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Authors: Mario Conde

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Los días de gloria (39 page)

BOOK: Los días de gloria
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En el fondo Villapalos buscaba dos efectos: el indudable eco social y político que tendría mi persona en mitad del tumulto universitario y, además, que si yo acudía, las probabilidades de que el Rey se dignara sentarse en la presidencia del acto aumentarían de manera notoria. Contar conmigo y con el Rey en un solo acto provocaría un placer sin límites en el alma del rector Villapalos. Y tampoco conviene escandalizarse por eso porque a cualquiera le habría encantado y quien lo niegue seguramente no sería rector. Decía que según algunos, los honestos son aquellos que no han tenido una oportunidad suficientemente interesante para dejar de serlo. Es ácido el comentario, pero en demasiadas ocasiones arroja un porcentaje de verdad nada desdeñable. Por supuesto que a Villapalos le encantaba la idea. A Villapalos y muchos, muchos más.

Concluido el almuerzo, me quedé pensando. Por un lado, la idea me gustaba porque se trataba de un dulce de escaso amargor. Por otro, sin embargo, podría resultar prematuro. El momento, además, quizá no fuera adecuado en el tiempo político, después de unas elecciones que ganó Felipe sin ganarlas como antes, con una mayoría relativa, y que perdió Aznar sin perderlas de idéntica manera a las anteriores, es decir, perdidas pero sin estrépito, o sin más estrépito que el que se derivaba de volver a perder cuando hubiera debido ganar. Así las cosas, los dos contendientes quedaban en cierta medida tocados, lo que equivale a asegurar que se convertían en más peligrosos que si el triunfo les hubiera sonreído de manera más clara. La gente comenzaba a tener más que dudas acerca de la clase política. En este año de 2010 las encuestas evidencian que los políticos y sus partidos son un problema. Una cosa es desprestigio y otra, que te consideren un problema. Esto es más grave y más serio y traerá consecuencias. En aquellos días de 1993 no llegaba la cosa a tanto, no se veía tanta sangre en el río, pero lo cierto es que en medio de semejante ambiente, que un personaje defensor de la llamada sociedad civil recibiera el doctorado de la Universidad con la presencia de su majestad el Rey podría dar lugar, en un país en el que en grandes salones abundan individuos pequeños, como es nuestro caso, a multitud de comentarios que provocarían el renacer furibundo de algo a lo que llaman insano, porque lo es de toda insalubridad: la envidia.

Sin embargo, un lado del polígono convertía a la idea en financieramente útil. Nos encontrábamos en pleno proceso de ampliación de capital. Habíamos solicitado al mercado cien mil millones de pesetas en un año trágico para la economía española. Reunir tanto dinero como el que programamos en nuestra arriesgada decisión no resultaba fácil, y mucho menos, como he descrito, en el catastrófico ambiente económico que se respiraba a consecuencia de la equivocada política monetarista de Solchaga, Rojo y demás miembros de esa cofradía. Es curioso porque intelectualmente son todas ellas personas válidas. Inteligencia no es su principal carencia. Y sin embargo, sus planteamientos no podían ser más equivocados. Se ve que entre el laboratorio y la realidad hay un trecho muy, pero que muy denso y complicado.

Por otro lado, si se percibía en exceso un enfrentamiento larvado con el Sistema podría provocar cierta desconfianza entre los posibles suscriptores de nuestras acciones a cambio de sus dineros. El dinero es conservador por excelencia y entiende poco de cuestiones tales como madurez de la sociedad, régimen de libertades y otras por el estilo. Convenía no alarmarle en exceso, no andar proporcionándole excusas para que en esas circunstancias políticas y económicas dijeran que, por mucho que nos quisieran, por bueno que pudiera parecerles el negocio, mejor dejar los dineros quietos en casa. Así que si dibujaba un escenario adecuado, el acto podría servir, precisamente, para transmitir al exterior una imagen de éxito, que, entre otras cosas, cercenara de raíz las posibles desconfianzas y trajera, empujado por la aureola, el dinero del público hacia nuestras arcas.

Acepté, después de comentarlo personalmente con el Rey y de recibir su visto bueno.

—Está claro, señor, que quieren que vaya vuestra majestad. A mí me usan como estimulante. Pero hay que reconocer que como estímulo no estoy del todo mal...

Al Rey le hacían gracia estas coñas mías. En general la gente se asusta mucho cuando habla con los monarcas. Y eso que don Juan Carlos es campechano. Sí, pero una cosa es que lo sea el Rey contigo y otra, que te pongas a serlo con el Rey desde tu plataforma de supuesto súbdito. Como yo nunca me he sentido súbdito en ese sentido sino en el de mera convención, no dejaba de hablar con el Rey, con todos los respetos, pero con la persona humana que había detrás, que en mi opinión merecería mucho más la pena que el cargo en sí mismo considerado. Además ya nuestros afectos se encontraban más que cimentados, sobre todo desde los episodios que nos tocaron vivir juntos, dramáticamente juntos, en el verano/otoño/invierno de 1992...

Desde ese preciso instante mi objetivo consistió en que en los estrados del salón de actos de la Universidad se sentara lo mejor y más granado de las fuerzas reales de España. Eso sí: con la ausencia total y absoluta de políticos en activo. Pretendía ser un acto de la sociedad civil y, por tanto, los políticos nada aportaban. Tuvimos que aceptar la presencia de Joaquín Leguina como presidente de la Comunidad de Madrid, porque su lugar en la mesa derivaba de una obligación institucional insalvable. Pero nadie más. Bueno, el alcalde de Madrid, que sintió celos del acto y pidió que se le entregara una medalla a la Villa del oso y del madroño. Nadie más. Al menos en activo. ¿Quería una exhibición de fuerza? Pues ya puesto a organizar el acto, seguramente algo de eso latiría por aquí dentro. De ser así, la conseguí con pleno al nueve.

Poco a poco fui formulando las consultas de asistencia. No faltó nadie. Desde Polanco a Anson, desde Rojo a Fuentes Quintana. Provocaba un sentimiento agridulce comprobar cómo quienes en privado se declaraban encarnizados enemigos, protagonistas de incentivas sin piedad, detractores sublimados con prosa de la ortodoxia más incandescente, se sentaban complacientes en los sillones del magnífico salón de actos de la Complutense, como si se tratara de amigos de toda la vida, de gentes que en vez de tratar por todos los medios de derribarme de mi poltrona de Banesto, de descalificarme social, financiera y políticamente hablando, me hubieran empujado a semejante lugar del poder, me hubieran aupado a la tribuna desde la que leería el discurso, convencidos de mis aptitudes intelectuales y financieras. El mundo es así. El de los países pequeños, más. El de ciertos biotipos humanos, mucho más.

Elegí como «padrino» a Shlomo Ben Ami, el embajador de Israel en España, político activo en su país e historiador conocido y competente. La feliz idea surgió de la mente algo retorcida de Rafael Pérez Escolar. Realmente podría aportar cierta confusión magmática en la sociedad española el que yo eligiera para tan destacado momento de mi vida a un judío de raza, que no ortodoxo de religión, y que, además, pertenecía al ala izquierda del laborismo. Una mezcla algo explosiva, lo reconozco. Pero las confusiones me complacen sobremanera. Me gusta sorprender a las mentes cuadriculadas incapaces de imaginar cualquier escena novedosa por nimia que fuera. Por si fuera poco, entre los asistentes se encontraba alguien singular: Di Bernardo, el profesor italiano de Ética, el hombre que recibió el encargo de la masonería inglesa de destruir la versión putrefacta de la Orden en Italia y comenzar desde cero con un modelo de Arte que se ajustara a los patrones ortodoxos emanados desde las islas Británicas. Así que judíos y masones ocupando lugares destacados en mitad de un barullo de gentes de todo corte y pelaje que confeccionaron la más granada representación del Sistema, asistiendo, con aires de complacencia exterior y un ácido sentimiento de frustración interior, a una especie de entronización de quien consideraron primero un simple intruso y, algo después, un enemigo a batir sin un miligramo de piedad.

¿Cómo sería mi discurso? ¿A qué dedicaría mis palabras ante tan cualificada audiencia? De Rafael Ansón recibí la idea de encargar al historiador Javier Tusell un proyecto de texto para pronunciar en tan fantástico día. Le expliqué mi idea de la sociedad civil, la renovación de la democracia, la necesidad de nuevos modelos jurídico-constitucionales de convivencia. Cuando tuvo preparado el borrador, me lo entregó en un almuerzo en Lhardy, el restaurante del cocido madrileño por excelencia.

Lo leí en la tranquilidad de mi despacho. Me pareció un discurso lleno de citas pero sin un esqueleto de pensamiento sólidamente construido. Le dije a Mercedes, mi secretaria, que pagara las doscientas cincuenta mil pesetas en que consistieron los honorarios del autor y me puse a trabajar para construir algo que en mi opinión fuera más asequible, más comprensible, más acorde con lo íntimo de mi pensamiento serio. No tenía demasiado tiempo, así que escribí mientras pensaba. En realidad la escritura es un estímulo al pensamiento en muchas ocasiones. Pensar sobre un teclado es reconfortante. Tiene un valor adicional ver escritos tus pensamientos. Claro que para eso tus ideas tienen que estar claras, cuando menos en el caldo en el que fermentan. No hace falta que las tengas estructuradas en un discurso coherente, de la misma manera que las piedras sin tallar pueden servir para construir el muro siempre que dispongas de martillo y cincel para arrebatarles de sus aristas los excesos que impiden su ajuste. En aquellos días mis ideas ya habían fermentado suficientemente, y se encontraban avaladas por algo impagable: la experiencia. Los místicos dicen que la verdad es una experiencia y no puedo estar más de acuerdo. Solo es cierto lo que experimentas. De nuevo cito a los místicos sufíes, que aseguran que solo el que prueba sabe. En Castilla se decía aquello de los melones a cata. No es lo mismo, pero parecido.

Cuando lo concluí, a través de Manolo Prado se lo envié al Rey. Obviamente, no iba a atreverme a leer algo tan delicado delante de su majestad sin haber obtenido previamente su aprobación, su níhil óbstat, que para algo el Rey es Rey y yo plebeyo. Si al Rey le arrebatas estos actos protocolarios, no sé qué le queda de función real. La respuesta del Rey la recibí a través del propio Manolo con exquisitas muestras de entusiasmo. Le encantaba la idea de potenciar la sociedad civil. En el fondo es una idea capital para la Monarquía. Mi idea siempre fue conseguir anclar la legitimidad de la Corona en la propia sociedad, de manera directa, sin intermediación de partidos ni confesiones. De este modo echaría raíces en el suelo que puede soportar su altura. Pero ¿no quedamos en que yo ideológicamente no era monárquico? Sí, es verdad, quedamos en eso, pero nadie me ha dicho que mis afectos no pudieran afectar —perdón por la redundancia, que es muy explicativa— un poco a mi coherencia política. Sentía afecto, mucho afecto por don Juan Carlos, y seguramente por eso mi mente trabajaba.

El discurso, qué duda cabe, se encontraba preñado de sustancia política, pero no me iba a poner a aburrir al respetable con cualquier ordinariez referente a los activos totales medios, al papel de la banca, al diseño de un modelo tecnológico capaz de anticiparnos al futuro o cualquier otro árido material.

El día resultó memorable. El Rey se encontraba feliz. Yo también. Mis padres y hermanas, al igual que casi todos los que me querían bien, participaban del sentimiento. Tal vez ninguno de nosotros se percató de que a aquel éxito le correspondía la certeza en los políticos de que mi finalidad última nada tenía que ver con los gélidos números bancarios, con J. P. Morgan o con el banco americano, sino que mi trayectoria vital, la que diseñaba con cuidado en mi interior, consistía en penetrar de la manera más exitosa posible en el luctuoso mundo de la política. Un nuevo golpe al Sistema, a añadir al cese de Sabino Fernández Campo, el nombramiento de Fernando Almansa, el control de los medios de comunicación social. Poco a poco todos se convencían de que o ellos o yo, y, claro, ellos eran más, y sobre todo almacenaban mucho más poder en sus manos. Porque el miedo y el resentimiento proporcionan una crueldad excepcional en el ejercicio del poder. Visto ahora, con la perspectiva de los años, aquel acto y el discurso fueron una provocación.

Conservo, como dije, un libro especialmente dedicado al evento. Sus imágenes gráficas son altamente ilustrativas. El texto del discurso es ciertamente revolucionario y sobre todo constituye un documento muy importante en mi vida. Tal vez ese día se percataron de que actuar contra mí era una imperiosa necesidad para el Sistema dado que en su corta y endogámica visión todos no cabíamos en este pequeño trozo de tierra al que llaman España.

El Rey, días después, el 9 de julio, me encendió la primera alerta cuando me comentó que muchos le informaban de que en el PP existía mucha preocupación por mi salto a la política.

—¿Siguen con esas?

—Sí.

—Vuestra majestad sabe que en Banesto estoy bien y es desde donde puedo servir a la Monarquía con mayor eficacia.

El Rey no contestó. Guardó un elocuente silencio. Un silencio prudente, cauteloso, profundo, sonoro, porque tal vez comenzara a percatarse de la irreversibilidad de sustituir a Felipe algún día, y actuar como Rey con Aznar como presidente del Gobierno de España no le provocaba especial entusiasmo. Haría lo que tuviera que hacer porque —como me dijo literalmente un día— era su deber desde que le pusieron de Rey. Pero el cargo no elimina el corazón. El silencio del Rey me preocupó.

«En Banesto estoy bien», le dije al Rey. Y con sus matices era cierto. Otra cosa es que en aquellos días ya soñaba con jubilarme al frente de la Fundación Cultural Banesto, pero de momento tenía el compromiso asumido con J. P. Morgan, que me llevó a esa ampliación de capital gigantesca de la que hablaba. Sí, pero ¿cómo desde consejero llegué a presidente? ¿Es tan fácil conseguir ser presidente de uno de los siete grandes bancos españoles con treinta y nueve años? Pues no debe de serlo, aunque solo sea porque nunca antes había sucedido en España. Y mucho menos en el tiempo récord en el que se produjo semejante resultado en mi caso.

Uno puede escribir su historia orientándola hacia la épica. Funciona bastante bien si de vender libros se trata; incluso si se quiere leerse a uno mismo, cómodamente sentado en un sofá con respaldo alto, una buena música de fondo, una bebida en la mesa del costado derecho y un libro, a ser posible no demasiado profundo, entre las manos. Un libro cuya lectura haría esbozar, como dicen en mi tierra, esa sonrisa algo aparvada que consumen los que refocilan en su ego. Pues no. Nada de épica. Como tantas veces sucede en la vida, las grandes cosas se deben a pequeños acontecimientos, que, además, no están programados, no han sido previstos de antemano. Casi nunca sucede lo previsible. Casi siempre lo inesperado. Y en mi caso, entre el inicio de mi vida en el banco y el discurso honoris causa se interpusieron muchas cosas, pero sobre todo una: un hombre de Bilbao llamado José Ángel Sánchez Asiaín. Quién me iba a decir cuando paseaba por el barrio de Deusto dejando que la fina lluvia norteña cayera sobre mí que un hombre de Bilbao iba a tener semejante trascendencia en mi vida.

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