Era sencillamente increíble que el gobernador del Banco de España pudiera sentirse molesto por que Alfonso y yo hiciéramos una visita a Bruselas para explicar a las autoridades europeas un proyecto de fusión de los dos primeros bancos españoles. Nadie se atrevería a firmar un documento así de no ser porque estaba absoluta y totalmente convencido de que con el juego de los Albertos y las fuerzas políticas conseguirían frustrar el proceso de fusión. La verdad es que ese hombre no dejaba de sorprenderme: una carta como esa es un magnífico retrato expresionista de quien en aquellos momentos estaba ocupando el sillón de gobernador del Banco de España.
No hicimos ningún buen papel en las regatas del verano del 88. El Rey, Cusí y yo, en una reunión previa, decidimos potenciar un barco de regatas tipo 3/4, una especie de purasangre de reducida eslora. El mío lo pagué de mi bolsillo, pero le puse el nombre de Banesto sin cobrar ni un céntimo al banco por semejante propaganda. Como me gustaba la regata decidí patronearlo personalmente. Pues a pesar de que el barco, la tripulación y las velas reunían la calidad adecuada, no tuvimos excesiva suerte, que es la alegación de mayor uso entre los perdedores. Tal vez mi concentración mental discurriera por derroteros distintos a los de los vientos dominantes en la bahía de Palma. Posiblemente no tenga las habilidades del italiano Marco, que nos hizo ganar en Saint-Tropez a bordo del
Pitágoras
en la copa Swan. Me inclino más por esta segunda versión porque cuando decido concentrarme en algo es difícil que otro tema me turbe.
A pesar del éxito aparente en el mundo financiero, de los acuerdos de fusión con el Banco Central, de las celebraciones periodísticas, era consciente de que las cosas se complicaban de manera exponencial cada minuto. La carta de Mariano Rubio, la actitud de los Albertos, el inicio del distanciamiento de Juan Abelló sin que comprendiera los motivos que ahora lo impulsaban, los posibles traidores en el seno del Consejo de Banesto, la inevitable enemistad del Banco de España, la actitud absolutamente hostil de Solchaga..., en fin, un cúmulo de factores que evidenciaban lo difícil de mi situación a pesar de todas las apariencias en contrario. Eso de vivir en el mundo financiero se estaba convirtiendo en un dolor de dolores.
¿Qué hacer en tan peculiares circunstancias? En el fondo y en la forma no era más que un recién llegado a ese complejo mundo en cuyo vértice confluyen la política y la economía, con todas las miserias humanas que ambas conllevan. ¿En quién podía apoyarme? No tuve tiempo de crear una red de complicidades integrada por amistades, conocimientos, relaciones de intereses, que con el objetivo de un reparto de alguna tarta constituye la esencia de los grupos de presión o de poder en las sociedades occidentales. La soledad era mi compañera, tal vez no preferida pero inevitable. Algunos decían que tuve prisa por llegar. Quien lea estas páginas comprenderá que no fui yo precisamente quien quiso correr sobre el tiempo de mi vida.
Necesitaba el concurso, la ayuda de alguien que supiera cómo penetrar en aquellos complejos circuitos, manejar las palancas invisibles de la circularidad de los acontecimientos, por emplear una expresión cursi para definir el modo de operar del clan que controlaba el poder económico en España.
Verano de 1988, seis meses después de mi llegada a Banesto. Escenario, el incomparable rincón de Can Poleta, Pollensa, Mallorca, Mediterráneo. De la mano de Fernando Garro llegaron a mi casa, procedentes de Madrid, dos personas: Antonio Navalón y Diego Magín Selva.
—¿Qué crees que pueden aportarnos, Fernando? ¿En qué pueden ayudarnos?
—Tú recíbelos, escúchalos y ya me dirás.
Yo tenía plena confianza en Fernando Garro, así que no dudé en seguir su consejo, y allí se presentaron los dos recomendados. El primero, Navalón, grande, alto, gordo, de ojos azules, tez más bien pálida, nervioso, agitado, casi siempre en tensión, llevaba la voz cantante y la mano contante. Dotado de una indudable inteligencia creativa y de una ostensible capacidad dialéctica, es un hombre intelectualmente atractivo.
Diego Magín Selva, de Elche, Alicante, al parecer de origen judío, al menos parcialmente, alto, grande, fuerte, de barba cincelada y potente maxilar, cabeza cuadrada, ojos hundidos escondidos tras aparatosas gafas, hablar pausado y tranquilo, pretendiendo siempre transmitir al exterior una sensación de serenidad, al margen de que sea o no sereno en su interior, padecía una enfermedad cuyo nombre técnico no recuerdo que le impedía tomar bebidas o alimentos excesivamente calientes o fríos y que, incluso, le dificultaba su sonrisa, convirtiéndola en algo con cierto sabor mecánico, programado con el ratón de un ordenador de bolsillo. Trabajaba para Antonio. Tal vez para otros también.
Antonio Navalón me fue presentado como una persona que conocía ese mundo en profundidad. Me refiero a la política, finanzas, medios de comunicación y amalgama conjunta de todos ellos. Hombre vinculado al CDS de Adolfo Suárez, y a este de manera personal —aunque el alcance de esa vinculación no lo pude concretar—, extendía su red de conocimientos e influencias al PSOE como partido y a algunas personas del mismo en el círculo próximo a Alfonso Guerra. De manera preferencial, Txiki Benegas, el secretario de Organización, y Marugán, el de las finanzas del PSOE. Por si fuera poco, Antonio, con extrema delicadeza, me insinuó sus magníficas relaciones con Luis Valls. No me aclaró qué sentido tenía esa mezcla de complicidades y, además, qué papel cubría en esa singular alianza un banco vinculado en mayor o menor grado al Opus Dei. Poco después Navalón me contó que, además de esos contactos políticos, financieros y hasta eclesiásticos, entre sus amistades más intensas se encontraban algunos jueces y, de modo singular, el juez Garzón, la estrella de la Audiencia Nacional. Tampoco supe con precisión el alcance de esta vinculación con la magistratura. Pero Antonio decía que con los jueces hay que llevarse bien porque nunca se sabe qué puede pasar...
Tenía razón Garro. Sobre el papel era difícil encontrar médicos con mejores condiciones para el tratamiento de mis problemas, cuyo diagnóstico era fácilmente asumible. Un ex presidente del Gobierno con ciertas expectativas de futuro, el partido en el poder, el sector financiero y el Opus Dei —y, por si fallaba algo, la Audiencia Nacional— constituían un conjunto suficientemente compacto para un muchacho de treinta y nueve años que todavía no podía explicar coherentemente cómo había llegado a ser presidente de Banesto, cuando, por si fuera poco, en aquellos días disponía de unos documentos sancionados por dos Consejos de Administración en los que se le designaba futuro presidente del primer banco del país. Es así como, impulsado por mi circunstancia individual en el contexto en el que debía moverme, Antonio y Diego comenzaron a formar parte de mi vida.
En aquellos días no sospechaba que entre ellos, Navalón y Selva y Fernando Garro, pudiera existir algún tipo de relación llamémosla especial. Ni siquiera que se estuviera gestando entre los tres algún tipo de sociedad de socorros mutuos. Les recibí porque era consciente de mi situación. No tenía a mano un abanico de opciones y sí, sin embargo, unas realidades concretas, evidentes, empíricas y tremendamente peligrosas. Los actores del drama me esperaban.
Reunidos bajo el porche de poniente de Can Poleta, sentados en unas grandes butacas de mimbre blanco que Lourdes había comprado en un anticuario de Felanitx que aseguraba venían directamente de Tailandia, lo que a mí me resultaba totalmente indiferente, mis invitados comenzaron su exposición. Tomó la palabra Antonio Navalón. Cuando habla gesticula, mueve las manos y los brazos, inflexiona adecuadamente la voz para atraer la atención del interlocutor. Es, sin duda, un tipo listo. Conoce a la perfección su trabajo. Sabe cómo sacar provecho de personas como yo, recién llegadas a un mundo del que desconocen hasta la forma segura de desplazarse.
—La situación es la siguiente: Mariano y Solchaga, enemigos totales. Felipe no moverá un dedo por ti si eso le cuesta un enfrentamiento, por ligero y nimio que sea, con su ministro. La comunidad financiera no está contigo. Eres un recién llegado que genera desconfianza. El statu quo financiero tiene que ser estable. A la banca se llega solo por la banca o por decisión del gobernador. Has conseguido vencer la resistencia de Escámez, pero únicamente porque él se encontraba acosado por los primos. Los dos Albertos son terminales de Felipe. En todo momento harán lo que diga. Tu Consejo te apoya, pero carece de fuerza. Abelló se ha pasado de bando de forma rotunda. Es muy difícil que con todo ello puedas mantenerte y sacar adelante el proyecto del Banco Español Central de Crédito.
Debo reconocer que en aquellos días en Mallorca, mientras Antonio Navalón recitaba su estructurado discurso, no me acordé de su papel con Ruiz-Mateos. Tal vez si esa experiencia del empresario gaditano hubiera estado presente en el porche de Can Poleta, no hubiera resultado tan fácil adquirir para Banesto los servicios de Navalón. Garro, incluido.
—Dime una cosa, ¿por qué dices lo de Abelló?
—Porque es así. De momento toma nota. Pronto te enterarás.
—Ya.
Un obligado silencio de segundos para deglutir aquella información. Cierto era que percibía en Juan comportamientos extraños, pero de ahí a un cambio de bando, a posicionarse en mi contra, quedaba un trecho que me resultaba insalvable.
—Lo que quieres decir, Antonio, es que si permanezco solo, sin ayudas externas, lo tengo muy difícil y que necesito un tipo de «ayudas» distintas a las tradicionales, a las de los abogados o financieros. Que el problema no es técnico, ¿es eso? —pregunté sin aparentar exceso de ingenuidad, pretendiendo que el intermediario abordara de manera clara y rotunda su colaboración.
—Efectivamente, es eso.
Antonio se detuvo. Su experiencia le dictaba que su potencial cliente ya había sido captado para su lista de facturaciones. No debía ser él quien ofertara, una vez que el marco descrito le convertía en imprescindible. Era a Mario Conde a quien le correspondía demandar los servicios. Así lo hice.
—Hombre, de lo que se trata es de saber si estáis dispuestos a ayudarme, a trabajar para que este proyecto pueda salir adelante —dije con el tono de quien contrata colaboradores pero sabe bien que su propia importancia convierte a la demanda en una exigencia de tremendo valor para el que va a prestarlos.
Antonio se levantó. Habíamos dejado el porche y nos sentamos en el sofá grande del salón de nuestra casa mallorquina. Fernando y Diego Selva asistían en silencio al encuentro. Se movió en dirección hacia la puerta que da acceso al hall. Parecía que deseaba salir al exterior, pasear por el magnífico jardín que rodea la casa. Sin embargo, a la altura del porche exterior detuvo su marcha, volvió sobre sus propios pasos y recuperó el lugar que ocupaba en el sofá. Una vez sentado, alargando de manera ostensible la importancia que quería concederse a sí mismo, a su grupo de gente, a su presencia en la sociedad española, a su capacidad de lobby, a su diseño de hombre-clave-en-este-mundo, tratando de que su voz sonara más grave que de costumbre, rompiendo aquellos segundos de denso silencio, dijo:
—Por supuesto. De eso hablaremos estos días. Es importante que funcione la química. Eso es primordial en nuestro trabajo. Creemos que contigo funciona. Vamos a dar un paseo y ya seguiremos hablando durante la cena.
Trato cerrado. A partir de ese momento, «química» incluida, todo lo demás fue pura literatura. Antonio y Diego volvieron de Mallorca con un nuevo cliente. No uno cualquiera, sino Mario Conde. Acababa de devolverles un protagonismo que habían perdido con el asunto Rumasa. De nuevo estos dos personajes se situaban en el centro de la vida político-económica española. No solo se convirtieron en asesores míos, sino en correa de transmisión de lo que sucedía en Banesto hacia los más decisivos centros políticos y financieros de la vida española. Navalón siempre funcionó como un doble espía. Lo que no sabía en aquellos días es que Garro, a pesar de la íntima amistad que nos unía, decidió convertirse en agente de Antonio y su grupo. Descubrirlo fue uno de los momentos más dolorosos de mi vida, pero todavía quedaban algunos años para que tuviera que rendirme a una cruel evidencia.
Visto ahora, con la distancia del tiempo y la experiencia de los años, aquello fue una profunda locura, una absoluta insensatez. Pero no disponía de otros sujetos de esas características para ejecutar el encargo. Además Fernando Garro me insistía en que para nosotros era capital la labor de Antonio y Diego, que no me dejara influir por terceros, que lo de Ruiz-Mateos era pura fantasía... Claro que entonces mi confianza en Fernando era absolutamente ciega. Ni por una décima de segundo pude imaginar que fuera un traidor en potencia o en acto, ni que cobraría de los honorarios que percibirían Navalón y Selva de Banesto por sus servicios profesionales.
¿En qué consistió su trabajo? En ayudarme a capear los temporales desatados en mi entorno. ¿Cómo? Moviéndose en la sombra, manejando sus relaciones, explicando las cosas en los despachos en los que los papeles no son jamás lo más importante. Una llamada, una conversación, un comentario constituyen la esencia de toda decisión, por trascendente que sea. Juristas los hay en todas partes y a ellos solo se les exige que sean capaces de traducir en lenguaje jurídico mínimamente aceptable lo decidido en instancias ajenas a la letra y espíritu de la Ley. Si días más tarde tienen que fundamentar exactamente lo opuesto, esa labor también queda incluida en su salario. A Navalón le recibían sus interlocutores para que contara no solo lo que resultaba importante para nosotros, sino también para ellos. Para sus verdaderos dueños. Yo era un cliente muy importante, pero Navalón nació gracias a otros. Ellos eran sus dueños. Yo, un inquilino transitorio. La química de Antonio consiste en obedecer a quien le inventó y le protege. Lo aprendí tarde. Siempre ejecutan la misma estrategia. Siempre. Si algún día alguien contrata a Navalón y Selva, debe saber que ellos habrán previamente estudiado a aquel que reúna la condición de persona de máxima confianza. Antes de cualquier paso ulterior lo habrán incorporado a su organización. Por dinero, por supuesto.
Lo que no sabía en el momento de contratarles era que la primera de sus actuaciones tendría que ver, precisamente, con la ruptura con Juan Abelló. Poco después de nuestro encuentro en Mallorca, tuvo lugar la conversación abrupta entre Juan y yo en La Salceda. Cuando el coche de Abelló abandonó a toda velocidad nuestros territorios, entendí que debía ponerme en contacto con Antonio en cuanto regresara a Madrid.