—Está claro, pero siempre tienes las plusvalías que con el dinero no tocas.
—Eso es. Al final hay que ver la rentabilidad en el tiempo. Ganas menos en el plazo inmediato y quizá más en el largo plazo.
—Entonces, ¿por qué dices que Banesto tiene peores ratios o como se llame?
—Porque los análisis financieros se hacen pensando en la rentabilidad inmediata y no en plusvalía de cartera de valores.
—Entonces, si vendo todas las empresas y pongo el dinero al crédito sin más, ¿Banesto sería más rentable?
—Sí, claro, los analistas dirían que es mejor banco.
—Pero menos rico, digo yo.
—Sí, eso es otro modo de verlo.
Entendí la diferencia entre ganar dinero y ser rico. No es lo mismo. Quizá por eso se dijera aquello de que hay más cosas en la casa de un rico venido a menos que de un nuevo miembro de la cofradía. La acumulación... Esa es la clave. Así que Banesto no sería demasiado bueno financieramente hablando, pero era rico y eso cuenta y mucho. Al final, el estudio de Antonio Torrero demostraba que, con independencia de otros factores de corte menos económico, si comprábamos bien, si no se producía un recalentón artificial del título en Bolsa al detectarse nuestra presencia compradora, podríamos enfrentarnos con una inversión razonable.
Con el esquema diseñado nos pusimos manos a la obra de comprar acciones, porque debíamos presentarnos ante el Consejo de Banesto con un cierto número de títulos en nuestro bolsillo que demostrara, con la incontestabilidad de los hechos, nuestras verdaderas intenciones.
—Mira, Mario, una cosa es hablar con las gentes y desgranarles un abanico de buenas palabras, de consideraciones geniales sobre estrategia, de nuevos modelos de gestión o cosas por el estilo. Eso está bien y se recibe con agrado, siempre que la exposición no se alargue demasiado, sobre todo si es después de comer. Pero lo que cuenta, lo que atrae la atención y algo más que la atención, reside en el dinero: si aparte de palabras bonitas o técnicas o ambas inclusive, uno se gasta su dinero, invierte, compra, se arriesga, eso vale mucho más que el mejor de los discursos sobre escuelas de management importadas a España. Así que a comprar.
La lógica de Juan era implacable. Con dinero se llega. A veces con palabras también, pero no siempre. Y para esa labor era necesario tener una estrategia clara.
Salvador Salort se quedó encargado de la operación en conexión directa con Reit, S. A. Se constituyeron un sinfín de sociedades, algunas con nombres particularmente curiosos, cuya única y exclusiva misión consistía en ser compradoras en Bolsa de acciones de nuestro banco.
—¿Por qué tantas sociedades? ¿Es que no vale con una?
—Bueno, es solo una estrategia de ocultación de comprador —nos dijo Salort—. Si se percibe que es comprador único desde el banco pueden calentar el título y subir artificialmente el precio.
—¿Eso se puede hacer?
—Pues claro que sí.
La verdad es que en la Bolsa española de entonces se podía hacer casi de todo. Sería interesante un libro que contara cómo y de qué manera se hicieron grandes o pequeñas fortunas, se ganó dinero con inversiones en Bolsa muy «orientadas» de antemano.
Además de acciones necesitábamos un embajador, alguien que transmitiera a quienes verdaderamente decidían en Banesto, los miembros de su Consejo, nuestros propósitos e intenciones. No tengo la menor idea de por qué pero Juan Abelló eligió para una misión tan delicada a Juan Herrera Fernández, casado con Lolín Martínez Campos, que ocupaba en Banesto la plaza de consejero que correspondía a su suegro. Juan Herrera se ofreció gustoso y solícito para el oficio de embajador de nuestras pretensiones. Yo, como digo, carecía de la menor idea de si la elección la llevó a cabo Abelló adecuadamente, pero Juan Herrera se presentaba con una ingente seguridad en sí mismo, transmitiendo constantemente una implacable sensación de dominio de los pasillos, despachos y demás recovecos del banco en los que se alojaba el poder real, un hombre dotado de una capacidad de sugestión tal que me pareció la persona adecuada en el momento justo.
Nuestros contactos con Juan Herrera se multiplicaban en la bombonera —así la llamaban los críticos con Juan—, que se construyó en el despacho de Petromed, en el edificio colindante con La Unión y el Fénix. Casi a diario nos relataba, con la parsimonia de quien desea transmitir que su relato reviste importancia capital para la vida de sus interlocutores, lo magníficamente bien que caminaban nuestros deseos en las alturas bancarias, cómo, gracias a él, se percibían llenos de sentido común y que, por tanto, no dudaba en absoluto del éxito de la empresa que con tanto primor le encomendamos. Nada de que extrañarse. El embajador siempre actúa así. Aunque en ocasiones te presenta las cosas con mayor dificultad de la real con el propósito elemental de valorar su gestión. Pero Juan no actuó así. Todo parecía un camino de rosas, y de esas rosas tan curiosas que no tienen espinas. Así que...
Con un esquema de trabajo tan sólido me fui a Mallorca a veranear y a preparar el
Pitágoras
para las regatas de Puerto Sherry que se celebrarían ese año a finales de agosto. Mientras ajustábamos la escota de génova, trimábamos la mayor y apurábamos el ángulo de ceñida al límite de lo que permitía el barco, sobre la mesa de cartas se encontraba el parte diario enviado por Salort indicando el número de acciones de Banesto compradas, el importe total, el precio medio y el porcentaje alcanzado hasta ese día.
Me sentía tranquilo porque las manifestaciones de Juan Herrera lo permitían. En aquellos días ignorábamos lo que verdaderamente ocurría en el interior del banco, que, según me contó César Mora, carecía de ese tono idílico que relataba Juan.
Mis planes interiores caminaban a la perfección: si todo salía bien, pronto estaríamos en el Consejo del banco y podría, alcanzado el sueño de Juan, dedicarme a mi verdadera aspiración de aquellos días: atravesar el Atlántico, llegar a Panamá, cruzar su canal y encarar el Pacífico con destino a las islas Marquesas.
Concluido el verano de 1987, retomamos el asunto Banesto. Juan Herrera daba la impresión de flaquear en su misión. Parecía que su eficiencia se reducía cada día. César Mora me relató años después que aquel verano, siguiendo la costumbre de la casa, los consejeros se reunieron en Noja, lugar de veraneo de Pablo Garnica, el presidente, y comentaron entre ellos las incidencias de la actuación de Abelló y Conde. Tomando en consideración la situación del banco, con la presión endemoniada de Mariano Rubio y el papel de Letona, llegaron a la conclusión de que tal vez podríamos resultar útiles al banco, así que la solución consistía en dialogar con nosotros una vez llegado septiembre. De esta manera comenzaron los contactos directos con el presidente del banco, eliminando a Juan Herrera, lo que ya se imagina fácilmente que no le gustó demasiado. Pero como hay que ser realistas, si los que mandaban decían que era con ellos y no con Herrera con quien teníamos que hablar, pues por lo del patrón y el marinero nos pusimos al habla.
¿Cómo se estructuraba en personas el campo de batalla, por llamarlo de algún modo? ¿Quiénes eran los hombres claves de ese territorio sagrado en el que Juan, sobre todo Juan, y derivadamente yo, queríamos ser admitidos? Pues, como digo, eran dos familias las que, al menos desde fuera, parecían claves.
Pablo Garnica padre estaba de nuestro lado. Era hijo de Pablo Garnica Echevarría —que debió de ser un gran hombre— y había heredado de su padre la posición en el banco. Los Garnica no eran accionistas significativos de Banesto, ni siquiera reuniendo las acciones de todos los miembros de la familia, pero el padre, el verdadero don Pablo, tenía una enorme influencia en Banesto. Su hijo, Pablo Garnica Mansi, el «don Pablo» de mi llegada al banco, era un hombre terriblemente tosco en el trato, poco amante de la cultura, anclado en ideas políticas y vitales tremendamente romas, pero que dominaba el aparato de poder de la casa. Argüelles padre era un hombre exquisito en el trato, educado, pulcro, siempre bien vestido, con un punto, a veces, de extravagancia, embajador de España, presidente de La Unión y el Fénix, puesto que ejercía solo nominalmente, y muy aficionado a las mujeres, según se comentaba por Madrid en tono claramente elogioso. En la última planta del edificio negro, que siempre me fascinó, en el que tenía su sede central la aseguradora vinculada a Banesto, existían dos dormitorios permanentemente a punto. La explicación oficial consistía en que, dado que los socios franceses acudían a Madrid con ocasión de la celebración de los consejos, resultaba más cómodo que se alojaran en el Fénix que en un hotel de la capital, lo cual, sinceramente, me parecía una justificación más que pintoresca. Por cierto, coincidí un tiempo con consejeros de nacionalidad francesa y ninguno de ellos pensó siquiera en utilizar las estancias de don Jaime.
Estas eran las dos familias que en aquellos momentos se disputaban el dominio ejecutivo en el banco. Cada una de ellas tenía su príncipe: los Garnica, a Pablo Garnica, yo creo que buena persona, no excesivamente brillante, simple de planteamientos, amigo de Juan Abelló, quien creía que su posición en el banco era algo que formaba parte de la herencia de su padre, algo así como un mueble, un cuadro o una finca. Jacobo Argüelles, el otro príncipe, bajito, rubio, decían que era mucho más listo que Pablo y buscaba siempre los favores del Banco de España, con lo que había conseguido granjearse la fama de ser un buen técnico, lo cual nunca pude comprobar. Los Argüelles habían pasado una temporada «en baja», en cuanto a su influencia se refiere. Sin embargo, con la llegada de López de Letona su cotización ascendió muchos enteros.
El resto de las familias eran fundamentalmente fieles a don Pablo, aunque con algunos matices, sobre todo por parte de Pedro Masaveu y Juan Herrera. Quizá el punto común de ambos residía en que eran fieles, pero sobre todo cada uno de ellos a sí mismo. El primero era un hombre ciertamente atípico. Alto, grande, gordo, casi pelirrojo, de origen asturiano pero con mezcla de sangre irlandesa, que a veces reía como un niño, permanecía casi siempre en paradero desconocido. Dueño de una gran fortuna, vivía a mitad de camino entre sus residencias de Asturias y Marbella. Su vida estaba marcada por una enfermedad muy grave que le produjo la muerte poco después de abandonar el Consejo de Banesto, cuando todavía yo era presidente.
El más singular de todos era, sin duda, Juan Herrera. Inteligente, hábil, buen negociador, flexible de planteamientos. Un día, en su casa de Madrid, vi una foto suya de cuando era joven. Me dio la sensación de ser un hombre guapo y, como podía ser simpático cuando quería, estos atributos físicos debieron de pesar mucho en su mujer, Lolín Martínez Campos, para casarse con él.
Pues bien, tanto Argüelles como Herrera se situaban sin duda en baja, en lo que a poder e influencia en el banco se refiere, antes de la llegada de López de Letona. Este era un hombre alto, con el pelo alisado a base de fijador, de ese antiguo de color verde que se vendía en latas de cristal, de voz muy fina, excesivamente fina, de gestos educados, que, a la mínima, se transformaban en histéricos, primo o pariente de Mariano Rubio, el gobernador en aquellos momentos, que había sido ministro de Industria y también gobernador, después presidente del Banco de Madrid y, como expliqué más atrás, cuando Banesto sufrió los problemas terribles de una de sus filiales, la Banca Garriga Nogués, que operaba fundamentalmente en Cataluña bajo la dirección de Javier de la Rosa, Mariano Rubio lo impuso como vicepresidente ejecutivo de Banesto, con todos los poderes y con un propósito inequívoco: llegar a presidente de Banesto el 16 de diciembre de 1987. Las «familias» no tuvieron más remedio que aceptarlo, pero desde el mismo momento de su llegada, Pablo Garnica se fijó como objetivo único boicotearle. Por el contrario, los Argüelles le apoyaban, porque Letona quería nombrar consejero delegado a Jacobo en cuanto fuera presidente.
En esta situación, el primer paso era tratar de convencer a los miembros del Consejo de Administración de Banesto de que aceptaran nuestra entrada.
—¿Y por qué tendríamos que hablar con los miembros del Consejo? —pregunté a Juan Abelló.
—Pues es evidente: porque en el Consejo reside el poder del banco. Si ellos deciden nombrarnos consejeros, seríamos consejeros.
La lógica de Juan volvía a ser implacable. Si teníamos acciones, mejor que mejor, porque serviría para justificar la decisión, pero en la banca española, no solo en Banesto, ni siquiera fundamentalmente en Banesto, existían muchos consejeros que tenían muy pocas, pero que muy pocas acciones. Y lo cierto es que los Consejos bancarios retribuían bien, muy bien. En el terreno económico era mucho más rentable ser consejero de un gran banco que abogado del Estado o ingeniero de Caminos, por citar dos de las profesiones más difíciles. Claro que para eso, para ser consejero de banco, no se convocan oposiciones ni se cursan estudios en ninguna Universidad. Las cosas circulan por otros derroteros. Si tienes contactos y te nombran, pues bien. Si no los tienes, mejor dedicarte a otra cosa.
Teóricamente al menos, las familias se enfrentaban a un dilema: por un lado, nosotros podíamos ser la tabla de salvación frente a Letona, que es lo mismo que garantizar su subsistencia, puesto que el primo del gobernador, como me reconoció en privado, tenía el propósito, una vez que hubiera accedido a la presidencia de Banesto, de provocar una profunda remodelación del Consejo, lo que es equivalente a cesar a todos o algunos miembros de las familias y sustituirlos por personas del entorno del Banco de España. No podía ser de otra manera: si digo que el poder lo tiene el Consejo, es obvio que el presidente nombrado con fórceps tiene que fabricarse un Consejo a su medida si quiere subsistir. Lo tenían claro como el agua. Los que iban a ser cesados y los encargados del cese.
Pero, por otro, nuestra entrada representaba una profunda alteración del esquema de poder tradicional, puesto que éramos accionistas significativos que invertíamos nuestro dinero y, en consecuencia, el modo de organizarse el poder en el banco sufriría una transformación cualitativa. Es claro que no éramos dueños del banco. Pero el Consejo tampoco. Y si teníamos muchas más acciones que todo el Consejo y una personalidad fuerte en el seno de la sociedad española, al menos en la rama económica, la entrada de dos sujetos así no cabe duda que implicaba un movimiento sísmico nada despreciable. Pero, claro, la situación, sin embargo, no permitía excesivas vacilaciones. Nos encontrábamos en septiembre y si alguien no lo remediaba, en el mes de diciembre se cumpliría el diseño y Letona sería presidente de Banesto. El tiempo apremiaba, al igual que sucedió con Montedison, en donde la necesidad de comprar antes de fin de año se convirtió en un requerimiento vital para Schimberni. Ahora, en este momento de mi vida, de las vidas de Juan y mía, de nuevo el tiempo volvía a convertirse en aliado. Ya llegaría el momento en que actuara como enemigo, suponía, porque nada sucede para siempre, y el aliado de hoy es enemigo de mañana. Pero de momento hoy es hoy y lo de mañana lo dejamos para un rato más tarde. Por eso Juan y yo teníamos absolutamente claro que había llegado la hora de sentarse cara a cara con las familias y decidir, de una vez por todas, la operación en un sentido u otro, aunque para Juan no cabía más que uno.