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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (65 page)

BOOK: Los días de gloria
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Fue casi de pie, en la antesala de su despacho del Banco de España. Procurando que mis palabras sonaran con la fuerza de algo que surge desde lo más profundo, intentando que se diera cuenta de la amenaza que, en el fondo, escondía mi brevísimo discurso, mirándole muy fijamente a los ojos que él desviaba de los míos, le dije:

—Mira, Mariano. Esta situación no puede sostenerse más. Tienes retenidas las cuentas de Banesto y eso produce un daño muy importante a la casa. Por eso creo que tienes que hacer una de estas dos cosas: o las cuentas están bien y las apruebas de inmediato y si no lo haces estarás actuando con prevaricación, o si están mal las denuncias al fiscal y me metes en la cárcel.

Mariano no contestó. Su silencio comenzaba a ser elocuente. Todavía no había recibido mensaje alguno procedente del entorno de Adolfo, pero comenzaba a darse cuenta de que yo pertenecía, muy a su pesar, a una especie humana diferente a la habitual de los presidentes de bancos que se doblegan a sus deseos y hasta a sus suspiros. No pronunció palabra alguna.

Días más tarde, Adolfo y Navalón, en casa de García Díez, un hombre espeso que fue vicepresidente del Gobierno con Adolfo Suárez, se reunieron con Mariano para darle cuenta de que yo me había convertido en protegido del ex presidente del Gobierno. Alguien le contó a Antonio que Mariano se sintió cercado. Las cuentas bien, los consejeros de su lado concentrados en el Central, la guerra a punto de concluir y ahora, además, Adolfo. Valiera lo que valiera su ayuda, lo cierto es que caía en un campo lleno de abono y agua. Días, pocos días después, Mariano daba luz verde a nuestras cuentas. El banco rompía las artificiales ataduras que lo tenían anclado a una clara voluntad política. La acción subió. El optimismo interno creció exponencialmente. Banesto volvía a ser Banesto. Jamás en mi vida invertí mejor los trescientos millones de Suárez.

Pero para ellos quedaba un culpable indirecto del desaguisado: Juan Abelló. Primero, por introducirme en el banco. Y ahora por largarse de semejante manera. Juan debería saber que cuando penetras en esos círculos, cuando haces con ellos un cesto, ya no te libra nadie de llegar al ciento. Nadie entendió a Abelló. Pero el poder disponía de un mecanismo de castigo: conseguir que perdiera dinero en la venta de sus acciones. Y a Juan lo de perder dinero le ponía de los nervios, era lo que peor podía sentarle en el mundo. Mi parte, es decir, lo que yo invertí comprando sus acciones, era mi parte y sobre eso poco podían hacer. Pero quedaba la que teníamos que colocar a través de la red. La ira y el odio de Mariano contra Juan Abelló se decantaron de manera inmediata tratando de dañar a Juan allí donde más le duele: el dinero.

Evidentemente, si un paquete de la envergadura del de Juan salía a Bolsa de golpe, dada la ancestral estrechez del mercado de acciones patrio, se provocaría un desplome del título que reduciría su precio de manera brutal. Ello, obviamente, perjudicaría a todos los accionistas y no solo a Juan Abelló, pero Mariano Rubio sentía una muy cálida indiferencia por esa masa ingente de personas a las que se denomina «accionistas». Cuentan que el marqués de Cortina, presidente de Banesto y abuelo de Ricardo Gómez-Acebo, aseguraba que los accionistas que acuden a las Juntas Generales son o lobos o corderos, pero —decía— en cualquier caso bestias. Pues bien, esas «bestias» de Cortina le resultaban indiferentes al gobernador del Banco de España porque su único objetivo, lo que perseguía con el ánimo incendiado, consistía en dañar a Abelló. Ya lo demostró cumplidamente cuando, sin importarle lo más mínimo la estabilidad de Banesto y hasta del sistema financiero, pronunció como parte de su estrategia la inolvidable frase de «Banesto se encuentra en situación delicada y preocupante».

Nosotros, conscientes del efecto que provocaría la salida de golpe de esa montaña de acciones, acordamos algo muy sensato: se las compraría el banco para distribuirlas a través de la red comercial entre nuestros clientes y dado que a Juan no le podía decir que «ya te pagaremos», porque no admitía ese tipo de bromas con el dinero, le entregamos un cheque de un agente de Cambio y Bolsa muy amigo de la casa, de apellido Aguilar. Teóricamente disponíamos de tiempo para llevar a cabo la transacción de manera ordenada.

Pero al día siguiente recibimos una orden del subgobernador del Banco de España, entonces Luis Ángel Rojo, dirigida a Banesto y de un tenor que no dejaba lugar a la más microcósmica de las dudas:

«— Le requiero para que inmediatamente dé cuenta a esta institución de cualquier operación de compraventa de acciones representativas del capital del Banco Español de Crédito en las que haya intervenido desde el día 1 de enero de 1989, cualquiera de sus consejeros.

»— Le requiero para que comunique a los miembros del Consejo de Administración de esa entidad que deben abstenerse de realizar compraventa alguna de acciones representativas del capital social de ese banco sin ponerlo en conocimiento de esta entidad, del Banco de España y de la Comisión Nacional del Mercado de Valores.

»— Se requiere igualmente a esa entidad [...] a que se abstenga de incrementar o modificar, directa o indirectamente, su autocartera, especialmente en operaciones con sus propios consejeros.

»La incidencia en algunas de las infracciones previstas en la Ley 26/1988 dará lugar a la inmediata actuación disciplinaria del Banco de España».

Para cualquier lector, por poco avezado que se encuentre en materias financieras o empresariales, resulta elemental que la misiva no solo es amenazante, no se limita exclusivamente a dejar claro que se trata de algo que se prohíbe con carácter retroactivo, sino que, sin el menor pudor, se dirige directa e inmediatamente contra Juan Abelló. Podrían haber sido algo más sutiles, menos groseros; sin necesidad de llegar a lo de Gritti, pero sin descender a semejante ordinariez. Pero el Banco de España de Mariano Rubio no gustaba de la fineza, y por ello, no contentos con la misiva anterior, el día 27 de febrero vuelven a la carga.

Ahora se trata de una carta de Miguel Martín, el director general de la Inspección. Por si no hubiera quedado claro que quería destruir dineros de Abelló, se atizan una carta en la que dicen:

«Como continuación y complemento del escrito del señor subgobernador del Banco de España de 23 de febrero de 1989 [...] les requiero para que de forma inmediata informen a este Banco de España sobre:

»— Posibles pactos, acuerdo o compromisos alcanzados por Banesto o su presidente con Cartera Central y don Juan Abelló Gallo relativos a las acciones de Banesto propiedad de los mismos. En su caso, grado de ejecución presente de dichos pactos o compromisos.

»— Explicación detallada de la reciente operación de oferta de venta de acciones de Banesto que, al parecer, ha puesto en marcha el banco con apoyo financiero del mismo, condiciones de dicho apoyo, límite total de la operación, límite por titular y demás extremos que permitan evaluar la operación».

Era evidente que la referencia a Cartera Central no pasaba de un brindis al sol, dado que el propio Boyer, el antiguamente superministro de Economía del PSOE, fue personalmente el comisionado para conseguir de Mariano Rubio la aprobación a la compra de las acciones de Cartera Central dentro del acuerdo de ruptura de la fusión. Los primos, protegidos por el poder, recibían un trato. El desertor Abelló merecía otro. Eso del principio de igualdad está bien para que se estudie en las aulas de Derecho, en donde también creo que hay libros que dicen algo acerca de la interdicción, la prohibición de la arbitrariedad administrativa, pero ya se sabe que una cosa son las aulas, los libros, los profesores y los alumnos, y otra muy distinta, la vida misma. Y solo a los amantes de la ignorancia se les ocurre creer e incluso llegar a pedir que se armonicen libros y vida, aulas y despachos.

Una vez más reflexioné acerca del papel de Juan: se ponía de manifiesto con nitidez espeluznante que solo contaba para ellos como una pieza en su táctica. El trato que daba Mariano Rubio a su salida de la operación no podía ser más elocuente respecto de sus pensamientos profundos sobre Juan.

Me tomé una pequeña venganza: le remití a Miguel Martín, en su calidad de director general de la Inspección, el acuerdo con Cartera Central, que encajaba de lleno en las prohibiciones emanadas del Banco de España. ¿Qué tendría que hacer aquel hombre en su calidad de responsable de la Inspección? Pues seguramente acudir al despacho de Rojo, el subgobernador, de Rubio, el gobernador, y preguntarles qué hacer. Y la respuesta sería obvia:

—Esto no va con los Albertos. Esto va con Abelló y derivadamente con Conde. Claro que está prohibido lo de Cartera Central, de no ser por un pequeño e insignificante detalle: porque yo —diría Rubio— lo he permitido.

Martín ni me acusó recibo ni jamás en su vida esbozó siquiera el más leve comentario sobre el documento y su contenido.

Pero Mariano no quiso limitarse a tratar de dañar económicamente a Juan, sino que intentó aprovechar ese trato con sus acciones para algo tan escasamente sutil como ponerme en la calle, echarme de Banesto. Lo que ocurre es que, una vez más, no lo consiguió. Este hombre debía de tenerme mucha manía porque la verdad es que desde que aparecí en su vida, aparte de convertirme en un coñazo terrible para él, le estropeaba todos sus planes.

Aquella tarde vino a verme a Triana 63 Luis Ducasse. Me solicitó una entrevista con la máxima urgencia porque se trataba —según me decía— de un asunto de vida o muerte. Cuando se sentó en el sofá central del despacho de mi casa madrileña, con cierto temblor en la voz y algún gesto que indicaba nerviosismo en una persona que, aparentemente al menos, rezuma tranquilidad, dijo:

—Acabo de terminar una conversación con un director general del Banco de España. Me ha dicho que su capacidad de aguantar injusticias y arbitrariedad con nosotros se ha visto saturada con lo que le ha tocado vivir hoy. Mariano Rubio te va a llamar mañana por la mañana, a primera hora, para decirte que, como has comprado las acciones de Juan Abelló, y eso es una falta muy grave, o presentas tu dimisión voluntariamente, o te abre expediente sancionador y te echa del banco. Todo ha concluido. Han ganado la batalla.

La información levantaba el alma de un muerto. Aparenté tranquilidad. Le dije a Luis si tenía algo más que contarme y, ante su negativa, le despedí en la puerta de la calle, mientras sus ojos, junto a una expresión compungida, revelaban la amargura de quien siente que una previsible época de felicidad se va a transformar en otra en la que las penas serían el pan nuestro de cada día.

Me fui a cenar. Dormí bien.

A la mañana siguiente, a eso de las nueve y media, cuando ya había consumido una hora de trabajo en mi despacho, Mercedes, mi primera secretaria, me pasaba la información:

—Acaban de llamar del Banco de España. El gobernador quiere que baje a verle. Ahora. Me han dicho que ahora mismo.

Los ojos de Mercedes, lista y rápida como pocas, no dejaban lugar a dudas de que el recado, en su forma de ser transmitido, reflejaba una orden terminante, y no una orden cualquiera, sino una de esas que tienen tufo a ejecución.

—No te preocupes, Mercedes. Ahora bajo. Y tranquilízate, que no pasa nada que no podamos solucionar.

Puse rumbo al caserón de Cibeles. Me recibieron con honores, es decir, no me mordieron en ninguna parte de mi cuerpo, que ya era todo un éxito, visto lo visto. En la antesala del gobernador repasé los óleos de las personas que precedieron en su cargo de gobernador a Mariano Rubio, entre ellos el de López de Letona, su pariente, amigo y protegido, el encargado de ejecutar materialmente su estrategia en Banesto. Era llamativo ese detalle de óleos de gobernadores porque sus rostros, los de cada uno de ellos, al contemplarlos en detalle evocaban sensaciones diferentes. Quizá fuera yo el que estuviera algo agitado por dentro, pero es que no podía sentirme mejor ni más tranquilo.

Se abrió la puerta y apareció el gobernador. Vino hacia mí en un gesto particular. Quizá la inmediatez de mi ejecución despertaba algo de ternura. Pero no, en absoluto. Sus ojos brillaban con el destello del cazador que contempla su presa. Su boca esbozaba una mueca de crueldad. Era tal su aspecto que no permitía albergar duda alguna de que la información de Ducasse era total y absolutamente cierta. Estaba seguro de que ese día sería el de mi ejecución.

—Oye, Mariano, le he dado una ojeada a este libro y me gustaría algún día ver físicamente los cuadros porque la verdad es que la colección que tenéis es magnífica.

—¿Qué dices? ¿De qué libro me hablas?

—De este que recoge la colección de pintura del Banco de España. Me podrías regalar uno, ¿no? Hombre, siendo presidente podrías tener un detalle...

Dije aquello porque sabía que en su interior pensaría algo así como «si supieras lo poco que te queda de presidente...». Eso de turbar almas antes de momentos críticos siempre da buen resultado y cuando se trata de interiores tan agitados, tan complejos y al tiempo tan unidireccionales como el de Mariano, la efectividad aumentaría muchos enteros.

Aquello le desconcertó por unos segundos, porque lo último que esperaba Mariano es que me pusiera a debatir sobre la colección de arte del Banco de España el día de mi ejecución. No contestó. Emitió un sonido casi gutural y me enseñó el camino de su despacho. Traspasé la inmensa puerta de acceso.

Mariano se sentó en su sillón preferido. Yo me acomodé a su derecha. Tenía entre sus manos, acariciándola con una dulzura impropia de él, una carpeta de color azul pálido que fue abriendo muy lentamente, con el compás propio de quien saborea con deleite una copa del mejor vino. Comenzó a hablar:

—Bueno, Mario, creo que esto se acabó. Has cometido una falta muy grave al comprar las acciones de Juan Abelló y esto no quedará así. Has contravenido una orden expresa del Banco de España y eso en una situación como la tuya es imperdonable. O presentas tu renuncia voluntariamente, o te abro expediente y te sanciono con la pérdida del cargo. En ambos casos te tienes que marchar. Te concedo la posibilidad de irte voluntariamente.

Una profunda calada a su pitillo rubio, una deliberadamente pausada inclinación hacia el respaldo, una mueca de satisfacción y una mirada a mis ojos tratando de descubrir en ellos el miedo, la angustia, el vértigo o cualquier otra sensación capaz de estimular su deseo letal.

—Pero, gobernador, ¿qué me dices? ¿Qué es eso de que he cometido una falta muy grave? ¿De dónde sale esa historia?

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