Carlo era el dueño de un pequeño establecimiento financiero con sede en Ginebra y de nombre Pilar. Sí, como suena, Pilar. Además tenía un gigantesco barco de motor de más de cincuenta metros de eslora que bautizó precisamente con ese nombre tan hispano. En el asunto Antibióticos, Steve Epply me contó que tenían un acuerdo de colaboración, lo que quiere decir que la comisión que percibirían ellos, los americanos, el banco de negocios de Epply, la repartirían con Pilar Corp. ¿Era Gritti socio de Schimberni? A eso me refería cuando me preguntaba si «algo más» o «mucho más». Lo ignoro, pero no me extrañaría en absoluto, a pesar de que el presidente de Montedison, ya fallecido, procedía de las filas del Partido Socialista Italiano y formulaba discursos de honestidad. Está claro que ni una cosa ni la otra son garantía de nada en absoluto. A estas alturas de la vida la pertenencia a ningún tipo de organización sea o no política, ni mucho menos pronunciar discursos en cualquier colegio o academia o universidad, es garantía de nada. Mucho menos de honestidad.
En aquel viaje a Venecia Carlo Gritti me explicó su misión en el negocio que llevábamos entre manos.
—Mire, señor Conde. Usted va a ser consejero de Montedison. Convivirá con el doctor Schimberni, que será su presidente. Entre ustedes dos las relaciones tienen que ser muy fluidas. Nada debe enturbiarlas. En una negociación siempre pueden existir roces. Así que yo transmitiré al doctor Schimberni sus propuestas y a usted las respuestas del doctor. De esta manera todo será perfecto.
Me encantó la
finezza
italiana, sobre todo comparada con la hosquedad brusca del planteamiento de los Botín. Entre Cantabria y Venecia existe una diferencia notable de kilómetros, pero, tratándose de algunos personajes, en lo que a delicadeza se refiere los territorios son antípodas.
La verdadera negociación se cuajó entre Carlo Gritti y yo. Fue a él a quien expuse mi idea de participar en el capital de Montedison. Además del fracaso de Montedison con Fermenta un nuevo suceso vino a ayudarnos en la venta de Antibióticos, y es que Gardini, el líder del Grupo Ferruzzi, se había marcado como objetivo comprar el gigante químico y ya disponía de un paquete accionarial suficiente como para enredar en el poder absoluto que en ese grupo de empresas ejercía Schimberni. Curioso, pero en aquellos días empezaba en Italia el conflicto entre propiedad de referencia y gestión en las empresas cotizadas, algo que inmediatamente ocurriría en España, y casualmente nosotros desencadenaríamos el proceso con la compra de un paquete significativo de Banesto. Los Albertos, los empresarios de construcción, en aquellos días vinculados económicamente al PSOE, se convertirían en objeto de fama y repulsa como consecuencia, precisamente, de adquirir otro paquete, mayor aún, del Banco Central de Escámez, si bien con dinero procedente del Grupo Kio y con una finalidad indisimulada de poner el banco a disposición de quien dijera o dijese el Gobierno del PSOE.
Era consciente de que, como digo, Raúl Gardini había adquirido un paquete de acciones de bastante importancia en la empresa italiana, de forma que comenzaban a extenderse por Italia los rumores de que el jefe de la familia Ferruzzi podría llegar a transformarse en el
padrone
del gigante químico-farmacéutico, lo cual, como es lógico, no le hacía ninguna gracia a Schimberni, que gobernaba la empresa a su voluntad, hasta el punto de que en el mundillo económico italiano, tan aficionado a poner adjetivos a sus líderes, se le conocía como el «emperador».
En principio no parecía sensato invertir dinero en una empresa que desconocíamos, pero había dos razones que avalaban esta idea: la primera, de imagen. Yo sabía que íbamos a ser criticados por vender una empresa que se consideraba —desde luego erróneamente— como la única multinacional farmacéutica española, por lo cual había que dar la sensación de que no se trataba de una venta pura y dura, sino de una asociación con otra empresa europea, y aparecer como accionistas de un gigante italiano proporcionaba una visión algo distinta del asunto, sobre todo si podíamos acceder a un puesto en el Consejo de Administración de Montedison.
Además, Raúl Gardini, precisamente por el paquete accionarial que controlaba, representaba un peligro para la posición de Schimberni, acostumbrado, como decía, a mandar en esa empresa sin tener que dar cuenta a ningún accionista importante. Por ello, si nosotros nos hacíamos con un paquete de acciones de cierta entidad y lo poníamos a disposición de Schimberni, ello reforzaría la posición de este último frente a Gardini, lo cual era un estímulo adicional para llevarle a comprar Antibióticos, por lo que decidí comentarle la idea a Gritti, que la recibió con mucho agrado.
En estas operaciones, como en casi todas con independencia de su tamaño, las consideraciones de estrategia son decisivas. Al fin y al cabo, son personas las que deciden comprar y vender. Y esas personas responden a estímulos emocionales. Para mí era claro que Schimberni no deseaba retirarse como un empleado del propietario Gardini. Me acordé de aquella vieja distinción que protagonizaba de modo especialmente candente el pensamiento de Juan Abelló. Schimberni, mientras no tuviera un
padrone
, era un hombre propio. Si Montedison pasaba a tener dueño, Schimberni engrosaría la lista de empleados de postín de la familia Ferruzzi. Procuraría evitarlo. Haría lo que fuera. Y ese lo que fuera encajaba muy bien con la idea de comprar Antibióticos si los que recibían dinero de Montedison estaban dispuestos a invertir una parte de lo percibido precisamente en comprar acciones y ponerlas a su disposición.
Era, ciertamente, algo más simbólico que otra cosa, porque nosotros podríamos llegar como máximo a un 3 por ciento y Gardini ya rondaba el 40 por ciento, así que... Pero también en esas alturas las pasiones y las emociones llevan a esos hombres a agarrarse a clavos ardiendo. Como lo tenía más claro que el agua, lo propuse. Por la expresión de Gritti comprendí que había pinchado en carne magra.
El 30 o 31 de diciembre de ese año, estaba concluida una negociación que comenzó en septiembre. Antibióticos valió 450 millones de dólares. La negociación la ultimé personalmente. Me desplacé solo a Milán y me alojé en el hotel Duca di Milano. Gritti me decía que no podían pasar de los 400 millones. Le dije que en esa cifra no había negocio.
Por supuesto que en Madrid todos trabajaban como bárbaros expurgando cifras, datos, expectativas, proyecciones, costes tributarios... Todo eso eran cuestiones técnicas. Muy importantes, claro, pero la verdadera negociación se libraba ese día en Milán. Y los protagonistas éramos dos personas en directo y otras dos en retaguardia. Los directos, Schimberni y yo. Los indirectos, Gritti y Gardini. Así son las cosas en esta vida con independencia del volumen de la transacción.
Era tarde. Gritti vino a verme. Me dijo que por fin había arrancado de Schimberni el precio de 450 millones de dólares. Al día siguiente me reuniría con él. Iniciaríamos la conversación en idioma español de mi costado e italiano del suyo. No usaríamos el inglés. El doctor —así le llamaba— me diría que el precio que me ofrecía eran 400 millones. Yo le contestaría con educación que pedía 450 millones. Él haría como que pensaba un rato y finalmente diría que aceptaba. Trato hecho. No había que hablar más.
—Muy bien, Carlo —contesté.
Dormí muy poco. La cita se pospuso para la tarde, a eso de las cuatro. Entré en las dependencias de Montedison y seguí el ritual que me marcó Gritti. Me depositaron en una sala de consejos enorme, decorada a la antigua usanza. Mi mente no tenía espacio ese día para ocuparse, para prestar atención a motivos ornamentales. Mis pensamientos se concentraban en una negociación que podría cambiar mi vida. Bueno, para ser más preciso debería decir para volver a cambiarla otra vez en ese peregrinar existencial en el que se había convertido mi trozo de espacio tiempo. Y en esa fecha no sabía lo que quedaba...
Apareció Schimberni. Se sentó en la presidencia y yo a su izquierda. De estatura media, delgado, con el pelo cortado al cero, nariz aguileña y ojos que escudriñaban el canto de una hoja de afeitar, me produjo una cierta sensación de susto. Un tipo muy poderoso y notable dentro de Italia y yo un hombre de treinta y siete años muy poco ducho en esas conversaciones de altura. Pero siempre me he dejado llevar por el atrevimiento, por la ausencia de miedo. Así que traté de situarme respetuosamente a su altura con el corazón latiendo a todo latir, nervioso por comprobar in situ si el guión teatral de Carlo Gritti iba a funcionar en la práctica. En esa estaba cuando el doctor dijo en un italiano cadencioso, suave, con voz dulce y propósito definido:
—Bueno, doctor Conde —decidió llamarme también doctor—, nuestra oferta es de 400 millones de dólares por el cien por cien de Antibióticos.
Funcionaba. Era exactamente lo que me dijo Gritti. Ahora llegaba mi turno. La verdad es que rechazar una oferta semejante implicaba asumir un valor impresionante, pero tenía que acoplarme a la obra que debía representar. Schimberni cumplió su cometido. Ahora yo era el dueño de la escena. Tragué saliva y dije en mi español suave intentando imitar sin que se notara en exceso la música italiana:
—Doctor, perdone, nuestro precio son 450 millones de dólares.
Nada más pronunciar esta frase, inmediatamente después de haber rechazado semejante oferta, los latidos del corazón aumentaron exponencialmente. Por un segundo tuve miedo de que me dijera: pues nada,
dottore
, muchas gracias, ya nos veremos, o algo parecido. Aprendí el valor del tiempo. No necesité, a partir de ese día, estudiar la relatividad del espacio tiempo, porque Schimberni, conforme al guión, se inclinó hacia atrás, situó su mirada en algún punto del horizonte, con un mano se mesó la barbilla, luego se frotó la cabeza pasando la mano sobre su pelo rapado al cero, tratando de indicarme que su cerebro buscaba cómo complacerme, y finalmente se reclinó en posición de ponerse de nuevo a dialogar. No habría empleado más de treinta segundos. Quizá sesenta. Diferenciar en ese instante entre segundos y años era imposible. Un tiempo ridículo que cobraba valores emocionales de eternidad.
—Bien, señor Conde. Acepto. Ustedes van a invertir en la compra de acciones de nuestra empresa, ¿es así?
—Sí, doctor.
Me quedé paralizado. Acababa de vender nuestra empresa con el ritual italiano ejecutado a la perfección. No sabía ni qué decir, ni qué hacer, ni qué añadir. Envueltos en ese silencio de circunstancias nos pusimos en pie. Al día siguiente firmaríamos el documento. Podía irme. Y me fui encantado, claro.
¡Cuatrocientos cincuenta millones de dólares! Una barbaridad de dinero. No sé si su precio real era o no esa cifra, pero para Schimberni sí que constituía un precio adecuado, y no, evidentemente, porque fuera a percibir una sola peseta del mismo, sino porque la compra de nuestra empresa se convirtió, por mor de esa concurrencia de circunstancias subjetivas, en un problema existencial.
En el fondo una vez más el factor suerte presidió una operación de semejante envergadura. Si el famoso egipcio de Fermenta no hubiera decidido dar marcha atrás en su operación proyectada con Montedison, nunca hubiéramos vendido Antibióticos. Si, además, Raúl Gardini no hubiera tomado la decisión de ir a por el control accionarial de Montedison, seguramente las dificultades para alcanzar el precio de 450 millones de dólares habrían sido tremendas. La combinación de ambos factores nos proporcionó el hombre adecuado en el momento adecuado. La sabiduría de incentivarle mediante la propuesta de adquirir acciones de Montedison para ponerlas a su servicio contribuyó definitivamente a impulsar el negocio. Así son las cosas: mezcla de tiempo justo, persona justa, sabiduría negociadora y una enorme cantidad de suerte.
Cerrado el trato con un apretón de manos, volví al hotel y llamé a Juan Abelló. Él sabía que estaba negociando la venta de la empresa y, aunque sentía cierto vértigo por el futuro, era demasiado dinero el que estaba en juego. Su voz sonaba algo intranquila al otro lado de la línea, pero hay que tener en cuenta que las cifras generan inquietud.
—Bueno, Juan, pues ya está. Hemos cerrado en 350 millones de dólares. Creo que es un precio magnífico, aunque todavía no te lo puedo dar por absolutamente seguro. Voy a continuar con las negociaciones esta noche y luego te llamaré.
Mis «negociaciones» consistieron en bajar al comedor del hotel, pedir un vino de Cerdeña —entonces no había descubierto el Brunello di Montalchino—, un plato de pasta y, sobre todo y por encima de todo, una espléndida ración de gorgonzola. Comí lento, muy lento, yo que nunca suelo hacerlo así. Cada trozo de queso que llevaba a la boca, cada gota del vino tinto que saboreaba, me traían recuerdos, vivencias, emociones de los tiempos vividos, pero, al margen de ello, la crema del gorgonzola, el olor del caldo, la textura de la pasta, reflejaban una sensación de íntima satisfacción: había convertido en realidad lo que intuí al leer una noticia del
Financial Times
. Es posiblemente estúpido, pero la percepción de ser rico sucumbió, con mucho, ante la emoción de conocer al hombre.
Despacio, muy despacio, sintiendo cada movimiento, percibiendo el desplazamiento de los cables de acero sobre las ruedas que controlan el movimiento del ascensor, dejando que mis pies disfrutaran al pisar la alfombra, larga, inmensa, llena de colores y figuras que mi retina se negaba a reflejar en sus perfiles exactos, conseguí abrir la puerta de mi habitación. Me senté en la cama y encendí un pitillo. No podía evitar que mi alegría interior se transformara en una sonrisa en soledad. Cuando ríes para ti mismo, sin vigilantes externos, o tienes copas, o es que de verdad sientes alegría interior. Marqué Madrid, casa de Juan Abelló. Eran las once y media de la noche.
—Oye, Juan, lo que te dije no ha podido ser. Ha habido un cambio en el precio.
—Ya me lo imaginaba. En fin, en todo caso estamos en cifras muy importantes. ¿Eran 350 millones de dólares lo que me dijiste? Bueno, qué más da: ¿en cuánto has cerrado? ¿Doscientos cincuenta o trescientos?
—En 450 millones de dólares. Mañana me voy a Mallorca.
No sé qué ocurrió al otro lado de la línea porque prácticamente colgué el teléfono. Abrí la ventana de mi habitación. Hacía frío en Milán, mucho frío, aunque yo apenas podía sentirlo. Mi pregunta a Steve Epply en Zalacaín tuvo su respuesta: mientras contemplaba en silencio las calles inmensamente llenas de nada, pude escuchar, con total nitidez, una música deliciosa que nacía desde lo más profundo de mí y que llenaba la ciudad de la Padania: era el Adagio de Albinoni.