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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (68 page)

BOOK: Los días de gloria
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Paulina sonrió. Yo también. Intentamos dormir lo que quedaba de trayecto a Madrid, que era más bien poco. A lo tonto la conversación con Solchaga había durado varias horas.

Como era previsible no soltaron su presa. Volvieron al ataque. Una vez más. La verdad es que los balances de los bancos son tan complicados, están tan llenos de recovecos, de conceptos de esos indeterminados y por tanto interpretables, de mecanismos capaces de generar apreturas, que un poder arbitrario tiene un verdadero filón en las normas y en los inspectores del Banco de España que las aplican con el celo de una policía financiera al servicio del poder de turno. Ahora andaban con uno de los conceptos básicos, uno de esos arcanos de la banca, algo que pocos comprenden bien, los recursos propios. Los disgustos que es capaz de dar este concepto no los imagina y prueba más que quien ha tenido que vivir en el mundo financiero.

Si tienes tu dinero invertido en inmuebles o en acciones, consumes, gastas más de esos recursos propios que si lo tienes en moneda contante y sonante. Es decir, el que no invierte, el que guarda los dineros escondidos en una bolsa bajo tierra, está más confortable que el que apuesta. Raro, pero así es. Bueno, no tan raro desde un punto de vista estrictamente financiero, aunque lo sea económica y moralmente. Banesto tenía una enorme cantidad de dinero invertida en empresas industriales. Así que nos consumían muchos, pero muchos recursos propios. Y eso te limita la capacidad de prestar a las empresas, es decir, de ejercer como banco. Vamos, una especie de trampa mortal. Y como esa trampa venía heredada, se convirtió en la grieta por la que penetraba su enésimo cuchillo en la lucha contra nosotros.

¿Qué podíamos hacer? Recuperar una vieja idea mía. Como los bancos, Banesto y Central, tenían activos financieros y otros industriales, pensé que el modo más claro, más transparente, más lógico y más eficaz era aplicar el precepto bíblico y darle al César (financiero) lo que es del César, y a Dios (industrial), lo que es de Dios. Así que crearíamos una entidad independiente, a ella aportaríamos todas las empresas que teníamos, separaríamos la gestión propia del banco de la industrial y tendríamos balances claritos como el agua.

Además de esta independencia de gestión conseguiríamos algo muy serio: venderíamos en Bolsa una parte del capital, una minoría se entiende, y con ello disminuiríamos el consumo de los famosos recursos propios, así que podríamos prestar más dinero a las empresas industriales. ¿Redondo, no? Pues sí, a todo el mundo le pareció una idea redonda. Innovadora, porque no se había puesto en práctica en banca. Incluso me hablaron de que algunos extranjeros la estudiaron y pensaron en implementarla en sus países.

Así que todo el mundo contento.

Pues no. Todo el mundo no. ¿Quién no? Pues aquellos a quienes eso de la racionalidad en la gestión, la transparencia en los balances y demás familia del metalenguaje financiero, no les importaba más que para confeccionar discursos, pero antes que nada había que ver si las personas que gestionaban los bancos pertenecían a su núcleo o no, porque en caso de ser ajenos al mismo ni transparencias, ni gestiones ni nada. Si eso servía para reforzar al enemigo no había que consentirlo.

Seguramente alguien puede pensar que exagero. Garantizo que me quedo corto. Menos mal que ya dejé constancia páginas atrás de aquella frase de «Banesto se encuentra en situación delicada y preocupante» que pronunció Mariano Rubio, capaz de destruir el banco. Una vez que eso se conoce a ciencia cierta, ya cabe cualquier cosa. Y esta de los recursos propios es de tono menor en comparación con aquella.

Pero para nosotros era de tono mayor, y muy mayor. Nos la jugábamos. Presentamos en una Junta General, al tiempo que la ruptura de la fusión con el Central, la creación de esta Corporación Industrial. Los accionistas, como es natural, nos aprobaron el proyecto porque era excelente para todos nosotros. Pero faltaba un pequeño detalle: para poderlo llevar a cabo era necesario que el ministro de Hacienda nos concediera las exenciones fiscales correspondientes, porque, si teníamos que pagar decenas de miles de millones en impuestos, lo que podría ser bueno se transformaría en catástrofe. Así que dependía de Solchaga.

Y me la jugué, nos la jugamos, porque garantías no teníamos más que una: que nos iba a costar un montón vencer la resistencia de aquel hombre. Pero si no lo conseguíamos, si fracasábamos, tendríamos que irnos del banco porque, después de la ruptura de la fusión, si ahora se nos caía este proyecto, el mercado, esa entelequia que es capaz de hacer daño, el mercado —digo— reaccionaría en nuestra contra y contra el mercado se vive mal. Se puede subsistir, claro, si tienes razón a largo plazo, pero a base de soportar sobresaltos diarios. Y ya llevábamos un montón de esas agitaciones emocionales.

Nos atrevimos. Porque en el fondo pensamos que un proyecto tan importante para la economía nacional no podía ser tratado de modo absolutamente arbitrario. Yo mismo me había puesto en manos de Solchaga puesto que de él dependían las exenciones fiscales y sin tales beneficios tributarios la creación de la corporación era sencillamente imposible. Pero nos pusimos en marcha y lo primero, lo obligado, era enviar la documentación al Banco de España.

En aquella Junta de 1989 entró como consejero, en representación de las acciones de Jacques Hachuel, el abogado Rafael Pérez Escolar. Era un iconoclasta respetuoso, es decir, un contradictorio esencial, salvo en asuntos en los que no admitía ni media broma. Siguiendo la tradición me pidió permiso para ir a presentar sus respetos a Mariano Rubio como gobernador en su calidad de nuevo consejero. Obviamente no le puse la menor objeción. Todo lo contrario. También es cierto que no le encomendé un abrazo de mi parte para don Mariano, pero tampoco hay que pasarse, que las familiaridades excesivas no quedan bien en ambientes de la rigidez del Banco de España.

Al regresar del caserón de Cibeles Rafael venía demudado y he de reconocer que a un hombre de su temple y fortaleza no se le intimida con facilidad. Su relato tenía tintes de tragedia.

—Todo iba bien mientras le presentaba mis respetos, pero se me ocurrió hablarle de la Corporación Industrial y los ojos casi se le salen de las órbitas. Se puso rojo de ira y dijo algo tan rotundo como que «para constituir la corporación tendrán que pasar por encima de mi cadáver».

—¡Joder! Pero ¿qué le pasa a ese hombre?

—Pues no sé, presidente, pero la verdad es que parecía que se había vuelto loco.

—Pues algo raro debe de tener en la cabeza porque es una operación que aplauden hasta los ordenanzas de las agencias de rating. Hay peleas por colocar las acciones entre los grandes bancos y ahora viene este con esa chorrada del cadáver…

—Bueno, hay que tener en cuenta que él sabe que con eso tenemos resueltos para años los problemas de recursos propios...

—Sí, claro, pero… Mira, vamos a dejarlo. Nosotros seguimos nuestro camino al tran tran, entre otras razones porque no queremos ningún cadáver físico de nadie.

Casualmente tiempo después una institución financiera tan prestigiosa como la Caixa nos copió la idea, creó esa corporación y la sacó a Bolsa. No puedo decir qué opinó Mariano Rubio porque desgraciadamente había fallecido unos años antes.

Pero a pesar de ese discurso de presidente lo cierto es que la cosa estaba mal, muy mal y de muertos andaba el lío: o mi cuerpo o el suyo, de acuerdo con su profecía, se encerrarían en el ataúd de madera construido a golpe de acciones de las empresas destinadas a encuadrarse en la corporación. No tenía más alternativa que pelear. Otra vez. Y era 1989, apenas un año y medio desde el ingreso en Banesto, y aquello no terminaba nunca. La verdad es que tesón le ponían a las guerras. Si aplicaran la misma regla a llevar ordenadamente la economía seguramente nos cantaría un gallo más vivo que los de piedra que tengo en Pollensa.

Saqué del armario el traje de guerra que había colgado unos meses antes y me puse manos a la obra: llamar a Navalón se convirtió en imperativo de los acontecimientos.

Desayunamos juntos en casa. Le expliqué la situación y la necesidad de que me ayudara con todas sus fuerzas. Antonio, prudente, prefirió decirme que desde luego estaba dispuesto a ello, aunque antes de aceptar ese encargo necesitaba «chequear» —palabra que odio— el verdadero estado de la cuestión en los círculos del poder. No tardó demasiado. De nuevo, pocos días más tarde, se reproducía la escena en el mismo decorado.

—El asunto está muy complicado, Mario. La posición de Mariano y Solchaga es irreconducible. Eres su enemigo. No quieren darte ni agua. Mariano se manifiesta particularmente ofendido contigo. Solchaga está convencido de que de esta caes, se libra de ti y tiene expedito el camino para colocar a los suyos en Banesto.

—Hombre, aunque sin perfiles tan dramáticos, ya me imagino que no me invitarán a cenar todas las noches.

—El asunto va en serio. Saben que si pierdes esta guerra tu vida en Banesto se cercena sola. Están dispuestos a llegar hasta el final.

El panorama comenzaba a tomar tintes de color negro azabache. Algo había que hacer. Tiempo atrás leí que la luna es más importante que el sol, porque es de noche cuando necesitamos la luz. Mi luna particular estaba corporeizada en la gran arquitectura física de Antonio Navalón. Y de su lobby, sus García Añoveros, Adolfo Suárez, Matías Cortés, Miguel Martín, Fernando Castedo y algunos otros liberados que según las necesidades del servicio eran reclamados para que, previo pago de honorarios nada despreciables, cumplieran la misión que se les encomendaba.

—¿Qué solución le ves? —pregunté sin poder evitar cierto tono de ansiedad en mi voz.

—Cortocircuitarles. No queda otro remedio. Felipe solo recibe información a través de Solchaga. Es muy difícil que escuche a nadie más. Hay que mover muchos hilos y todos al mismo tiempo, si no todo estará perdido. Tienes que hablar con él. Tienes que convencerle de que la corporación es buena para España. Tienes que decirle que la actitud de Solchaga no es racional, sino derivada de enemistad política. Es muy difícil, pero no existe otro camino.

—Bueno, pues ponte en marcha y ya me dirás en qué tengo que colaborar.

—Es tan serio el asunto que necesito fijar de antemano los honorarios contigo.

—¿Cómo?

—Pues que tengo que concretar el asunto del dinero porque me voy a mover en terrenos complicados.

—Hombre, Antonio, nunca te he fallado en ese campo. Funcionamos como hasta ahora, ¿no te parece? Me vas pasando facturas y en paz...

—No. Tengo que asumir compromisos muy serios y yo tampoco puedo correr el más leve riesgo. Así que necesito tu respuesta y tu compromiso personal antes de dar un solo paso.

No quise profundizar más. Cuando alguien te dice que tiene que asumir compromisos, quiere transmitirte que necesita involucrar a terceros, y en este campo tan pantanoso mejor no saber, no enterarte, que con la sospecha no pasa nada, pero el conocimiento a veces te puede buscar un disgusto serio. De todas maneras, necesitaba concretar el montante ese que Antonio reclamaba para navegar tranquilo en su mar de compromisos.

—¿De cuánto me estás hablando?

—De mil doscientos millones de pesetas.

—¡Joder! Antonio, eso es mucho dinero.

—Nada comparado con los beneficios para el banco si ganamos, y, desde luego, para ti personalmente. Una batalla contra Solchaga y Mariano es hoy por hoy un reto suicida. El que lo gane ascenderá como la espuma en los mentideros del poder. Y si ganas tú, tus accionistas ganarán contigo.

—Yo ya les he ganado en varias ocasiones.

—Sí, pero ahora el lío te lo has montado tú.

—Coño, ¿es un lío hacer algo más que lógico y coherente con sus postulados de transparencia bancaria?

—Una cosa son discursos y otra, razones políticas de fondo. Hazme caso. O lo salvas o estás perdido. Esto es más difícil que la fusión Banesto-Central.

—Puede que tengas razón, pero con todo y eso me sigue pareciendo mucho dinero.

—Pues piénsalo y volvemos a hablar. Yo no puedo defraudar. Si me pongo en marcha tengo que cumplir mis compromisos.

¿Qué podía hacer? ¿Tenía algún otro recurso? En el fondo, además, lo que me transmitía Antonio era la pura verdad. El beneficio para los accionistas de Banesto sería indudable. Así que a la vista de la fortaleza que me manifestó, no tuve más remedio que decir:

—Está pensado. Asumo el compromiso. Pero no pagaré un duro hasta que todo esté terminado. Ponte en marcha.

Cuando eres presidente de una institución sometida a tal cerco político, necesitas ser expeditivo. Es obvio que no iba a redactar por escrito la conversación de Navalón, componer con ella un informe y someterla a la decisión de la Comisión Ejecutiva. Había que decidir. Asumiendo los riesgos que fueran.

Muy poco después tuvo lugar el primer encuentro.

Txiki Benegas, secretario de Organización del PSOE, era amigo de Navalón. Le ayudaba. Con eso me bastaba. El primer encuentro que se organizó fue auspiciado por él, o cuando menos él asistió.

Se celebró en casa de un personaje al que no conocía, de nombre Germán Álvarez Blanco. Vivía en Madrid, en un piso alto de la calle María de Molina, creo que en el mismo edificio que fue morada de Lola Flores. Allí llegué a la hora convenida escoltado por gente de mi seguridad. Nada más cruzar el umbral, en una de las mesitas que dejé a mi derecha, vi una fotografía del presidente del Gobierno, Felipe González, con una dedicatoria cariñosa hacia nuestro anfitrión.

En el salón destacaban unos sofás blancos, en uno de los cuales se encontraba Txiki Benegas. A su derecha, al lado de una lámpara de mesa, una fotografía de la actriz Victoria Vera.

La cena se desarrolló en un comedor circular. El tema de fondo, la Corporación Industrial. Mientras consumía el segundo plato, una llamada telefónica provocó que nuestro anfitrión se disculpara para atenderla. Al volver de nuevo a la mesa, comprendí el motivo de interrumpir la cena.

—Perdonadme, pero era el presidente del Gobierno —nos dijo Germán con tono de importancia.

—Pero ¿sabe algo de esto? —pregunté dejando traslucir alguna inquietud.

No tuve respuesta. Una serena sonrisa de Germán, ante la mirada de Txiki, fue todo lo que pude obtener. En el fondo me daba igual. Nadie me explicitó nada pero los sofás blancos, las fotografías dedicadas, la llamada telefónica, el ambiente, la conversación, la enemiga que los allí reunidos manifestaban sobre la actitud despótica y sin sentido de Solchaga, constituían un cuerpo mental cuyo lenguaje corporal era evidente. Prefería no saber. Contraté con Navalón. Eso era todo para mí.

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