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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (73 page)

BOOK: Los días de gloria
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A primeros de septiembre la irreversibilidad se convirtió en un sólido inevitable: varias empresas internacionales suspendieron la emisión de acciones prevista meses atrás, las bolsas seguían cayendo, el conflicto se había internacionalizado porque la Comunidad Económica Europea había tomado una postura de conjunto y Estados Unidos amenazaba constantemente con intervenir, lo que, finalmente, ocurrió. El suceso tuvo importancia política por el papel jugado por España como base de los bombarderos que tenían por destino Beirut. Al final la guerra la perdió Sadam Husein pero los americanos no se atrevieron a rematar la obra, no invadieron la capital de Irak y la amenaza, aunque muy disminuida, siguió todavía latente. Años más tarde volvería Estados Unidos, con ayuda de España e Inglaterra, a invadir Irak, con el pretexto de unas armas de destrucción masiva que jamás existieron en lugar diferente de algunas imaginaciones puestas al servicio de intereses. Sadam Husein fue ahorcado. Cientos de miles de muertos inocentes. Una guerra que en ciertos aspectos, años después, todavía no ha concluido.

Para nosotros, como Banesto, las consecuencias de aquella invasión fueron importantes. Ante todo, tuvimos que suspender la colocación de nuestras acciones, con el golpe moral que significaba, y eso que quedaba dulcificado porque fueron muchos los abortos en el mundo financiero internacional de aquellos días. Consuelo de muchos nunca ha constituido para mí una norma habilitante de la comprensión de las desgracias propias.

—Señores consejeros, como preveíamos en el pasado Consejo de agosto, la colocación internacional ha devenido imposible. UBS no puede garantizarnos nada, y es que, además, aunque lo hiciera no podríamos aceptarlo porque tal vez resultara peor el remedio que la enfermedad. Hemos tenido mala suerte. Algunos dicen que si no se hubieran retrasado las exenciones no habríamos tenido problemas. Quizá sí y quizá no. En todo caso, eso es ya una conjetura sin respuesta. No nos ha salido bien lo que conseguimos con tanto esfuerzo. Ahora hay que hacer dos cosas: la primera, saber esperar. La segunda, mientras tanto buscar soluciones alternativas.

Aquella alocución al Consejo tenía tintes de drama porque era la primera vez que, al menos transitoriamente, perdíamos. Así de simple y claro. Y perder en aquellos días equivalía a desempolvar el traje de guerra porque probablemente atacarían de nuevo. No solo constituía un golpe moral, sino, además, financiero y bancario. Lo primero porque las decenas de miles de millones de pesetas que pensábamos ingresar en nuestra caja se quedarían, al menos por el momento, dormitando en otros bolsillos. Además, al no vender, de nuevo retornaba a las huestes de Mariano y Solchaga una de sus armas favoritas: los recursos propios bancarios. El destino se portaba mal con nosotros.

¿Qué hacer? Un conflicto internacional se situaba muy fuera del alcance de nuestra capacidad de maniobra y cualquier movimiento resultaría coyuntural porque encontrar a persona física o jurídica capaz de comprar acciones de una corporación industrial en un entorno como aquel no es que fuera un milagro, es que se trataba de un imposible puro y duro.

Decidí cambiar de estrategia. Si la Bolsa se alejaba definitivamente de mi escenario y la venta de acciones se convertía cada día más en un imperativo, el punto de encuentro podría situarse en buscar a personas concretas, no inversores bursátiles, sino eso que se llama inversores institucionales, es decir, alguien que compra un paquete significativo de acciones con el propósito de influir mientras lo mantiene y obtener una plusvalía tiempo después cuando lo venda. Fue así como en diciembre de aquel año, rendido ante la evidencia de la crisis mundial bursátil y financiera, entré en contacto con lo que entonces se conocía como el primer banco del mundo: J. P. Morgan.

El año 2009 fue malo para toda la prensa, para todo el que vivía de la publicidad. Los medios escritos perdían influencia y la juventud consumía mucho más productos de la red que páginas tradicionales. Pero sobre todo algunos proyectos faraónicos ponían contra las cuerdas a uno de los grupos mediáticos más influyentes de España. Habría dicho tiempo atrás el más influyente de lejos, pero ya no. Por muchas razones. Posiblemente porque
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era el peor enemigo de sí mismo, por sus modos y maneras y por colocarse de forma clara, rotunda y tajante al servicio de intereses en los que la verdad no era el valor más cotizado. Esos proyectos elefantiásicos condujeron a un terrible endeudamiento. Y en Madrid muchos se dedicaban a conjeturar en tono conspiratorio contra Prisa. Los que te tuvieron miedo, y aquellos a los que favoreciste en tus días de gloria, son los más encarnizados conspiradores en cuanto la debilidad se apodera de ti o de tus empresas. Es la Ley de la vida, según parece.

De repente un extraño grupo llamado Liberty y un curioso personaje, millonario, no se sabe si mujeriego, joven, heredero, amante de fiestas y saraos según cierta prensa, se comprometía a introducir seiscientos millones de euros en el capital de Prisa. No es que con eso se solventaran los problemas porque el montante de la deuda era de varios miles de millones. Pero se calmaban mucho las ansias bancarias. Quizá no fueran las ansias las que se redujeran, pero sí, desde luego, los miedos, que, al fin y al cabo, es lo que realmente importa en momentos tensionantes para la banca. Y la operación tan extraña como la que acabo de esbozar parece ser que fue concebida en la mente de una de las personas más inteligentes y trabajadoras que he conocido en mi vida: Violy de Harper. Curiosa la vida: cuando trabajó para Banesto sufrió en sus carnes las invectivas de
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, destrozando su trabajo. Ahora trabaja para ellos. Un profesional debe aparcar sus emociones. Eso dicen, aunque no sé si todas las Escuelas de Negocios proclaman este principio.

Roberto Mendoza es un tipo alto, moreno, delgado, algo mayor que yo, de ojos negros y mirada viva, inteligente y ejecutivo, pero siempre temeroso, indeciso —supongo que su soltería tendrá algo que ver con eso—, uno de los hombres de mejor fama financiera en la ciudad de Nueva York y vicepresidente ejecutivo de J. P. Morgan, uno de los bancos más importantes del mundo. Matías Cortés me había hablado de ellos, del banco me refiero, y me preguntó si tendría inconveniente en que mantuviéramos una cena en mi casa para hablar del asunto de la Corporación Industrial. No solo no teníamos problema, sino que estábamos encantados porque buscábamos soluciones.

Yo ya había hablado con Navalón para recordarle lo del grupo inversor que me mencionó en su día, cuando pactamos lo de los mil doscientos millones, y me dijo que estaba trabajando en ello con muchas fuerzas, pero que el momento era malo. Eso ya lo sabía yo, porque si llega a ser bueno, no le habríamos necesitado para nada. Pero en cualquier caso no tenía demasiada fe en el éxito de las gestiones de Antonio Navalón, y, puestos a elegir entre el intermediario vinculado a Prisa y el primer banco del mundo, la diferencia era tan notoria que no reclama ni una línea más de explicación.

Un domingo del mes de diciembre —creo— tuvo lugar el encuentro y yo fui exponiendo a mi invitado no solo la problemática de la corporación, sino, en general, todo el proyecto del banco, lo cual, según me contó Matías al día siguiente, debió de estimularles, porque Roberto salió de mi casa con una gran impresión de mi capacidad de convencer en temas de negocios.

Roberto siempre venía acompañado de una chica rubia, de origen escocés, con cara de niña pecosa, mirada y gestos extraordinariamente dulces y amables, aunque con un carácter terriblemente fuerte: Violy de Harper. Estaba dotada de una inteligencia muy notable y una capacidad de trabajo sencillamente increíble. Era capaz de pasar días enteros, semanas seguidas durmiendo una o dos horas al día, sin que su cara revelara el más mínimo gesto de cansancio físico. Durante estos años aprendí a sentir un gran afecto por ella, porque siempre creyó en nuestro proyecto y luchó hasta el final con todas sus fuerzas.

El primer contacto físico, determinante de eso que se llama la «química» personal, funcionó bastante bien. El objetivo residía en ponerse a estudiar la Corporación Industrial, las empresas que la formaban, con el propósito de crear un cuaderno de ventas y conseguir que alguno o algunos de sus mejores clientes pudieran servirnos para la finalidad que buscábamos: vender un paquete de acciones de nuestra recién creada empresa industrial. Roberto y Violy se pusieron manos a la obra, designaron a un equipo de chicos para que comenzara a obtener datos y a confeccionar las primeras conclusiones.

Todas estas operaciones son lentas, muy lentas, pero se ve que las ganas de guerra o el resquicio para la nueva batalla no se vislumbraban con claridad. Lo digo porque el año 1990 lo cerramos sin dificultades especiales y en 1991 comenzó un nuevo baile. Pero esta vez la letra, la música y la orquesta eran totalmente diferentes.

El 14 de septiembre de 1991 celebré mi cumpleaños en La Salceda, nuestro campo de los montes de Toledo, con una cena precedida de un concierto a cargo de los Virtuosos de Londres, que resultó sencillamente fantástico, no solo por la calidad del grupo, sino por el factor añadido de una exquisita sonoridad de la capilla románica de La Salceda que sorprendió a los propios músicos. Entre los invitados y asistentes, además de Pepe Bono, presidente de Castilla-La Mancha por el PSOE, se encontraba Jesús Polanco, el presidente de Prisa, hombre de Felipe y presidente del medio de comunicación social posiblemente más poderoso de España,
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, que sin excesivo recato ponía a disposición de las tesis felipistas. Ya he relatado que me introdujo Matías Cortés en un almuerzo en su casa y que, a pesar de esos esfuerzos, cuando eres hombre de poder solo te importa el poder, no la razón, la compasión u otras consideraciones que pueden ser muy respetables pero que no ocupaban las primeras plazas de las jerarquías de prioridades de esas personas. No cabe duda de que su asistencia representaba un cierto compromiso para él, entre otras razones porque conviviría durante algunas horas y compartiría mesa y mantel con algunas personas que no solo no pertenecían a su núcleo de súbditos y aduladores, sino que más bien se contaban entre sus enemigos, como Luis María Anson o Rafael Pérez Escolar.

Por si fuera poco, ese mismo año, en nuestras instalaciones de Estepona, en las que tradicionalmente y con periodicidad anual se celebraba una especie de convención internacional a la que asistían ejecutivos de distintos bancos y de diferente nivel profesional, sucedió algo importante. Tradicionalmente el discurso correspondía al gobernador o al ministro de Economía, y durante los dos primeros años, 1988 y 1989, acudieron primero Mariano y después Solchaga. Pero en el 90 nuestras diferencias sobrepasaban los límites de lo políticamente correcto y por ello Mariano primero y Solchaga después declinaron mi amable invitación. Aproveché la ocasión para inaugurar una nueva tradición consistente en que el presidente del banco se dirigiera a sus invitados. Mi personalidad añadió morbo y la prensa se concentró en nuestro salón de conferencias. Hablé, como dicen en el mar, fuerte y claro contra la política económica del ausente ministro Solchaga, a quien se le llevaban los demonios cuando se percató del inmenso eco que tuvieron mis palabras. Supongo que entre otros se quejaría amargamente de mi indisciplina ante Jesús Polanco, porque su concepto del poder difería sustancialmente del mío. En más de una ocasión, en nuestros múltiples y coloridos encuentros, me dijo, con plena convicción, que en mi sueldo de presidente de banco se encontraba llevarme bien con el gobernador y el ministro de Economía, al precio que fuera menester. Por ello su asistencia a La Salceda el 14 de septiembre de aquel año tenía un valor adicional.

Lo interpreté como un gesto de cierta concordia y comencé a pensar en la conveniencia de un acercamiento, de una especie de pacto. Mientras, Jesús se encontraba con su consejero Matías Cortés, su contrincante Luis María Anson, conocía al nuevo aliado de Banesto, Roberto Mendoza, aunque no supiera bien el alcance de la alianza, entablaba conversación con José Bono, de su órbita ideológicopolítica, suponiendo que en
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tuvieran una órbita distinta al poder por el poder, y contemplaba el espectáculo de la casa y la sierra toledana en una apacible noche de las postrimerías de un verano que había resultado particularmente cálido. Por si fuera poco, el concierto resultó magnífico. Una vez concluido, volví por la iglesia. Allí seguían, situados en sus asientos, produciendo música. Alabaron la que según ellos era una excepcional acústica. Agradecí las palabras por venir de quien venían.

Mientras tanto, por la villa de Madrid, algunos seguían intoxicando con una nueva, la enésima, operación del Banco de España contra mí que, de ser cierta, acabaría en las páginas de
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. Mariano Rubio cumplía con su mandato al año siguiente, 1992, el año universal por excelencia en el que los socialistas tenían puestas sus esperanzas para que los fastos y triunfos les supusieran un gran capital político para volver a ganar con mayoría absoluta las siguientes elecciones generales. Precisamente por ello, algunos especulaban con que la postrera aportación de Mariano a la causa de sus mentores consistiría en protagonizar la última revuelta contra nosotros, utilizar todo el poder del Banco de España para acabar decididamente con una obra que comenzó llena de fracasos en octubre de 1987 impulsando a Asiaín, y a todo el Consejo del Banco de Bilbao, a poner a su banco al servicio de una estrategia de la que ellos mismos ignoraban el final.

La vida es bastante cruel. A día de hoy, aquel Bilbao que se fusionó con el Vizcaya acabó integrándose con un producto de banco público llamado Argentaria. Pues bien, a raíz de que se descubrieron unas extrañas cuentas en ciertos paraísos fiscales de las que resultaron ser titulares algunos consejeros de ese banco, pertenecientes a las familias vascas, se ejecutó implacablemente una operación por la que todas esas familias desalojaron el Consejo. Nadie quedó. Nadie es nadie. Emilio Ybarra era copresidente del banco junto con Francisco González. Tuvo que cesar, dejar el cargo y el Consejo. En el juicio penal que inevitablemente se celebró le trataron muy bien. Siempre me he preguntado qué nos habría ocurrido a nosotros si nos descubren algo parecido con la décima parte de dinero... Como mínimo, cadena perpetua. En el caso del BBVA no existió más que una leve —si es que alguna— responsabilidad penal... A eso los juristas lo llaman Derecho Penal de autor.

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