Nuestra vida en el banco, la de Juan y mía, transcurría plácidamente, convencidos de que Mariano, Solchaga y demás compañeros de fatigas habían aceptado la inevitabilidad de la ruptura de sus planes y deseos. Nosotros, Juan y yo, acudíamos diariamente al banco, a lo que se conocía como Comisión Abierta, una reunión informal a la que podían asistir cuantos consejeros quisieran sin protocolo alguno. De vez en cuando charlábamos con López de Letona, que, mal que bien, comenzaba a acostumbrarse a nuestra presencia.
Me encontraba acariciando en mi interior el sueño de atravesar el Atlántico con destino a Panamá cuando recibo una llamada de Javier de la Rosa enfatizadamente urgente. Prácticamente no le conocía y mis referencias no iban más allá de aquellas que constituían patrimonio común en el mundo financiero: el hombre de Kio en España, que gestionó la Banca Garriga Nogués, absorbió el seso a Pablo Garnica, el todavía presidente en esas fechas, que fue responsable, según contaban, de un agujero de decenas de miles de millones de pesetas.
Su currículum en aquellas fechas no me parecía especialmente atractivo. Juan, sin embargo, le consideraba un tipo muy bien informado y con relaciones subterráneas que podrían sernos de utilidad. Javier aseguraba que necesitaba transmitirnos a Juan y a mí un mensaje extremadamente urgente y superconfidencial. Mi escepticismo tropezó con la receptividad de Juan, hasta el extremo de que me forzó a cancelar un viaje a Suiza que iba a producirse apenas unas horas después. Quedamos citados en un pequeño restaurante de mariscos muy cercano al edificio de Banesto en el paseo de la Castellana y allí, en el cuarto de baño, mientras repetíamos la misma operación en la que planteé la compra de IBYS, S. A., a Urgoiti, aquel tipo raro, aquel Javier de la Rosa, más bien alto, gordo, de grandes ojos claros que abría ostensiblemente en una permanente expresión de susto, que hablaba con aceleración constante, siempre en una eterna prisa, amigo de informaciones confidenciales, indudablemente listo, me dijo algo así:
—El Gobierno está preparando un decreto ley para quitaros de Banesto. No hay nada que hacer y es irreversible, por lo que te informo para que tomes las medidas pertinentes.
Cuando terminó de hablar salió del cuarto de baño como un obús y yo me quedé con aquella información tan extraña a la que no concedí demasiada importancia, a pesar de que me decían que Javier era un hombre generalmente bien informado. Subí pensativo las escaleras que conducen al piso de arriba del restaurante O Xeito, en una de cuyas mesas me esperaba Juan. Le conté la conversación y le pregunté:
—¿Tú qué opinas?
—A mí me parece que es imposible que el Gobierno dicte un decreto ley con esos fines —contestó Juan.
—Yo pienso lo mismo, pero Javier lo daba por hecho, por lo que algo estará pasando que tú y yo no sabemos. Por cierto, ¿por qué crees que tiene interés en nosotros? ¿Por qué se molesta tanto en transmitirnos algo que es aparentemente tan confidencial con el fin de ayudarnos? No lo entiendo muy bien. Yo no lo conozco de nada. Creo que tú tampoco le debes ningún favor.
—No, desde luego. Quizá sea porque le preocupa la posibilidad de que Banesto interponga una querella por el asunto Garriga Nogués y supongo que nosotros podemos ser mucho más razonables que López de Letona, dado que este obedece a Mariano y el gobernador está obsesionado con ello.
En aquellos momentos no sabía hasta qué punto era cierto lo que estaba diciendo. Poco después de ser presidente de Banesto, Mariano Rubio me pidió encarecidamente que presentara una querella contra Javier de la Rosa. Tenía, según el gobernador, obligación moral de hacerlo si quería defender a mis accionistas. Nunca llegué a interponerla. Ante todo porque los dictámenes jurídicos que solicité para que me explicaran las garantías de éxito y las posibilidades de fracaso no fueron excesivamente elocuentes. Diseñaban un cuadro en el que las posibilidades de triunfar y de perder ocupaban el mismo espacio. En el mejor de los casos, añadían, aun en el supuesto de que consiguiéramos una condena de Javier, ello no significaría que pudiéramos obtener reparación económica de los hipotéticos daños causados a Banesto. Por si fuera poco, dado que Javier y don Pablo mantenían una relación profundamente estrecha, siendo un hecho que muchas de las cosas que se le imputaban se debían a autorizaciones expresas o tácitas del entonces presidente del banco, técnicamente parecía imposible proceder contra Javier sin que más tarde o más temprano involucráramos a la alta dirección de Banesto en el mismo asunto. No me parecía estético comenzar mi mandato en el banco llevando a los tribunales a unos señores gracias a cuyos votos pude sentarme en el Consejo. Sobre todo para nada útil de cara a mis accionistas.
A Juan y a mí nos pareció descabellada la información que nos había transmitido Javier, pero nos quedamos, como vulgarmente se dice, con la mosca detrás de la oreja.
—Es muy raro todo esto que cuenta Javier, pero conviene que nos mantengamos alerta. Hay que recordar las amenazas de Rubio.
—Trataba de evitar nuestra entrada, nada más —apostilló Juan.
—Ni nada menos. Yo creo que no van a parar o por lo menos tenemos la obligación de pensarlo.
Lo cierto es que un día determinado del mes de noviembre, muy poco tiempo después de nuestro acceso al Consejo, se recibió en Banesto una comunicación de Sánchez Asiaín, el presidente del Banco de Bilbao, dirigida a Pablo Garnica, quien se encontraba fuera de Madrid porque había viajado a Andalucía para visitar a una hija suya que había elegido el camino del convento.
—Bueno, pues ya tenemos aquí la guerra organizada. ¿Has visto lo que dice el Bilbao?
—No. ¿Qué proponen?
—Pues más o menos esto: una especie de fusión Banesto-Bilbao en la que ellos llevarían la dirección del banco fusionado, y nos amenazan con que, si no aceptamos la propuesta, plantearán una oferta pública de acciones para comprar la mayoría del capital de Banesto y convertir el proceso en irreversible.
—¡Joder! ¿Y qué podemos hacer? ¿Qué dice don Pablo?
—Anda por Córdoba, creo, a visitar a una hija. Ya se le ha mandado nota y vuelve de urgencia.
—Esto solo puede suceder con el apoyo del Gobierno.
—¡Hombre, claro! No se atreverían a algo así de otro modo. Es una barbaridad, pero una barbaridad políticamente soportada y hasta estimulada. No me creo que los del Bilbao hayan decidido esto sin tener las garantías de que van a triunfar, y en este país triunfar es tener apoyo político. La cosa en verdad está complicada.
Aquello fue un acontecimiento que conmocionó a España y el origen, aunque sería mejor decir causa, de mi acceso a la presidencia de Banesto. A mí no me cabía ninguna duda de que estábamos ante una operación claramente política para evitar nuestro acceso al poder en Banesto: dado que no habíamos hecho caso a Mariano Rubio en su «sugerencia» de esperar para comprar acciones del banco, habían decidido actuar de forma violenta.
Sinceramente, no esperaba ni mucho menos una reacción de tal visceralidad que rompía el tradicional statu quo de comportamiento entre los grandes de la banca española. Sin embargo, días atrás andaba algo escamado. Junto con José María López de Letona entrevistamos Juan y yo a un individuo que quería fichar Letona para el puesto de director de internacional o algo parecido. No recuerdo ni su nombre ni su aspecto físico, pero sí un detalle concreto: trabajaba en el Banco de Bilbao y lo dejaría para venirse con nosotros. Acordamos el sueldo, las condiciones y se programó su llegada a Banesto.
Días después le pregunté a Letona por el individuo en cuestión. Me respondió con un gesto chocante indefinido que finalmente no vendría a Banesto porque al plantear el tema en su casa le dijeron que debería quedarse allí. Me extrañó mucho. Una explicación tan simple no me encajaba, pero tampoco le dediqué mayor cantidad de mi tiempo a tratar de descubrir lo sucedido. Cuando comprobé que el Bilbao se dirigía a Banesto de esa manera tan abrupta y hostil, comprendí que la razón de que ese hombre se quedara en el banco de Sánchez Asiaín residía, precisamente, en el papel que teníamos en nuestras manos dirigido a Pablo Garnica. Ahora entendía mi inquietud por aquella noticia.
Al margen de que no se trataba de un decreto ley del Gobierno, no teníamos la menor duda de que nos encontrábamos ante un movimiento aparentemente privado pero auspiciado, soportado y seguramente pedido y hasta ordenado por el Gobierno de Felipe González. Por tanto, harina del costal más peligroso que se despachaba en España en aquellos tiempos. Sin embargo, con un Garnica ausente, una nota en los medios de comunicación y unas inversiones cuantiosas en acciones del banco, además de un prestigio por en medio, no nos quedaba más remedio que reaccionar y manejar la situación de la mejor manera posible.
Eso, claro, es mucho más fácil de decir y hasta de escribir que de llevar a la vida ordinaria.
Siempre me han cargado esas personas que te dicen, ante un asunto determinado, cuando les pides su opinión, algo tan profundo, serio, concreto y rotundo como: «Hay que hacer las cosas bien». ¡Hombre, claro! ¡Solo faltaba que su consejo consistiera en que hay que hacerlas mal! Eso y nada es lo mismo, pero productores y consumidores de naderías no hay pocos por el suelo patrio. Lo importante es que debíamos tener claro en qué habría de consistir nuestra reacción, porque tenía toda la pinta de que habíamos tocado la parte más sensible de la orografía corporal del poder y por ello mismo podíamos esperar cualquier cosa. Claro que la valentía en muchas ocasiones consiste en la falta de conciencia de la dimensión real del riesgo. Eso nos debió de suceder porque visto desde ahora, con la experiencia de los años, nuestro comportamiento fue de un legionario encelado con la temeridad.
Aquella misma tarde, casi al compás de la nota oficial enviada por el Banco de Bilbao, recibimos una invitación de Sánchez Asiaín para acudir con él a cenar en la sede del Bilbao en Castellana.
—¿Qué te parece, Juan?
—Nada, que tenemos que ir.
—Sí, claro, a ver qué coño nos cuenta esta gente.
—¿Por qué dices «esta gente»?
—Porque también viene a la cena Emilio Ybarra, el consejero delegado. Tú le conoces, ¿no?
—Sí, claro, mucho.
—Pues ya veremos.
No necesitamos más de quince segundos de conversación entre nosotros para concluir que acudiríamos a la cita. Mi segunda comida con un presidente de los siete grandes bancos españoles. La primera tuvo lugar con Emilio Botín. Ahora, con Sánchez Asiaín, en una de las últimas plantas del edificio de Castellana desde cuyos ventanales se divisa una gran parte de Madrid, el asunto revestía caracteres de tragedia griega.
Esperamos un largo rato hasta que apareció en el comedor Emilio Ybarra, entonces consejero delegado del banco, que llegaba en el avión particular del Bilbao procedente de Barcelona, en donde, anticipándose a los acontecimientos, había explicado a una serie de empresarios catalanes las ventajas, pormenores y detalles de la absorción de Banesto por el Bilbao. Emilio exageraba esa actitud tan típica de los ejecutivos, bancarios o no, cuando necesitan manifestar al exterior su cansancio con gestos que desean aparentar agotamiento.
Nos sentamos a cenar y Asiaín comenzó a deleitarnos con su discurso, cuando Juan y yo, con un cierto punto de ingenuidad, le preguntamos acerca de las razones por las que se había decidido a dar un paso tan importante y, al mismo tiempo, tan rupturista con los buenos modos de comportamiento entre los grandes de la banca en España.
Asiaín hablaba con la mirada perdida en el horizonte, como Jaime Argüelles en mi primer Consejo de Banesto. Yo tuve la sensación de que no solo disponía de una mirada perdida. Y con ello no quiero decir que no fuera hombre inteligente, formado, con conocimientos y experiencia bancaria. No. De eso cabían pocas dudas. Pero se pueden tener tales atributos y al tiempo andar un poco desvariado sobre la realidad de la sociedad en la que vives. Ya he dicho que algunos teóricos de la macroeconomía eran gente inteligente, a pesar de lo cual los desperfectos que ocasionaron fueron de tamaño sideral.
Pues en mi opinión José Ángel Sánchez Asiaín quizá fuera un hombre situado más allá de los confines de lo real. Tal vez se tratara de persona presionada por el poder para ejecutar los planes de desbancarnos de Banesto, pero no daba la sensación de sufrir un milímetro por semejante labor. Al contrario: todo indicaba que encajaba a la perfección con su diseño existencial. Confieso que mientras más le contemplaba, más se reducía en mi interior la imagen de un banquero poderoso al que se supone dotado de cualidades intelectuales radicalmente superiores a la de la triste media hispana.
El discurso de Asiaín era etéreo, inconcreto, abstracto, pero sobre todo y por encima de todo, banal. Lisa y llanamente banal visto desde la perspectiva de alguien como yo, criado en la gestión diaria de la empresa, en los tratos en los que te jugabas el dinero en márgenes, amortizaciones, inversiones en maquinaria, nóminas y demás elementos de coste. Acostumbrado a lo concreto, a lo rabiosamente concreto, un discurso de semejante porte no podía sino parecerme banal. Seguramente sería ignorancia y ausencia de verdadero cultivo por mi parte. Lo admito, pero escribo ahora lo que sentí en aquellos días.
En su discurso el presidente del Bilbao manejaba las economías de escala como única herramienta conceptual que permitiera comprender la fusión. Juan y yo queríamos más concreción, más precisiones. Suponíamos que antes de dar semejante paso dispondría de algún estudio pormenorizado de los activos y pasivos de Banesto y los propios del Bilbao, así como de un modelo de balance y cuenta de pérdidas y ganancias del banco resultante. Sería lo mínimo, lo elemental. Vamos, que si se trata de juntar meriendas, pues habría que saber el tamaño real de cada bocadillo y lo que llevaba en su interior, no fuera a ser que uno contuviera cien gramos de serrano y el otro, veintiuno de jamón de York. Y es que nosotros éramos accionistas, habíamos invertido nuestro dinero y eso y las referencias abstractas a las economías de escala no se llevan demasiado bien. Dinero pide concreción.
Nada de eso se nos puso encima de la mesa, a pesar de que reclamamos con insistencia una información que a nosotros, pobres recién llegados a la banca procedentes del hortera mundo de la economía real, nos resultaba escalofriantemente imprescindible. Nada. Seguía con la frase «economía de escala» sin despegarse de su boca.