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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (59 page)

BOOK: Los días de gloria
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Supongo yo que no fui el único en sonreír para sus adentros, porque el espectáculo vivido en aquella mesa, de ser conocido por el gran público, habría servido para catalogarnos de payasos, en el mejor de los casos, y me ahorro el peor de los calificativos posibles. En su alocución Juan había navegado según el viento que presentía soplar, por lo que transitó por fases sucesivas: un numeroso grupo de consejeros, algunos consejeros, algún consejero... Miré furtivamente a César Mora y a Ricardo Gómez-Acebo, que no podían evitar que su sonrisa interior se tradujera, aunque más levemente, sobre todo en el caso de César, en algún símbolo externo. Enrique Lasarte, a la vista de la situación, se decidió a intervenir y dijo:

—Cualquiera que sea la interpretación que se quiera dar a las noticias aparecidas, considero conveniente dejar clara la unidad de criterio y de decisión en Banesto, ya que razones de tipo institucional así lo aconsejan, por lo que la ratificación de la presidencia es ahora prudente y necesaria.

Después de estas palabras de Enrique, decidí cortar el asunto y dirigirme al Consejo. Era mi hora. En determinados momentos quien quiere liderar tiene que demostrar que es líder, y eso significa poner ciertos puntos sobre determinadas íes. En la vida no se trata de sentarte a ser presidente, sino de presidir. Y eso exige, reclama y evoca autoridad.

—Quiero agradecer todas las manifestaciones y juicios que se han vertido en el transcurso de esta sesión. Todos los miembros de este Consejo pueden expresar sus opiniones tan libremente como quieran y no tengo duda de la postura expresada por el señor Cortina acerca de su respaldo a la presidencia. Pero nos guste o no y sea de quien sea la culpa, a mi juicio no hay duda de que resulta imprescindible dejar firmemente establecido el principio de autoridad de la presidencia, ya que en definitiva la autoridad de la presidencia es la autoridad del Consejo. Para ello es necesario que tal principio de autoridad se ratifique por el Consejo, ya que de otro modo se mantendrá la duda y la desconfianza.

El tono empleado además de solemne era rotundo. No se trataba de un discurso convencional ni de circunstancias. Transmitía la sensación de que no toleraba bromas sobre mi presidencia manejadas desde los medios de comunicación social afines al Banco de España aunque solo fuera porque me constaba que detrás de tales comentarios de prensa se encontraban personas presentes en aquel Consejo, empleados de los Albertos. Ningún argumento del tipo de inclusión o no inclusión en el orden del día, conveniencia o no de alterar la tradición y otros similares serían capaces de mover un milímetro mi determinación. Continué.

—Por eso pido que el Consejo se pronuncie ahora. Por consiguiente, en defensa de los mejores intereses de la institución, pido la ratificación clara, tajante y terminante de la autoridad del presidente y ello de la única manera que puede hacerse en estos momentos: la reelección para el ejercicio de 1989.

El silencio era absoluto. Mis palabras sonaban claramente a ultimátum. Quise introducir un punto adicional de presión.

—Me importa dejar bien claro que la presidencia es algo que solo admitiré por unanimidad. Si un solo consejero vota en contra, dimitiré.

La tensión alcanzó su punto máximo. Mi ultimátum les cogió absolutamente por sorpresa. No podían calibrar en segundos el alcance de una hipotética dimisión, sus consecuencias en la fusión, si podría continuar o tendría que anularse, sobre quién recaerían las consecuencias de ello..., en fin, preguntas todas ellas absolutamente fundamentales. Una cosa es boicotear, destruir, dificultar, y otra construir. No sabían, ni eran capaces de calibrar en segundos, qué les sucedería a ellos si yo me iba. Cortina y sus empleados pensaban que mi movimiento carecía de cualquier dosis de improvisación. Habría dispuesto de tiempo para analizarlo despacio. Se encontraban en inferioridad de condiciones. Se veía claro que me importaba lo más mínimo tener que dimitir en ese preciso instante. No podían arriesgarse. Me concedían una capacidad diabólica de elaboración de estrategias y como no acertaban a adivinar qué se escondía detrás de una posible dimisión, no supieron reaccionar.

Uno a uno todos fueron votando y el resultado fue unánime: yo debía continuar como presidente por un año más.

La tensión había sido tan grande que decidí suspender el Consejo por unos minutos. Acababa de ganar, pero no la presidencia de Banesto, sino la posibilidad de demostrarles que los que solo cumplen en la vida la misión de ser voz de su amo no saben cantar si no se encuentra a mano quien les dirige.

Durante el improvisado recreo cada uno nos aproximamos a los nuestros. Abelló se reunió con Cortina y García Ambrosio en un rincón. Cuchicheaban algo que resultaba inaudible.

Cuando se reanudó el Consejo con cada uno en su asiento respectivo, pidió la palabra García Ambrosio. Se la concedí imaginando que nos iba a exponer algo previamente acordado con Cortina y Abelló en su rincón del cuchicheo. Tomó la palabra García Ambrosio.

—Presidente, quiero manifestar mi satisfacción por el modo en que viene conduciéndose esta reunión del Consejo gracias al buen criterio de la presidencia, y ahora quisiera proponer, en el marco del artículo 18 de los Estatutos sociales, que se proceda, igualmente, a la reelección de los señores vicepresidentes.

Me equivoqué. No debí suspender el Consejo. Se reunieron a pensar. Ante todo querían evitar que el Consejo se presentara a la opinión como una victoria por goleada de nuestro bando. La reelección de los vicepresidentes amortiguaría algo la intensidad de la derrota. Sobre todo en el caso de Juan Abelló.

Tenía noticias de que Juan había maniobrado con las familias del banco, pero carecía de una información precisa, hasta que me la proporcionó César Mora. Juan reunió al grupo de Mora, Figaredo, Oriol, en fin, a los representantes de las familias, con la notable ausencia de Ricardo Gómez-Acebo y seguramente de Masaveu, en el restaurante La Dorada. El almuerzo a iniciativa de Juan Abelló tuvo lugar después de las Juntas de Fusión. Juan, con palabras medidas, realizó una exposición en la que pedía mi cabeza y, además de una referencia amenazante a las cuentas del ejercicio, incidió en problemas personales conmigo. Los asistentes rechazaron su proposición a través de César Mora. Incluso más: le recriminaron duramente que se dedicara a tratar de alterar la presidencia de una institución como Banesto alegando cuestiones imprecisas y de índole fundamentalmente personal.

Cuando César me contaba este encuentro yo no acertaba a vislumbrar la estrategia de Juan. Si el almuerzo y sus propuestas de destitución se hubieran llevado a cabo antes de las Juntas de Fusión, todavía lo entiendo, pero una vez ratificado mi nombramiento por una Junta General y considerado como una pieza clave de las bases de fusión, ni siquiera el Consejo disponía de la autoridad necesaria para modificarlo sin, al mismo tiempo, provocar la ruptura del proyecto de fusión. Quizá los factores emocionales nublaban la claridad de ideas de Juan.

El problema no residió únicamente en el fracaso de la estrategia de Juan, sino que, además, se echó materialmente encima a todos los miembros del Consejo de Banesto, hasta el extremo de que una delegación compuesta por algunos consejeros se presentó en su despacho de la calle Fortuny y le expresó a Juan su profundo malestar por su actitud, que consideraban impropia de un miembro del Consejo de esa casa, llegando incluso a invitarle a que presentara su dimisión de forma irrevocable.

Aquello tuvo que ser un trago de hiel pura y dura para Juan Abelló. Que los miembros de las familias del banco, de Banesto, se presentaran ante él, le acusaran de comportamiento indigno y que, dado que jurídicamente no se le podía expulsar, le solicitaran que voluntariamente se marchara de la casa en la que él mismo, con su actitud, se había negado un sitio adecuado, todo ello debió de constituir tal mezcla explosiva para un hombre como Juan que en la soledad de mi despacho de Banesto, siendo consciente de que en aquellos momentos la escena se estaría desarrollando en el despacho de Juan, me sentí muy mal.

Juan Abelló se negó a dimitir. El ambiente en mi despacho se caldeaba. Los consejeros que acudieron a transmitir a Juan semejante burrada no eran capaces de comprender cómo un hombre como él, con su dinero, con su posición, con sus pretensiones sociales, podía tener semejante comportamiento. Decidí convocar una cena para discutir el asunto en el restaurante Jockey de Madrid y tratar de introducir algo de serenidad. Era ya tarde, pasadas las diez y media de la noche, cuando comenzamos a avisar uno a uno a los consejeros. Dispusieron solo de algunos minutos entre la recepción de la llamada y la cita en el restaurante madrileño. Una vez acomodados en el reservado, nos dimos cuenta de un tremendo error: nos habíamos olvidado de Juan Herrera. Montaría en cólera al enterarse. Le pedí a Pablo Garnica que le llamara a su casa. A esas horas Juan seguramente estaría cenando. Tal vez, incluso, ya hubiera terminado. No importaba. El espectáculo podría ser interesante.

Cuando Pablo Garnica volvió a la mesa tras efectuar la llamada, le pregunté qué le había contado exactamente a Juan. Pablo, que es más bien primario, se limitó a decirle algo así: «Vente para Jockey, que estamos reunidos para cesar a un consejero».

Imaginé la reacción de Juan recibiendo la noticia. No tuvo tiempo de solicitar la mínima aclaración porque Pablo, con sus formas características, habría colgado el teléfono nada más concluir. Juan se situaría al borde de un ataque de nervios. Llegó al restaurante pálido como una vela. Se sentó en uno de los extremos de la mesa, el más cercano a la pared del fondo, junto a la puerta por la que entran los camareros con los servicios. Comenzó a gesticular ostensiblemente. Sin solicitar permiso para hablar empezó casi a gritar:

—Esto es absolutamente intolerable, no es forma educada de proceder, no se puede llamar a altas horas de la noche a un consejero que estaba con bata en compañía de su mujer y sus hijos para decirle que acuda a un restaurante madrileño con toda urgencia porque se va a producir un cese en el Consejo. ¡No, señor! ¡Esto es intolerable!

—Tranquilízate, Juan, porque creo que tienes algo de razón pero hemos considerado necesario que tú asistieras personalmente a esta reunión —contesté.

—No puedo tranquilizarme cuando veo que un asunto de esta envergadura se trata casi como por asalto.

—Juan, serénate. Comprendo lo que dices pero cesar a un vicepresidente como Juan Abelló es un tema de gran calado.

Su expresión cambió como por arte de magia. Su mirada dejó de transmitir notorios síntomas de pánico. Los músculos de la cara se distendieron. Expulsó aire con fuerza. Se recostó lentamente sobre el respaldo de la silla que ocupaba y casi suspirando preguntó:

—¿Es que se trata de Abelló? ¡Ah, buuueeeenooooo! Esto es otra cosa. Oye —dijo, dirigiéndose al camarero—, tráeme una copa, por favor.

Estas imágenes venían a mi mente y seguro que a la de alguno más de los consejeros presentes aquel 24 de noviembre de 1988 cuando meditaba sobre si debía o no acceder a la petición de Cortina de que renovara a Juan Abelló en el puesto. Por duro, muy duro, que me resultara conocer el detalle de las actuaciones de Abelló contra mí, las consideraciones puramente emocionales debían ceder en beneficio del proyecto de fusión. Si Banesto y el Central hubiesen sido de mi propiedad, habría tenido clara la decisión. No siendo ese el caso, cada vez que me situaba en una encrucijada de esta naturaleza, aparte de analizar las consecuencias en términos de poder, sopesaba los efectos en cuanto a la entidad en sí misma, a su valor en Bolsa, a sus consecuencias para los accionistas.

Ante la petición de quienes le nombraron para el Consejo del banco de que se fuera, Juan Abelló optaba por ponerse en manos de Cartera Central, de los Albertos, de Mariano Rubio, de Solchaga, de todos aquellos que a él le despreciaban de manera lacerante. Un esperpento. Que Juan debiera la vicepresidencia de Banesto para la que le designó el Consejo anterior a esos nuevos aliados constituía una aberración de tal calibre que ni siquiera soñando en plena pesadilla nocturna habría contemplado con visos de realidad. Las pasiones son capaces de demoler arquitecturas interiores por muy sólidas que sean. La pasión destruye al hombre, le convierte en una piltrafa, en una tabla que flota en mitad de un océano a merced de las olas y los temporales, un trozo de madera mojada cuya única misión vital reside en flotar.

La voz ronca de Juan Belloso terminó con mis cavilaciones y me devolvió al Consejo de Banesto, a mi mundo de aquellos instantes, al lugar en el que tenía que decidir si aceptaba o no someter a votación las vicepresidencias del banco, de la que la única conflictiva era la de Abelló. Juan Belloso tomó la palabra.

—A mi juicio debe desestimarse la pretensión del señor García Ambrosio porque el presidente se ha sometido voluntariamente a la reelección, cosa que no sucede en el caso que ahora se pretende.

—Me adhiero a lo manifestado por el señor Belloso —dijo César Mora.

—La propuesta de García Ambrosio debe aprobarse, porque cualquier otra actitud me produciría un serio disgusto y afectaría sensiblemente al clima que hemos mantenido en la primera parte de este Consejo —intervino Cortina.

Amenazante Cortina..., la conciencia de sentirse protegido por el poder...

De nuevo, una vez más, en una encrucijada. Los consejeros no querían que yo reeligiera a Juan Abelló, puesto que, como antes decía, consideraban que su comportamiento había sido poco edificante. Yo, en mi fuero interno, sabía mucho más que ellos hasta qué punto tenían razón. Recordé la reunión de La Salceda.

Sin embargo, cesarle como vicepresidente para que siguiera como consejero en cada una de las sesiones sumándose a los Albertos con su voto me parecía muy poco pragmático. Contribuiría a aumentar la polémica en medios de comunicación, la confusión entre accionistas, la perplejidad entre analistas... Una respuesta puramente emocional perjudicial para la buena marcha del proyecto. Por ello, con las ideas ya claras, tomé la palabra.

—La presidencia admite que se someta a votación la renovación de los cargos de vicepresidentes. La presidencia hará la propuesta individualizada al Consejo. Comienzo proponiendo la reelección del señor Cortina.

Mi propuesta fue unánimemente aceptada, así como la siguiente referida a Ricardo Gómez-Acebo. Había llegado el momento de Juan Abelló. El silencio era muy intenso y la tensión evidente. Junté las manos, miré hacia abajo, saqué fuerzas de dentro y dije:

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