre su montura, y la mayoría de los hombres de Dios elegían caballos más tranquilos.

Waleran descabalgó con soltura y dio las riendas a un mozo de cuadra. Philip le saludó ceremonioso. Waleran se volvió y examinó las ruinas. Un panorama tétrico se presentó ante sus ojos.

—Ha sido un devastador incendio, Philip —dijo al fin. Philip quedó algo sorprendido al ver que parecía verdaderamente desolado.

—Obra del diablo, mi señor obispo —dijo Remigius, antes de que Philip pudiera contestar.

—¿Lo ha sido esta vez? —preguntó Waleran—. Según mi experiencia, al diablo suelen ayudarle en tales actividades los monjes que encienden hogueras en la iglesia para templar el helor durante los maitines, o que descuidan velas encendidas en el campanario.

A Philip le divirtió ver a Remigius apabullado, pero no podía dejar pasar las insinuaciones de Waleran.

—He hecho una investigación sobre las posibles causas del incendio —dijo—. Nadie encendió un fuego en la iglesia esa noche. Puedo afirmarlo porque estuve presente esa noche en maitines. Y hace meses que nadie ha subido al tejado.

—Entonces, ¿cómo te lo explicas? ¿Un rayo? —inquirió Waleran con escepticismo.

Philip hizo un gesto negativo.

—No hubo tormenta. Parece que el fuego empezó en los alrededores del crucero. Después del oficio sagrado dejamos una vela encendida sobre el altar como es costumbre. Es posible que se prendiera la sabanilla del altar y una corriente de aire lanzara alguna chispa hacia la madera del techo que es muy vieja y está seca. —Philip se encogió de hombros—. No es una explicación demasiado satisfactoria pero es la única que tenemos.

Waleran asintió.

—Echemos una mirada más de cerca a los daños.

Se encaminaron hacia la iglesia. Los dos acompañantes de Waleran eran un hombre de armas y un sacerdote joven. El hombre de armas se quedó atrás para ocuparse del caballo. El sacerdote acompañó a Waleran, quien se lo presentó a Philip como deán Baldwin.

Mientras cruzaban el césped en dirección a la iglesia, Remigius puso una mano sobre el brazo de Waleran para detenerle.

—Como podéis ver la casa de invitados no ha sufrido daño alguno —dijo.

Todos se detuvieron y se volvieron a mirar. Philip se preguntó irritado qué estaría tramando Remigius. Si la casa de invitados no había resultado dañada, ¿por qué hacer que todos se pararan y la miraran? La mujer del constructor había salido de la cocina y todos la vieron entrar en la casa. Philip miró de reojo a Waleran. Éste parecía algo extrañado. Philip recordó aquel momento, en el palacio de obispo, cuando Waleran vio a la mujer del constructor y pareció casi aterrado. ¿Qué pasaba con aquella mujer?

Waleran dirigió una rápida mirada a Remigius, al tiempo que hacía un gesto de asentimiento casi imperceptible.

—¿Quién vive ahí? —preguntó luego volviéndose hacia Philip.

—El maestro constructor con su familia —dijo Philip aún a sabiendas de que Waleran la había reconocido.

Waleran hizo un gesto de aquiescencia y todos reanudaron la marcha. Ahora Philip ya sabía el motivo de que Remigius llamara la atención sobre la casa de invitados, quería asegurarse de que Waleran viera a la mujer. Philip decidió hablar con ella tan pronto como se presentara la oportunidad.

Un grupo de siete u ocho monjes y servidores del priorato levantaban, bajo la atenta mirada de Tom, una viga del tejado medio quemada. Todo el lugar hervía de actividad, pero así y todo tenía un aspecto ordenado. Philip tuvo la sensación de que el ambiente de actividad eficiente le hacía honor aún cuando el responsable fuera Tom.

Tom acudió a saludarles. Dominaba con su estatura a todos ellos.

—Este es Tom, nuestro maestro constructor. Ya ha logrado poner de nuevo en uso los claustros y la cripta. Le estamos muy agradecidos.

—Te recuerdo —dijo Waleran a Tom—. Viniste a verme poco después de Navidad. No tenía trabajo para ti.

—Así es —asintió Tom con su voz honda—, quizás Dios me estuviera reservando para ayudar al prior Philip en sus momentos difíciles.

—Un constructor teólogo —dijo Waleran con tono burlón.

Tom enrojeció ligeramente bajo su capa de polvo. Philip pensó que Waleran tenía mucha sangre fría al hacer burla de un hombre tan grande, incluso siendo Waleran un obispo y Tom tan sólo un albañil.

—¿Cuál es tu siguiente paso aquí? —preguntó Waleran.

—Tenemos que hacer que este sitio sea seguro, demoliendo los muros restantes antes de que se desplomen sobre alguien —contestó Tom con bastante mansedumbre—. Luego limpiaremos el lugar y lo dejaremos despejado para la construcción de la nueva iglesia. Tan pronto como sea posible habremos de encontrar árboles altos para las vigas del nuevo tejado. Cuanto más curada esté la madera, mejor será el tejado.

—Antes de empezar a talar árboles habremos de encontrar el dinero para pagarlos —intervino Philip presuroso.

—Hablaremos de eso más tarde —dijo Waleran con actitud enigmática.

Aquella observación intrigó a Philip. Esperaba que Waleran tuviera un proyecto para obtener el dinero necesario para la construcción de la nueva iglesia. Si el priorato hubiera de confiar en sus propios recursos, no podría empezarse hasta dentro de bastantes años. Ello había traído de cabeza a Philip durante las tres últimas semanas y todavía no había encontrado una solución.

Condujo al grupo hasta los claustros a través del camino que había sido abierto entre los escombros. Una ojeada le bastó a Waleran para comprobar que esa zona había quedado en condiciones de uso. Salieron de allí y atravesaron el césped en dirección a la casa del prior en la esquina sureste del recinto.

Una vez en el interior Waleran se quitó la capa y se sentó, tendiendo sus manos pálidas hacia el fuego. El hermano Milius el cocinero sirvió vino caliente con especias en pequeños boles de madera.

—¿Se te ha ocurrido que Tom Builder pudiera haber provocado el fuego para así tener trabajo? —dijo Waleran a Philip, tomando un sorbo de vino.

—Sí, se me ha ocurrido —repuso Philip—. Pero no creo que lo hiciera. Hubiera tenido que entrar en la iglesia que estaba cerrada a cal y canto.

—Pudo haber entrado durante el día y esconderse.

—Pero entonces no hubiera podido salir cuando hubiera prendido el fuego —sacudió la cabeza. No era esa la verdadera razón de que estuviera seguro de la inocencia de Tom—. En cualquier caso, no le creo capaz de semejante cosa. Es un hombre inteligente, mucho más de lo que pudiera creerse a primera vista, pero no es taimado. Si fuera culpable creo que lo hubiera descubierto por la expresión de su cara cuando le miré de frente y le pregunté cómo pensaba él que había comenzado el fuego.

Ante la sorpresa de Philip Waleran se mostró inmediatamente de acuerdo.

—Creo que tienes razón —dijo—. Como quiera que sea no me lo imagino prendiendo fuego a la iglesia. No es de esa clase de hombres.

—Quizás nunca lleguemos a saber con seguridad cómo empezó el incendio —dijo Philip—. Pero tenemos que afrontar el problema de cómo obtener dinero para la construcción de una nueva iglesia. No sé...

—Sí —asintió Waleran, al tiempo que alzaba una mano para interrumpir a Philip. Se volvió hacia los demás que estaban en la habitación—. He de hablar a solas con el prior Philip. Tenéis que dejarnos solos —dijo.

Philip estaba intrigado. No se imaginaba por qué Waleran habría de hablar con él a solas sobre esa cuestión.

—Antes de que nos vayamos, señor obispo, hay algo que los hermanos me han pedido que os diga —dijo Remigius.

Y ahora ¿qué?
, pensó de nuevo Philip.

Waleran enarcó escéptico una ceja.

—¿Y por qué habrían de pedirte a ti en vez de a su prior que plantees una cuestión?

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