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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (62 page)

BOOK: Los días de gloria
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Visto con los ojos de hoy, 2010, en plena crisis financiera real, en la que se cuidan todos los detalles, se silencia la situación de entidades financieras, se evitan descalificaciones gruesas o livianas, la actuación de Rubio resulta tan inconcebible que solo una locura propia de quien se siente impune de toda impunidad puede convertirse en caldo en el que fermenten semejantes dislates. Pero me parece claro que Rubio se sentía respaldado por el poder político.

Esa misma tarde tenía previsto viajar a Londres a ver a mi hija Alejandra y el lunes siguiente pensaba asistir a un encuentro internacional en la localidad suiza de Davos. La comunidad financiera, si es que alguna vez existió realmente semejante entelequia, se encontraba conmocionada. Televisión Española quería que yo hiciera algunas declaraciones al respecto, pero me negué. ¿Qué decir? No cabía sino iniciar un proceso grosero, que quizá es lo que esperaban. El silencio se convertía en la única respuesta aceptable. Dura, costosa, porque te encuentras enrabietado interiormente, pero mejor comerse ese cúmulo de sentimientos y cerrar la boca.

Dudé seriamente hasta el último instante si debía abandonar Madrid o quedarme al pie del cañón. Quedarse era un peligro porque podría perder la paciencia en cualquier momento y romper mi silencio. Marcharse podría concebirse como una temeridad y hasta una provocación. Como casi siempre en situaciones extremas ninguna solución es total y rotundamente clara, así que opté por las probabilidades mayores y me marché. César Mora y Ricardo Gómez-Acebo me despidieron en el aeropuerto de Madrid. Mi gesto pretendía aparentar serenidad aunque en mi fuero interno sentía una rabia tremenda contra el individuo que había sido capaz de pronunciar aquellas palabras. Pero hay que ser justo: él solo ejecutaba.

Todo estaba claro: si hubieran ganado la votación de las cuentas, yo hubiera sido cesado como presidente de Banesto, pero como habían perdido, era necesario dar un paso más en la conspiración y por eso se trató de desestabilizar Banesto desde el mismo corazón del Banco de España. Durante el viaje me preguntaba: ¿en qué país vivimos?

—Mira, Lourdes, dentro de unos años se escribirá esta historia y nadie creerá que fue posible que llegaran tan lejos.

—Para eso están las hemerotecas.

—No me extrañaría que fueran capaces de prenderles fuego...

Cenamos muy pronto en el propio hotel londinense y me fui a dormir, lo que apenas conseguí más allá de un par de horas. Desde las siete de la mañana estaba pegado al teléfono intentando controlar la retirada de depósitos que esas palabras del gobernador podían causar. En realidad, poco podías hacer, aparte de confiar en que tus clientes captaran la dimensión obscenamente política de aquella frase y dejaran sus dineros en el banco. Pero poco más. Aparte, claro, de pasear como un oso encerrado de un lado a otro de la habitación del hotel en la que me quedé solo y mandar a Lourdes con mis hijos a dar un paseo o lo que fuera, porque no quería que vieran semejante espectáculo.

Fue una jornada terrible y llena de sufrimiento personal. Por fin, a eso de las tres de la tarde, sonó el teléfono. Me pasaron la llamada. Era Juan Belloso.

—Presidente, todo controlado. Las retiradas de fondo han sido mínimas y te diré para tu satisfacción personal que no han sido pocos los clientes del banco que han venido a las sucursales con dinero para echarnos una mano si hacía falta.

—Gracias, Juan. Muchas gracias. La verdad es que casi me emociona lo que me dices.

—Lo comprendo, presidente. A mí me ha pasado lo mismo.

—Juan, no hemos terminado. Les hemos vuelto a ganar. Pero hay que asumir que están practicando una política de tierra quemada.

—¿Qué más pueden hacer?

—¡Joder! La Bolsa. Hundirnos el título en Bolsa el lunes cuando se abra Madrid.

No todo había terminado. Nos quedaba la cotización de la acción el siguiente lunes. Lo lógico era que se produjera un desplome como consecuencia de la cantidad de papel que se ofertaría a la vista de las declaraciones del gobernador. De nuevo el tormento: ¿qué hago? No sabía si ir a Davos o volverme a Madrid. Otra vez la puñetera encrucijada plagada de ventajas e inconvenientes. Opté por una solución intermedia: me fui el domingo por la noche a Davos, en donde tuve ocasión de ver a los Albertos —cuyas sonrisas indicaban su satisfacción por las palabras del gobernador y su involucración en el plan que las provocó— y el lunes regresé a Madrid, en donde celebré una reunión en mi casa con los consejeros fieles.

La Bolsa reaccionó bien. Se ofertaron acciones a la venta, claro, pero muchas menos de las que habrían resultado lógicas si el gobernador hubiera gozado de credibilidad. Y comenzaban a darse cuenta de que algo extraño sucedía: la confianza que despertaba, con todo el poder político y aparato institucional de su lado, comenzaba a perder enteros en relación con la nuestra. Y eso era importante, muy importante.

Aquello fue una estrategia orquestada conjuntamente entre Cartera Central y el gobernador. Es increíble que cosas así pudieran suceder en España, pero todavía me quedaba mucho por aprender. Ese día empecé a trazar la arquitectura de lo que llamo el Sistema. En Davos un periodista suizo me dijo que le resultaba imposible creer que el gobernador del Banco Central de España pudiera haber pronunciado unas palabras como aquellas. En Suiza —me aseguraba— hubiera ocurrido exactamente lo contrario, es decir, el poder habría defendido el sistema financiero, y si algún gobernador se hubiera atrevido a hacer lo que Mariano Rubio no tuvo rubor en ejecutar, habría sido inmediatamente llamado por el Gobierno al orden y cesado en su puesto. Eso era lo lógico —pensaba—, pero vivíamos en España y un grupo de poder manejaba a su antojo las instituciones: quien no estaba con ellos, se situaba contra ellos, al precio que fuera. Y controlaban el Gobierno. Al menos su aparato económico.

Aun a pesar de que esa estrategia límite que podría haber acabado con el banco no les dio resultado, siguieron empeñados en la guerra. Aquello resultaba agotador. Desmoralizador como español y agotador como persona que tenía que sufrirlos. Ahora un nuevo acto con las cuentas de Banesto.

Mariano Rubio, funcionando mucho más como ejecutor de un grupo de poder que como gobernador de una institución como el Banco de España, retenía las cuentas de Banesto sin darle el visto bueno para su publicación. Le había fallado su primera estrategia y sus palabras de «situación delicada y preocupante» no habían producido el efecto deseado. Pero seguía controlando resortes de poder. Necesitábamos salir de aquella situación. Era cuestión de vida o muerte. No se pueden tener las cuentas de un banco congeladas porque el público comienza a pensar que algo muy raro ocurre y el sistema financiero es especialmente sensible a los rumores.

—Presidente, tenemos que hacer algo. El mercado se llena de rumores. No es normal que no podamos publicar nuestras cuentas. Están diciendo barbaridades de nosotros.

¿Que podía hacer? Todo el Sistema funcionaba coordinadamente. Nadie nos echaba una mano, como no fuera al cuello y con la intención de ahogarnos. Pero no pensaba rendirme. Al revés, todo este conjunto de brutalidades me impulsaba a seguir. Seguí. Y les ganamos. Una vez más.

En los meses de enero y febrero de 1989, una situación dramática para mí y para Banesto comenzó a solucionarse con una eficacia y una celeridad que dejó atónito al respetable que asistía complacido a lo que una portada de la revista Cambio 16 calificó como «Las últimas horas de Mario Conde». Todo sucedió en el mes de febrero de 1989. Como por arte de magia, como si de un sortilegio se tratara, Abelló se fue del banco, los Albertos se pacificaron, abandonaron igualmente Banesto, el Banco de España nos permitió comprarles las acciones sin plantearnos problemas de autocartera, se acordó la desfusión con el Central, Mariano Rubio nos concedió tiempo para efectuar las provisiones que pusimos de manifiesto al fusionarnos..., en fin, una letanía de buenas noticias que dibujan un escenario no solo idílico, sino perfectamente desconocido para nosotros desde que asomé mi cabeza por las dependencias del banco.

Evidentemente, algo extraño ocurrió. Bueno, no sé si extraño es la palabra adecuada. Me da que no, pero la uso para entendernos.

El inicio del nuevo escenario corresponde a Juan Abelló. Cedió. ¿Por qué? Por lo que fuera, pero cedió. Tal vez porque sintiera su dinero cautivo en acciones del banco. Quizá porque no consiguiera alcanzar un acuerdo satisfactorio con los Albertos de modo que su futura posición en el hipotético nuevo banco no le compensara la guerra en la que se veía inmerso. En fin, cualquiera sabe.

Era obvio que Juan no tenía porvenir con ellos. Tal vez Juan lo intuyó y prefirió coger su dinero y largarse a otra parte. Posiblemente se dio cuenta de que ante el fracaso del último y descomunal envite —las palabras de Mariano Rubio creando alarma sobre el banco—, la suerte estaba echada para ellos y que jamás conseguirían desbancarme del banco, al menos de forma inmediata. En ese contexto, su situación con los Albertos carecía de base real. Si ese objetivo no se cumplía, entonces no les interesaba para nada. Lo mejor, por tanto, consistía en coger el dinero y salir corriendo, por doloroso que le pudiera resultar.

Lo recuerdo bien. Una llamada de Félix Pastor y un encuentro en mi casa.

—Juan se va de Banesto, Mario. Vende sus acciones y se va. No quiere más guerras.

No quise contestarle adecuadamente a Félix, por quien sentía enorme cariño, pero en realidad no es que quisiera abandonar la guerra contra mí, sino que no veía, después de tanta barbarie, cómo podía ganarla. Pero en esos instantes la dialéctica sobra. No se trata de dar lecciones, ni siquiera de tener razón, sino de actuar de manera precisa.

El cierre de nuestro acuerdo se llevó a cabo en mi casa de Madrid entre Félix Pastor y yo, con Juan en su finca de Las Navas al otro lado de la línea telefónica. Juan vendía sus acciones a un precio determinado y punto. El problema consistía en buscar comprador. Yo personalmente asumí una cantidad próxima a los dos mil millones de pesetas. Para ello tendría que endeudarme, claro, pero mi patrimonio era superior a esa cifra. Creía en mi banco y estaba dispuesto a incrementar mi riesgo. El resto de las acciones de Juan después de las que yo le compraba las venderíamos a través de la red comercial del banco. Seguramente encontraríamos clientes dispuestos a comprarlas.

No cabe duda de que todo este lío suponía un riesgo importante, económico, financiero, político y hasta personal, pero no me quedaba más remedio que asumirlo si quería pacificar la casa. Hubiera preferido que Juan se quedara, pero en las condiciones anímicas y personales en las que se encontraba no tenía solución: llegó demasiado lejos, rompió los pactos y superó límites infranqueables.

Con el trato cerrado entre nosotros, Juan bajó a la mañana siguiente a ver al gobernador Rubio y a comunicarle la mala nueva para él de que abandonaba Banesto y todos los cargos que tenía en el grupo, entre ellos, obviamente, la presidencia de La Unión y el Fénix, vendiendo todas sus acciones. Mariano no debió de sentirse especialmente feliz con la información que le transmitía puesto que Juan constituía un peón de importancia en su estrategia de acoso y derribo contra mí. Perdía un elemento de importancia. Me imaginé su cara al escuchar la noticia.

Psicológicamente, además, comenzaba a mandarse al exterior la sensación de que podíamos ganar la batalla y en los asuntos políticos eso significa empezar a conseguir la victoria.

Juan me comunicó la noticia con bastante serenidad en la puerta del magnífico edificio de La Unión y el Fénix.

—Supongo que ahora que me voy no romperás la fusión —fueron sus últimas palabras.

¿Qué quería decir? ¿Acaso pensó que si la fusión se rompía y Banesto volvía a navegar en solitario él podría tener un sitio en el banco después de todo lo sucedido? No lo sé. No soy capaz de descifrar la clave de esas palabras, ni siquiera con la perspectiva que me proporciona la distancia temporal. En cualquier caso, mantuve un prudente silencio.

No quise informarle de lo que sucedió la noche anterior en casa de Matías Cortés, en una cena inolvidable a la que asistió Boyer, el que fuera poderoso ministro de Economía de González en el primer Gobierno socialista, quien durante el rato dedicado a la gastronomía, además de hacer honor a las excelencias culinarias del abogado, sorbió vino tinto y, tras los postres y el café, añadió licor de pera, algo que, al parecer, formaba parte de los gustos de esos círculos del poder, porque en cada almuerzo en el Banco de España daban buena cuenta de algunas de esas copas pequeñas encerradas en hielo picado situado dentro de un recipiente de acero inoxidable.

El objetivo de la cena en casa de Cortés residía en concretar un principio de acuerdo que alcanzamos con los Albertos para que abandonaran Banesto y se rompiera la fusión con el Central. Ya tenía claro que no podía continuar con mi proyecto. Por mucho que me doliera, debía rendirme a la evidencia. Los dos bancos sufrían y en la vida en ocasiones tienes que dejar de lado lo mejor para centrarte en lo posible. Y lo más posible, práctico, operativo, concreto y con posibilidades de futuro residía, precisamente, en dejar de lado la fusión. A ellos, al poder, esa decisión les encantaría. No en vano hicieron lo que hicieron. Cierto es que querían echarme del banco fusionado, pero la cosa no les funcionaba. Así que mejor —debieron pensar— romper la fusión y ya nos ocuparemos más tarde de Mario Conde, una vez que hayamos ejecutado a Escámez.

Nada podía gustarles más ni a ellos ni al poder político que los soportaba. Lo sabía, lo intuía, pero no me quedaba más remedio que transitar por semejante carril tratando de sortear las minas persona-persona con las que lo habían infectado. En la situación en la que se encontraba el proyecto, empantanado, sin avanzar en dirección alguna, desmoralizados los ejecutivos, nerviosos los Consejos y el mercado expectante, continuar sin más constituía una grave irresponsabilidad que podría afectar a los dos bancos. Obviamente, si los Albertos se iban de Banesto y se rompía la fusión, concentrándose nuevamente en el Central, el sufrimiento de Alfonso Escámez volvería a convertirse en el plato del día. No podía evitarlo. Debía pensar en nosotros.

Por eso mandé el mensaje. Por eso fue inmediata y entusiásticamente recibido. Por eso estábamos cenando.

Al concluir la cena, Matías, Boyer, Romualdo García Ambrosio y yo acomodamos nuestros cuerpos serranos en la biblioteca. A pesar del tiempo transcurrido no pudimos consumir ni un minuto en nuestro asunto, la salida de los Albertos de Banesto, debido a que Boyer nos ilustraba acerca de los errores y aciertos de la política económica de Solchaga y por dónde, a su juicio, deberíamos caminar para alcanzar el éxito apetecido. Muy interesante, sin la menor de las dudas, pero no estábamos allí para recibir clases de macroeconomía de salón, sino para ver cómo rompíamos un gigantesco proyecto económico empresarial debido a las presiones políticas, ejercidas de muchas maneras y, entre ellas, con el nombramiento de quien nos ilustraba.

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