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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (82 page)

BOOK: Los días de gloria
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Lo que más parecía dolerle a Mariano eran mis silencios largos, prolongados, llenos de serenidad.

—Mariano, ¿cómo puedo hacer eso? Si ni siquiera tengo información del estado real de Ibercorp. No puedo tirarme a una piscina sin agua.

Sin plena conciencia de sus actos, Mariano, en el clímax de su desesperación, me entregó en su domicilio un documento oficial, un acta de la inspección del Banco de España sobre Ibercorp. Inconcebible. Ante todo porque se trataba de un documento oficial sujeto al secreto obligatorio que violaba el propio gobernador al entregárselo a un competidor. Además, el retrato que dibujaba del pequeño banco recordaba a las pinturas de Bacon: la deformidad de curvaturas y tamaño conducía a un pronóstico tan sombrío como irreversible.

—Necesito hablar con mis consejeros, gobernador. No puedo hacer otra cosa.

—Pues hazlo, Mario, pero, por favor, soluciona este problema. Es vital para mí.

Durante lo que quedaba de viernes y la mañana y primeras horas de la tarde del sábado mantuve contactos personales y telefónicos frecuentes con los consejeros de Banesto, a los que, lo mejor que pude, les explicaba la diabólica situación. La respuesta que percibía carecía de fisuras: todos entendían que debíamos alejarnos de cualquier cosa que oliera a aquel chiringuito financiero de nombre Ibercorp. La unanimidad impuso mi llamada a Jaime Soto, a quien debía, por instrucciones del gobernador, informar del resultado.

—Lo siento, Jaime, nos resulta imposible comprar Ibercorp y, por favor, te ruego que se lo traslades a Mariano.

—Ya, y ¿por qué no le llamas personalmente tú y se lo dices?

—Porque no sé cómo va a acabar esto y si el asunto se complica ni siquiera me parece descabellada una comparecencia parlamentaria y si alguien sabe de mis contactos con Mariano, la posibilidad de ser llamado por sus señorías los parlamentarios no es, ni mucho menos, un imposible, sino más bien un probable, así que prefiero que las comunicaciones circulen entre nosotros dejando totalmente al margen al gobernador.

—Así que es definitivo, ¿no hay nada que hacer?

El tono era tan apremiante, tan angustioso, con tal carga de ansiedad, que pensé cómo dejarle algo que no cegara definitivamente las esperanzas de Mariano y le propuse una idea que sabía descabellada.

—Otra cosa sería, Jaime, si entre dos o tres grandes bancos compramos Ibercorp.

Suponía que, por muy angustiado que estuviera Mariano, la lucidez que le restara sería sobrada para entender que mi propuesta no pasaba de una gran estupidez. No fue así. Tan gigantesca era la desesperación que le atenazaba que Jaime Soto me volvió a llamar a La Salceda para decirme algo realmente increíble.

—A Mariano le ha parecido bien, tanto que ya se está poniendo en contacto con Emilio Botín, presidente del Banco de Santander.

Domingo. A la una de la tarde de nuevo en Madrid. En mi casa de Triana, en el banco, en cualquier rincón de la Península vivía una llamada histérica del gobernador del Banco de España buscando sin descanso a un sujeto llamado Mario Conde. De nada sirvieron mis admoniciones a su amigo Jaime Soto de que por favor no dejara rastros que pudieran comprometernos el día de mañana. Mariano navegaba fuera de control.

—Gobernador, no te he llamado antes porque no he podido, aparte de que creo que estamos siendo algo imprudentes con tantas llamadas.

Ni caso a esas admoniciones. Circulaba a piñón fijo. Ni siquiera respondía.

—Mario, he hablado con Emilio. Habla tú con él porque creo que le he convencido del pacto.

—¿Qué pacto, gobernador?

—Que entre los dos compréis Ibercorp.

—Ya...

—Habláis y venís a mi casa a eso de las ocho de la tarde.

Pues podía salirme mi tiro por la culata. Mi ocurrencia disuasoria se podía convertir en un desastre. Si es que esto de improvisar locuras ante personas presas del pánico es algo que funciona muy mal, porque la locura la ven como cordura si sirve como calmante de angustias. De todas formas, conociendo a Botín, me extrañaba que hubiera conseguido algo más que palabras, pero en fin. Cumpliendo sus deseos quedé con Emilio a eso de las siete de la tarde porque sobre las ocho de ese mismo día, como digo, Mariano nos había citado a ambos en su casa. Sí. A ambos. Comprendo que resulte difícil de creer que un gobernador, en plena efervescencia de un escándalo de tal porte, citara a dos banqueros en su casa de Madrid. Una filtración a la prensa y Mariano sería ejecutado en plena plaza pública. La desesperación se amanceba con la locura y conduce a la ceguera.

A las dos y media de aquel domingo en el hotel Palace de Madrid daba comienzo un almuerzo con prácticamente todos los consejeros de Banesto, convocados para conocer su postura sobre la propuesta del gobernador, a pesar de que telefónicamente existía constancia de la mayoría de ellos. No necesitamos mucho tiempo. Algunos se decantaron por la negativa. Otros, por la negativa enfatizada. Otros, por el rechazo más rotundo, claro y contundente de que fuéramos capaces. En fin, unanimidad absoluta. Bajo ningún concepto debíamos siquiera rozarnos con ese asunto.

Me encantó la reunión. Tal vez alguno sintiera la tentación de sostener que se trataba de una magnífica oportunidad de agarrar por los testículos al Banco de España y con ello adquirir una patente de corso para no tener el menor problema en los próximos años. Suelen habitar en la casa del error este tipo de planteamientos, pero no hizo falta consumir energías en desmembrarlos porque a nadie se le ocurrió. Como digo, me alegré. Estoy seguro, absolutamente convencido, de que en otros Consejos de otras empresas españolas, financieras y no financieras —sin señalar, que es de mala educación—, se hubiera optado por, o cuando menos considerado muy, pero que muy seriamente, la otra alternativa.

Me fui a mi despacho en Banesto a esperar a Emilio Botín. Menos de un minuto después de que Florián le introdujera y se sentara frente a la chimenea comprendí que para nada estaba dispuesto a que entre Banesto y Santander nos hiciéramos cargo del desaguisado de Ibercorp.

—Me dice Mariano que has aceptado que compráramos los dos Ibercorp...

—No, Mario, lo que me dice es que lo has aceptado tú.

—Ya, entonces lo tenemos claro.

—Claro como el agua. ¿No?

Llamamos a Mariano, le dijimos que teníamos las ideas claras y nos fuimos a su casa. No quise informar a Emilio de cuál sería mi argumentación ante el gobernador, o lo que quedaba de él después de un fin de semana con tal colorido.

Mariano seguía donde le dejé. Su aspecto físico denotaba la crecida de su sufrimiento interior. Apareció su mujer, Carmen Posadas. No la recordaba. Al parecer había vivido en mi misma casa en la calle Pío XII con su primer marido. No conseguía identificar a ninguno de los dos. Por algún motivo que desconozco se había separado de él y se había casado con Mariano Rubio cuando este era gobernador. Carmen ejercía con éxito la actividad de escritora. Después de la muerte de Mariano no perdió ni la actividad ni el éxito, silenciando con ello muchos rumores de aquellos días.

Alta, morena, altiva de gestos, magnífica planta, de largo cuello y cabeza rectangular, nos ofreció una taza de té. Aceptamos y minutos después apareció en el salón convertido en cámara de tortura portando una bandeja en la que transportaba la tetera, las tazas y algunas pastas para teñir de tufo británico lo que parecía una plaza de toros portátil de cualquier pueblo de Castilla.

Pelo negro suelto, caído sobre el inicio de los hombros, cubierta de cintura para arriba con un gran jersey de lana gris y blanca, deliberadamente muy grande, que, por ello mismo, acentuaba las atractivas formas superiores de su cuerpo, todo ello dotado de una estética más que aceptable, al menos para los ojos de la imaginación, cansados como estaban de contemplar la antiestética imagen de un gobernador vencido. Volví a mi gobernador y comencé mi preparado discurso.

—Mariano, soy consciente de que te encuentras en una situación complicada. No obstante, Banesto no puede comprar Ibercorp y tú mismo lo entenderás. Aunque sea falso, en el mercado la percepción creada es de malas relaciones entre Banesto y el Banco de España. Algunos te achacan opiniones que discuten nuestra solvencia y rentabilidad. En tal escenario, si compramos Ibercorp, el mercado pedirá una razón y la encontrará en un pacto entre nosotros por cuya virtud yo te solvento un problema y tú vendas los ojos de la Inspección para ayudar a Banesto. Es evidente que el daño que le causaríamos al banco sería difícilmente reparable. Por ello no puede ser. Sin embargo, en el caso del Santander, que goza de buena reputación ante el Banco de España, no existe problema especial alguno.

Supongo que los dos, Mariano y Botín, se acordarían de mi padre con todas sus fuerzas y cada uno tenía motivos sobrados para ello. En el caso de Botín mi discurso no pasaba de ser eso que llaman una pura y dura putada.

A pesar de ello Emilio ni se inmutó y sin razonar excesivamente espetó una negativa.

—No, mira, gobernador, el Santander no puede porque... claro es que no... tú entiendes que no...

Con un discurso tan estructurado como el de Emilio comenzó una de las visiones más trepidantes que jamás contemplé en los años financieros de mi vida. Mariano se puso trágico, pero con tintes de final de una obra de tragedia cósmica. Me quedé paralizado. No podía creer lo que escuchaba y veía aquella tarde.

—Tenéis que ayudarme. Gracias a mí estáis aquí. Fui yo quien convenció a los socialistas de que no expropiaran la banca privada y a mí me debéis vuestros puestos. Tú, Emilio, además, me debes tu banco porque cuando los problemas del interbancario que casi os hacen quebrar, yo avalé ante la prensa internacional y ante los mayores inversores del mundo la solvencia de vuestra casa. Gracias a mí estáis aquí y hoy me dejáis tirado.

Emilio gesticulaba con los ojos, movía ligeramente las manos, mordía con cuidado el labio inferior, pero el silencio se apoderó de él en una actitud que como mucho transmitía un lastimero «lo siento, Mariano, lo siento».

Creí que iba a ponerse a llorar. Pedro J. me contó que, en una demostración de desespero, Mariano le invitó a comer al Banco de España, a él, el causante de sus males, la bestia negra de sus protectores. En mitad del almuerzo Mariano rompió a llorar mientras suplicaba sollozando a Pedro J. que le dejara morir en paz. Pedro J. es tremendamente cruel con los vencidos y es posible que eso que me relató fuera falso o exagerado, pero en aquellos días, después de ver el estado del gobernador en su casa ante Emilio Botín y ante mí, no tuve dudas de su veracidad.

La situación aumentaba en tensión por segundos y con el fin de evitar una nueva escena de corte insoportable agudicé mi imaginación para salir como fuera de aquel atolladero.

—Mira, gobernador, se me ocurre una cosa. El problema nace de que otros accionistas se sienten perjudicados porque no han podido vender sus acciones al mismo precio que el gobernador. Bueno, pues eliminemos ese perjuicio como primer paso. Hagamos una OPA. Que Sistemas Financieros presente de urgencia una OPA para que todo el que quiera vender pueda hacerlo y de esta manera, como mínimo, eliminemos el agravio comparativo. Sin perjudicados por comparación se pierde mucho furor. ¿Cuánto dinero sería necesario?

Botín no salía de su asombro. Mariano estaba dispuesto a comulgar con una piedra del acueducto de Segovia si resultaba imprescindible para concluir su tormento. Con voz de reverencia dijo:

—No lo sé, pero podemos preguntárselo a Manolo y Jaime. ¿Os importa que pasen?

Emilio y yo, a pesar de que nuestros ojos rezumaban incredulidad, ni siquiera pudimos oponernos ni consentir porque en segundos Manolo y Jaime, como decía el gobernador, penetraban en el salón de la casa de Mariano.

Les observé. Lozanos, frescos, sin destilar preocupación alguna tomaron asiento con la actitud de quien ejerce de asesor de un importante sujeto en trances problemáticos. Con absoluta frialdad respondieron a la pregunta de cuánto dinero necesitarían para una OPA integral sobre Sistemas AF: 3700 millones de pesetas. ¿De dónde saldrían?

Necesitaba irme de aquella casa a la mayor velocidad posible. Vi la puerta abierta.

—Mira, Emilio, yo creo que con las garantías suficientes podremos conceder el crédito necesario, así que mi propuesta consiste en que los consejeros delegados se reúnan con Jaime y Manolo y vean la mejor manera de solventar este asunto; para no perder tiempo llama a Echenique y yo haré lo propio con Belloso y que se reúnan en Banesto, que está más cerca.

Salí como alma que lleva el diablo con dirección a mi casa, en donde un reducido grupo de consejeros esperaban mis noticias. Sonó el teléfono del coche.

—Mario, por favor, te pido que seas flexible con Jaime Soto en lo que a las garantías se refiere —suplicaba Mariano al otro lado de la línea.

De nuevo en ese mundo... Un gobernador indulgente con Jaime e impenitente fuera de los límites para conmigo, para con Banesto. El destino dibujaba una broma cruel con Mariano Rubio.

—No te preocupes, gobernador, voy a llamar a Jaime.

De nuevo una conversación alucinante. Reconozco que Jaime nunca me cayó mal. Tal vez no fuera tan amigo de Mariano como se decía y quizá sus beneficios por operaciones derivadas del gobernador no alcanzaran las cotas que se mentaban por la villa de Madrid. Sin embargo, aquel día decidió dejar la vergüenza en el armario del gobernador del Banco de España.

—Mario, lo que te pide Mariano no es una operación técnica, sino política. Si nos prestas 3700 millones al banco, eso supone unos costes financieros de 700 millones anuales. El banco no los gana, así que con ese préstamo deja de valer dinero y tendríamos que responder con nuestros bienes personales, con lo que imaginas que no vamos a dar garantías personales. El asunto es político. O lo entiendes o no lo entiendes.

—Lo entiendo. Precisamente porque es político estoy hoy, domingo, aquí, en mi casa, hablando contigo de garantías personales de un crédito de 3700 millones. De no ser político, se trataría de algo impensable. Pero político es una cosa y estúpido otra. Así que sin garantías no hay nada que hacer porque como sabes al día siguiente el gobernador podría llamarme y pedirme que provisione el crédito.

—Eso no va a suceder —protestó airado Jaime.

—No veo por qué no, dado que es su obligación —repliqué para que se diera cuenta de que había caído en una trampa.

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