Desde entonces, desde aquella admonición referida a los problemas de nacionalidades diferentes, de pueblos subyugados, de ideologías con componentes religiosos, no hemos cesado de leer —a menos quienes tengan estómago para ello— las consecuencias medidas en términos de vidas humanas de cuanto le dije aquella tarde al líder soviético.
Pues bien, el 14 de octubre de 1993, Igor Ivanov se sentaba en mi despacho de presidente de Banesto. El motivo formal de la entrevista consistía en encontrar fórmulas para intensificar los intercambios comerciales entre nuestros países. Frente a mí un hombre de estructura física potente, con una calvicie ya cruzando la parte superior de su cabeza, ojos oscuros y piel morena, con una mirada que rezumaba determinación e inteligencia. Se movió con cautela en lo físico y en lo verbal en los primeros compases de nuestro encuentro. Pero en un determinado momento me sorprendió porque comenzó a exponer ideas sobre la situación política española. Seguramente debido a mi gesto de cierta sorpresa, Igor quiso evidenciar credenciales.
—Durante años, señor Conde, yo he sido responsable de información política sobre España. Yo pertenezco al Partido Comunista y en concreto a sus servicios de inteligencia. Por eso conozco bien la sociedad española y sus líderes. En particular a Felipe González y a Alfonso Guerra. Por eso le hablo con conocimiento de causa.
—Ya, claro, pero ¿cómo ve usted las cosas por nuestro país?
—Pues, sinceramente, veo a Felipe González cansado, agotado, sin ganas de enfrentarse con la nueva situación que se nos viene encima.
—Puede ser, pero acaba de ganar unas elecciones generales...
—Sí, pero aun así le digo que no le veo con ganas. La sociedad española necesita algo nuevo. Pero no solo en ideas, sino en personas, algo diferente de lo que se ofrece en la clase política actual.
Sorprendido, claro, por estas declaraciones que venían de una persona importante, embajador de un país en proceso de transformación, pero, además, miembro de su servicio de inteligencia, lo que ya es mucho decir, y que alguien así insistiera ante un banquero del que se decía que tenía claras aspiraciones políticas acerca del agotamiento de Felipe González, de la necesidad de sustituirlo recién ganadas unas elecciones y que esa sustitución se materializara en personas nuevas y diferentes de la tal clase política... Pues eso, contemplado en la distancia del tiempo, era más bien trilita.
Nos despedimos sin otras palabras y otros compromisos que los meramente formales de rigor. Nada más regresar a mi mesa de despacho, Paloma Aliende, mi secretaria, me anunciaba que Miguel Roca deseaba hablar conmigo por teléfono. Le atendí.
Estos recuerdos venían a mi memoria mientras deglutía el hecho de que Igor Ivanov estuviera allí en El Cacique y me enviara una botella de champán. El matrimonio concluyó su almuerzo antes que yo, y como mi mesa se sitúa en el camino de salida a la calle de Padre Damián se detuvieron los dos. Me levanté y fui a su encuentro. Tuvimos allí un breve parlamento en el que me explicó que venía con cierta frecuencia por España y poco más. Deseaba verme. Tiró de agenda y señaló una fecha, lejana en el tiempo, casi con un mes de anticipación. La anoté y a continuación me dijo:
—Le dejo este número de teléfono. Es oficial. Actualmente en Moscú desempeño un puesto oficial. Quedamos en esta fecha y para cualquier cosa me llama a ese número. Me alegro mucho del reencuentro, señor Conde.
Volví a mi casa con la cabeza algo agitada. A pesar de que mi tiempo en prisión me había proporcionado mucha serenidad interior, este tipo de cosas, la mezcla de vivencias de hoy y recuerdos del ayer aunados como si la barrera del tiempo desapareciera entre ellos, a pesar de que habían transcurrido doce años, te genera una inquietud considerable. La calmé como pude, pensando en que al fin y al cabo era un encuentro casual, que Igor volvería a Moscú y que no se acordaría de esa cita, porque yo en esos momentos tenía poco que ofrecerle y los políticos suelen consumir su tiempo en función de conveniencia. Es verdad que su mujer al despedirse me dijo con un tono amable y cargado de profunda sinceridad que los españoles se habían perdido una gran persona para dirigirles, porque yo, según ella, habría sido un magnífico presidente. Es verdad, pero incluso el «habría» abundaba en mi tesis de que tal hubiera sido, pero no tenía posibilidades de serlo, así que mejor, como digo, dedicarse a otra cosa, porque con una botella de champán y unas amables palabras se queda muy bien, suficientemente bien.
Pasó el tiempo y llegó el día previsto. Como se trataba simplemente de confirmar una cita, pedí en mi casa a un amigo mío, mientras me dedicaba a otros menesteres, que llamara a ese número, al que me dio Igor, para confirmar que en efecto al día siguiente llegaría, como estaba convenido, a mi casa de Madrid. Al cabo de dos horas me llama mi amigo.
—¡Joder, tío! Pero ¿adónde me has dicho que llame? Me han preguntado que cómo tenía ese teléfono, que es de alta seguridad, que quién era, dónde vivía, a qué me dedicaba, con quién había hablado, quién me dio el número... No sé, mogollón de cosas. Un examen de locos. Me quedé acojonado. Pero ¿de quién se trata? ¡Joder! Debe de ser la leche porque...
Sonreí, porque me imaginaba algo así, pero no tanto. Al fin y al cabo, era solo confirmar la cita.
—Pero ¿te han confirmado la cita?
—Sí, claro, viene mañana en avión especial y a las dos y media estará en tu casa. No me hagas más putadas de estas.
La calle Triana tenía un aspecto singular a esa hora, a las dos y media del día de la cita. Nadie visible en ninguno de los dos costados de la calle en la que vivo desde 1984. En dos ocasiones, mientras era presidente del banco, la cambiaron de dirección por razones de seguridad. Ese día, como digo, un extraño ambiente parecía instalarse en las cercanías de mi domicilio. Quizá fuera sugestión derivada de lo que me contó mi amigo, pero eso es lo que sentí.
Puntualidad espartana. Llegó Igor. Almorzamos juntos. Me contó que en ese instante era secretario del Comité de Seguridad de Rusia y que sus salidas tenían que ser expresamente autorizadas por el presidente Putin. En ese caso, su almuerzo conmigo había recibido la aprobación oficial. Igualmente me puso en antecedentes de que, mientras yo estuve en prisión, él fue ministro de Asuntos Exteriores y como tal vivió las guerras balcánicas. No quiso ser demasiado explícito en los horrores de esas barbaridades. Ahora entendía bien el susto de mi amigo cuando llamó a ese teléfono...
La conversación se centró en la Unión Europea, en el papel de Francia, en las dificultades que atravesaríamos a corto plazo todos por el modelo de Unión elegido, para concluir centrándose en los problemas de su país. No tenía dudas de que el mercado como instrumento perfecto había fracasado. Me dijo que las fuerzas de regreso a posiciones anteriores no eran despreciables. Hablamos del crecimiento de las mafias, que, según Igor, constituían el verdadero poder que amenazaba el del Estado y que la decisión de luchar contra ellas era total y absoluta. Perseguirían a los mafiosos que poseían ingentes cantidades de dinero y trataban de comprar a los políticos. Me puso el ejemplo de los pocos dólares que se necesitarían para comprar al Parlamento entero, poco, claro, en relación con las siderales fortunas que conseguían los individuos en cuestión.
Interesante todo ello, sin la menor duda, aunque no entendía por qué un viaje desde Moscú para almorzar conmigo si ese era todo el tema de conversación, si no existían otros asuntos que pudieran motivar semejante movimiento. Pese a ello, Igor no daba la sensación de querer transmitirme secreto alguno, ni preguntarme cosas que ignorara, cuando, en verdad, es mucho más lógico que estuviera en posesión de secretos que yo desconociera que lo contrario. Pero no, nada salía de su boca y observándole con cuidado no fui capaz de percibir ninguna muestra de un lenguaje corporal que me indicara incomodidad, tensión o algo parecido.
Concluido el almuerzo, continuamos en el salón de casa tomando café y la tónica no varió en cuanto a los asuntos manejados. Poco antes de despedirse, cuando ya era claro que en breves instantes tendría que dejarme, Igor me dijo:
—Bueno, señor Conde. Usted sabe que nosotros sabemos todo. Tenemos información de todo lo sucedido. Si algún día nos necesita, no deje de llamarnos. De igual modo, si algún día le necesitamos, le llamaré. Aquí tiene el teléfono de contacto para garantía de privacidad.
Escribió en un papel el número y un nombre. Me lo entregó con gesto de extrema cautela. Iba a preguntarle de quién se trataba, quién era el contacto. No hizo falta porque se anticipó y me lo dijo. Al escucharlo entendí que quisiera la máxima discreción. Salí a despedirle a la calle, que seguía conservando el aroma de soledad densa y tensa. No vi nada especial. Nos dimos un fuerte apretón de manos. Se fue.
Desde entonces ni he usado el teléfono que me dio ni he vuelto a tener noticias suyas. No sé qué habrá sido de su vida. Pero no dejó de intrigarme la conversación porque cuadraba poco que un hombre de su importancia pidiera permiso a Putin, usara un avión especial y viniera a verme para hablar de esa materia. ¿Alguien cortocircuitó la conversación antes de que se produjera? No lo sé. No tengo manera de averiguarlo de modo fehaciente. Pero como estaba intrigado hablé con un amigo que había sido ministro de Exteriores de otro país europeo al tiempo que lo fue Igor. Le relaté el encuentro con ocasión de un viaje suyo a Andalucía, una vez abandonadas sus responsabilidades ministeriales. Fue muy claro.
—Por mucha que sea la amistad que puedas tener con Igor —me dijo—, no es normal lo que me cuentas. Puedes tener por seguro que quiere algo de ti. No sé qué es, ni siquiera si algún día te lo planteará. Es persona seria. Pero es persona de los servicios de inteligencia y seguridad.
Seguramente mi amigo tenía razón, pero en cualquier caso el suceso revestía hechos, insisto, hechos, lo suficientemente interesantes como para alimentar una mínima intriga. Pero apenas si tuve tiempo de dedicarme a esas labores porque la verdad es que nada más salir de prisión comenzaron a producirse algunas peculiares citas en las que se me hacían confidencias de contenido más que interesante. Igor se limitó a decirme que ellos sabían lo que había pasado, y es evidente que con esa frase me transmitía un mensaje político acerca de todo cuanto me rodeó. No tiene el menor sentido que un señor dedicado a la seguridad de un país como Rusia venga a almorzar con alguien que, según la versión oficial del Sistema, ha arruinado un banco y ha sido condenado por delitos económicos. No tiene lógica, de no ser, precisamente, porque ellos sabían «todo». ¿Y qué era ese todo? Como mínimo, el contenido de ese «todo» residía en que aquello no fue una operación financiera ni judicial, sino pura y duramente política. Pero había que concretar más, tendría que poner nombres y apellidos concretos a los sujetos de la trama. Lo iría averiguando con el paso del tiempo porque se habían roto ciertas previsiones.
Según mi amigo, el que actúa ahora de confidente, Pedro J. Ramírez jugaba al pádel con una mujer, al parecer muy, pero que muy experta en tales lides. El lugar en cuestión era el gimnasio Abasota. El director de
El Mundo
ignoraba que de manera indirecta lo que hablara con ella acabaría llegándome a mí, lo cual es bastante ingenuo de su parte, de un hombre que no practica precisamente la ingenuidad, que no es miembro de esa cofradía, sino más bien de la contraria. Pero lo cierto es que lo dijo nada más concluir su partido como alumno de ese deporte. Su confesión fue sincera: «La verdad es que pensábamos que, o se moría, o se volvía loco, o se suicidaba. Lo que no estaba en el guión es que volviera más o menos bien». La persona a la que se refería el director de
El Mundo
era obviamente yo. El empleo de «pensábamos» en lugar de «pensaron» situaba al alumno de pádel entre los que planificaron esa muerte, locura o deterioro irreversible. Quizá fue solo un modo de hablar. No puedo ir más allá porque no es testimonio directo, y con estas cosas se puede jugar más bien poco.
Pero quien murió por aquellos días, dos años antes de mi segundo encierro y dos después del primero, fue mi padre. Falleció el 25 de febrero de 1996, el mes de su nacimiento. Ese día, dos años más tarde, me encarcelaron de urgencia por Argentia Trust y tuve que dejar a mi madre sola en la misa que ella encarga regularmente por el alma de su marido.
Después de un primer amago de muerte en el año 1995, precisamente el día en el que Serra ordenó, violentando la justicia militar, el encarcelamiento del coronel Perote, la vida de mi padre comenzó a languidecer de modo irreversible. Sus grandes ojos de color marrón perdían expresión de vida, su cuerpo disminuía en volumen, su andar se volvía cada vez más cansino y su sonrisa, aquella cálida sonrisa que nos donó durante tantos años de su vida, franca y serena, en la que, sin embargo, nunca pude dejar de percibir un cierto rictus de tristeza, su sonrisa —decía— perdió la espontaneidad, se convirtió en mecánica, forzada, sin la esencia interior que la dibujaba en su boca. Me acostumbré poco a poco a la idea de la muerte de mi padre. A consecuencia del primer envite me desplacé a Tui para ordenar la construcción de un pequeño panteón en el que descansaría su cuerpo, al tiempo que pensaba en mí mismo como futuro inquilino de semejante morada.
El viernes 23 de febrero de 1996, cuando caminaba con dirección a La Salceda, no albergaba duda de que la vida de mi padre no traspasaría el umbral del fin de semana. Y ciertamente carecía de cualquier síntoma especialmente conducente a esa conclusión. Le dejé en el cuarto de estar de su casa de Madrid, acompañado de mi madre, cubiertas las piernas con una manta. Se despidió de mí con una sonrisa y esa fue la señal definitiva: su modo de sonreír. Desde entonces tengo miedo de volver a contemplarla en alguien que quiero. No es superstición, que no soy aficionado a esos lances. Es que lo viví una vez.
El domingo 25 llamé a Fernando Garro para comunicarle que mi padre moriría en esa jornada. Mi padre quería mucho a Garro. Le estaba muy agradecido. Me alegro de que muriera sin conocer la descomunal traición que llevó a cabo conmigo. Mi padre, si hubiera tenido que vivirlo, habría alcanzado cotas de sufrimiento insoportables para él. Desde La Salceda llamé a mi hermana Carmen para decirle que estaba seguro de que el fallecimiento de nuestro padre era inminente. Carmen dudaba de mi pronóstico, y con razón, porque, como digo, ningún síntoma especial me obligaba a semejante conclusión. Solo la sonrisa, exclusivamente la sonrisa, pero eso es muy difícil de explicar y de creer.