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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (30 page)

BOOK: Los días de gloria
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Es curioso. Durante los años en que tuve mucha confianza con su majestad le dije a don Juan Carlos que la mejor, quizá la única manera de garantizar el futuro de la Monarquía española consistía, precisamente, en convertirse en punto de unión de las diferentes regiones o nacionalidades. La pluralidad de la España estructurada conforme a la Constitución de 1978 podría ser, curiosamente, un activo al servicio de la Monarquía, porque si tuviéramos forma republicana, el presidente elegido tendría que ser de alguna región o nacionalidad en concreto, y ello podría lastimar su independencia para gestionar el Estado en su conjunto, mientras que la Monarquía, al regirse por el principio sucesorio, carece de semejante problema. Pero para eso tenía que mantenerse con absoluta equidistancia de los diferentes partidos. Y Aznar evidenciaba poco respeto por el Monarca. Creo honestamente que obligó al Rey a escorarse en exceso en el asunto autonómico y eso provocó que el modelo que yo diseñaba fuera muy difícil, por no decir imposible, que pudiera ser llevado a la práctica, aun sin necesidad de traducirlo en normas constitucionales, simplemente a base de un entendimiento de los partidos nacionales y nacionalistas. Pero esto es solo una apreciación personal.

Terminado el almuerzo, Luis María quiso enseñarme una gigantesca biblioteca que había construido en los bajos de la casa, y cuando digo bajos lo escribo en sentido estricto porque se trataba de una biblioteca subterránea. Una preciosidad. No solo la estética, sino, además y seguramente sobre todo, los libros, clasificados, ordenados, guardados y preservados con meticulosidad extrema. Al fondo, un verdadero teatro, es decir, un escenario en el que, según me contó Luis María, se efectuaban representaciones privadas con los mejores autores españoles. En la derecha, un gigantesco busto de don Juan de Borbón evidenciaba el respeto y cariño que mi anfitrión sentía por el padre de don Juan Carlos.

Nos sentamos en el sofá situado a la izquierda, una vez superado el escenario. Pedí café. Percibí que Luis María se encontraba algo agitado y no es estado habitual en él. Seguramente un asunto de fondo, algo que me quisiera contar. Comenzó por decirme que estaba pensando escribir un libro sobre el Rey, a lo que le respondí que eso era materia inflamable, debido a que cuando se escribe con una firma como la suya no caben eufemismos ni medias verdades, porque después aparece el juicio de la historia, que suele ser implacable. Porque la verdad se acaba sabiendo, más tarde o más temprano.

—Por cierto, Mario, lo que me he planteado es algún día contar la verdad de lo sucedido en Banesto, bueno, mejor dicho, contigo, porque Banesto no era sino una excusa.

—Sí, algo de eso me dijo Alejandra que le comentaste en su boda, y Paloma también me explicó que hablaste con ella de este mismo asunto.

—Sí, lo hice. Se trata de desvelar la trama, el acuerdo de Aznar y González para descabalgarte y encarcelarte. Yo conozco bien este tema.

—Sí, claro, Luis María. Todos los que sufrimos esta bestialidad conocemos algo, pero...

—Yo dispongo de datos diferentes, Mario.

Me cortó en seco y eso me extrañó. Luis María habla acelerado cuando coge carrerilla en un discurso y como tiene enorme facilidad de palabra, muy buena dicción, enorme cultura y gran facilidad para construir, sus exposiciones resultan siempre interesantes. Pero esta vez me sorprendió porque no parecía que iba a alzar la voz, a incrementar un poco el volumen de su parlamento, que suele ser lo habitual en él en tales ocasiones. Por eso le contesté de modo impreciso y sin enfatizar:

—Ya, sí, pero...

—Es que yo estaba comiendo con Narcís Serra el día 28 de diciembre, el día en el que intervinieron Banesto y pude oír exactamente todo lo que se dijo, quiénes llamaron, lo que se comentaba... Por eso tengo datos diferentes a los demás.

Aquella confesión me dejó de piedra. ¿Cómo era posible que Luis María Anson almorzara con el vicepresidente del Gobierno ese día, cuando Narcís Serra era, precisamente, la persona que había sido encargada de la operación política? No tenía sentido que ese hombre quisiera dejar testigos, ni mucho menos un testigo del mundo de la prensa y comunicación como Luis María Anson. No. Narcís Serra ese día no comería con un testigo.

En ese instante me asoló la pregunta que se formó en mi interior, como se forman los tornados en el campo, girando sobre un eje ideal a toda velocidad, provocando una energía altamente poderosa. ¿Acaso Luis María Anson no era testigo? Si no lo era, no quedaba más remedio que concluir que ese día almorzó con Narcís Serra porque Luis María estaba al tanto de la operación... La conclusión era brutal, pero la confesión conducía a ella de modo irreversible. Además, de esta forma podía entenderse la posición adoptada por el
ABC
, que en muchas ocasiones fue incluso más agria y demoledora que la de
El País
.

Me quedé impresionado interiormente al tiempo que consumía un ruidoso silencio externo, tan ruidoso que Luis María debió de captar mi pensamiento porque en tono entre comprensivo y doliente me dijo:

—Es que tienes que entender que si un solo medio de comunicación hubiera contado la verdad, la operación no podría haberse ejecutado. Y el
ABC
era determinante en el PP. Si el
ABC
se pone en contra, habría sido imposible.

No quise profundizar. Me encontraba incluso aturdido. Una cosa es creer que conoces al hombre y otra, no parar de llevarte sorpresas una detrás de otra. Entendía lo que decía Anson. Claro que lo entendía: con el
ABC
contando la verdad la operación no habría resultado posible. Pero ¿por qué renunciar a la verdad? ¿Cuál fue el precio? ¿Qué le ofrecieron a cambio? ¿Quién más en el periódico de los Luca de Tena se encontraba al tanto de la necesidad de mentir?

Envuelto en mis pensamientos me fui alejando del escenario físico procurando que no se diera cuenta de mi turbación interior. Pero las preguntas del ¿por qué?, ¿a cambio de qué?, ¿en qué consistió el precio?, no dejaban de resonar por mis adentros. Nos despedimos. Me fui con mi inquietud, almacenando turbación.

Tiempo después Luis María volvió a insistir en que almorzáramos. Yo tenía mal la agenda porque tomaba un Ave a Sevilla a las cuatro. Paloma, mi secretaria, le sugirió a la suya que mejor otro día, pero Luis María insistió en que no le importaba comenzar a la una. Daba la sensación de que tenía urgencia en hablar. Quedamos en el Café de Oriente, un clásico de toda la vida. Creo recordar que en aquel enorme restaurante solo dos mesas, incluyendo la nuestra, estaban ocupadas. Luis María no se anduvo con rodeos.

—Acabo de comer hace unos días con González y ya tengo el eslabón que me faltaba para que tengas todos los datos sobre la intervención de Banesto.

Esas palabras fueron pronunciadas con cierta solemnidad. Teóricamente deberíamos haber comenzado esa conversación conectando con la admonición de su casa meses atrás en la que me reconoció su almuerzo con Serra precisamente el día de autos. Pero Luis María prefería dejar aquello en su lugar e ir directamente al grano y de ahí la solemnidad de quien dispone de algo trascendente para conocer la historia de un país. Y, a fuer de sinceridad, algo de eso tenía en sus manos.

—Pues dime, que, como es normal, me interesa.

—Felipe me contó que un día se presentó Serra a decirle que el Rey hacía demasiados comentarios sobre la necesidad de un Gobierno de coalición debido a la penuria económica y política de finales del 93. Y que lo comentaba incluso en presencia de militares, que acabaron en el despacho de Serra para informarle de ello.

—Ya. ¿Tú te lo crees?

—Bueno… Es lo que me dijo Felipe... La verdad es que no sé si con tanto detalle, pero el Rey en ocasiones no mide mucho el interlocutor...

—Yo creo que es totalmente cierto, conociendo como conozco a don Juan Carlos y la forma de expresarse que suele utilizar en ocasiones. El Rey considera que todo lo que te cuenta es secreto, que no puedes compartirlo con nadie, pero lo que le cuentes a él tiene derecho a reproducirlo, lo cual es un modo peculiar de entender las cosas.

—No entro en eso... La verdad es que se preocuparon de que pudiera darse un intento de conseguir el Gobierno al margen de los partidos políticos y que si eso implicaba a la Corona de un modo u otro, podríamos estar ante un caos nacional.

—Ya.

—Por eso tomaron la decisión, pero necesitaban de Aznar.

—Eso, supongo, no les sería demasiado difícil, a la vista de cómo Aznar se ha portado conmigo.

—No, desde luego que no.

—Recuerdo que en diciembre de ese año, charlando un día en la Moncloa, Felipe me dijo que era consciente de que Aznar le odiaba, pero que a quien no podía resistir, quien era verdaderamente su bestia negra era yo. Le pregunté por qué y con esa mala uva que los andaluces utilizan de vez en cuando me dijo que Aznar quería su sitio, su puesto de presidente del Gobierno, y que eso con suerte un día podría llegar a conseguirlo, pero que lo que realmente deseaba, lo que quería era ser Mario Conde y eso no lo podría conseguir nunca...

—Pues sí..., no es que te quisiera mucho. Pero aun así necesitaban el contacto y utilizaron a Juan Abelló.

—¿A Juan?

—No te puedo garantizar que sea cierto, pero es lo que me dijeron. Prefiero no desvelar el nombre.

—¿Qué papel cumplía Juan?

—Pues primero el acercamiento a Aznar. Era notorio que Aznar estaba obnubilado con la riqueza y los cuadros de Juan Abelló. Todo Madrid lo sabía. Además tienes que entender que en ese momento Juan era creíble respecto de tus últimas intenciones, y si garantizaba que querías dedicarte a la política, su testimonio tendría peso.

—Sobre todo si querían creerle, si necesitaban creerle para ejecutar sus planes.

—Sí, claro, así es, pero tienes que entender que todo cuadra. Por eso no informaron a nadie en sus respectivos partidos, ni Aznar ni Felipe. Ni siquiera a Solbes y mucho menos al gobernador del Banco de España.

—Fíjate, Luis María. Pocos días después de la intervención bajaba a Sevilla en el Ave. En el mismo vagón se encontraba Alfonso Guerra. Pasado Córdoba, vino a sentarse frente a mí. Charlamos de muchas cosas que no hacen al caso ahora, pero tocó el tema de la intervención asegurándome que habían sido «ellos», y con esa palabra designaba los entornos de Rubio, Solchaga, Solbes...

—Pues no, en eso no estuvo fino, y Guerra suele equivocarse muy poco.

—Es que visto desde fuera es lógico pensar así, porque encajaría como venganza de todo lo que sucedió con el caso Ibercorp, que marcó el declive del socialismo, al menos de cierta rama del socialismo.

—Sí, pero la cuestión fue exterminarte, eliminarte de la vida política. Y tú fuiste muy ingenuo en tu comportamiento al no entender que estabas sentenciado desde el primer momento.

No quise seguir. No era necesario. Estaba claro que le plantearon a Anson la necesidad de que colaborara porque de otro modo la Monarquía podría estar en peligro. Ese argumento es muy efectivo con Luis María. Poco importa que uno de los promotores de un Gobierno de coalición fuera el propio Luis María. A veces la historia hay que reescribirla en detalles que encajen con nuestra conveniencia. Pero lo que me contaba era perfectamente creíble. Además absolutamente lógico. Lo sucedido se acoplaba como un guante a la explicación que me dio Luis María.

Salimos a la calle y nos despedimos porque comenzaba a ser urgente llegar a la estación. En ese momento Luis María me dijo:

—Te he contado todo esto porque tienes la obligación moral de relatarlo. Los que siempre hemos creído en ti tenemos el derecho a pedírtelo.

—Ya, Luis María, pero quienes tienen que contarlo son los protagonistas directos de esa conspiración y me temo que eso no lo harán nunca.

—Aznar desde luego que no. Felipe también estoy convencido de que no, pero con menos énfasis.

—En lo que me has dejado de piedra es en lo de Juan.

—Pues es lo que me dijeron, pero...

En el Ave, mientras el tren recorría a toda velocidad los kilómetros que separan Madrid de Sevilla, di vueltas y más vueltas a la conversación con Luis María. ¿Sería cierto su almuerzo con Felipe? No tengo la menor duda. ¿Por qué iba a inventarse esa historia? ¿Qué ganaba con ella? Su admiración por Felipe era una de sus constantes vitales y seguía en plena efervescencia. Poco sospecha Luis María que en el año 1993 una de las obsesiones del entonces presidente del Gobierno era, precisamente, Luis María Anson y quería como fuera acabar con él como periodista en la campaña para las elecciones generales de ese año. ¡Cosas de la vida!

Tiempo después, en el primer semestre de 2010, en un programa de Intereconomía, Luis María Anson reconoció este almuerzo con Narcís Serra el día en que intervenían Banesto. Eduardo García Serrano, que participaba en el programa debate, le preguntó cómo fue que Narcís Serra consintió en comer con él en un día tan importante.

—Es que el almuerzo estaba convocado con mucho tiempo.

La respuesta fue tan evasiva como elocuente. Eduardo no insistió porque era a todas luces innecesario. La propia respuesta de Luis María lo había dejado todo claro. Solo quien estaba en la operación podía estar en ese almuerzo.

Llegó el Ave a Sevilla y yo a Los Carrizos. Venía todavía turbado por la conversación con Luis María.

En ese instante en mi móvil una llamada de Ignacio Peláez.

—Oye, que he hablado con Choclán y dice que le gustaría verte y comer contigo.

—¡No me jodas, Ignacio! ¿Cómo va a ser eso?

Ignacio Peláez era fiscal de la Audiencia Nacional mientras se celebraba el juicio Banesto. Amigo del profesor García de Pablos, que llevó el recurso ante el Supremo en el caso Banesto y en Argentia Trust, se mostró siempre simpático conmigo. Recuerdo que a través de García de Pablos me envió unos CD de música brasileña a prisión. Después pasó a encargarse de mis asuntos penitenciarios, tal y como he relatado en
Memorias de un preso
. Pero lo de Choclán...

José Antonio Choclán es juez. Joven y jurídicamente bien formado, se encargó de la ponencia de la sentencia del caso Banesto. Fue, ni más ni menos, el juez que redactó la propuesta de sentencia a ser sometida a los demás miembros de la Sala que me condenaría a diez años de cárcel, que luego el Supremo, con la ponencia de Martín Pallín, elevaría a veinte. ¿Cómo iba a ser posible que el juez que me había condenado quisiera verse conmigo? ¿Qué sentido tenía? ¿Acaso para recriminarme más? ¿Acaso para explicarme lo obvio? La verdad es que esos acontecimientos sucesivos me estaban dejando aturdido.

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