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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (50 page)

BOOK: Los días de gloria
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—Lo tengo claro: Ángel Corcóstegui. Yo creo que se iría encantado a Banesto.

—¿Seguro?

—En Banesto, Mario, estáis cortos de cuadros directivos modernos, así que este fichaje yo creo que os viene bien. Además, Corcóstegui, con independencia de que es buen técnico, tiene excelentes relaciones con el Banco de España, y en tu caso concreto eso te conviene una barbaridad. Ya sabes cómo funcionan las cosas por aquel caserón. Yo te lo agradecería muy encarecidamente.

La verdad es que en ese momento no sabía ni cómo ni con qué materializaría su agradecimiento, pero eso me importaba entre cero y nada.

No le conocía, ni podía siquiera imaginar si lo que me aseguraba José Ángel disponía de visos de realidad o de probabilidad. Pero en todo caso la operación me parecía descabellada. Era clara como el agua clara, mejor dicho, como el agua estancada. Afortunadamente no se llevó a cabo, y no digo para mí, para nosotros, para Banesto, sino para Ángel Corcóstegui, que tiempo después abandonó el Bilbao Vizcaya, pasó al Central Hispano y cuando, posteriormente, ese banco se fusionó con el Santander y Botín, don Emilio, decidió seguir en solitario, consiguió que Ángel Corcóstegui renunciara a su puesto a cambio de una cifra parecida a algo más de cien millones de euros, y en Banesto jamás habría conseguido ni siquiera la décima parte porque nuestro banco tenía normas retributivas de mucha mayor austeridad.

El desenlace fue, si cabe, todavía más sofocante que esa huida incentivada de un consejero. Tan insoluble llegó a ser la situación que, en un acto que quizá no sea típico de la elegancia pregonada en ciertos salones, los consejeros de uno y otro banco, incapaces de resolver por sí mismos el problema, decidieron acudir a Mariano Rubio, gobernador entonces, para que solventara en un juicio salomónico quién debería presidir el banco fusionado. Y Rubio, encantado con su papel de árbitro de intereses privados, concluyó que el destinado a ocupar tal cargo era Emilio Ybarra, siempre que aceptara nombrar unas personas designadas por el propio Mariano Rubio como consejeros del banco en calidad de «independientes». De esta manera Emilio se convirtió en el primer presidente de un banco privado debido a un laudo de un poder público solicitado por un Consejo de Administración de una entidad financiera privada. La verdad es que los socialistas debieron de disfrutar con el poco aprecio que los miembros de las familias de Neguri y el resto de los profesionales de banca podían mostrar sobre sus convicciones acerca del sector privado, de la economía privada, de la capacidad de los empresarios y banqueros españoles para resolver por ellos mismos los problemas que la vida empresarial les planteara. No sé si existirá algún precedente similar en las páginas bancarias del mundo occidental.

Solventado el problema del Bilbao, ya tenían sus fusiones los propagandistas del género. ¿Y nosotros? ¿Qué era de nosotros en Banesto? Mis ideas no se ajustaban al patrón oficial. No rechazaba, desde luego, la bondad de la operación, pero siempre que de manera concreta, detallada, específica, comprobara sobre el papel los beneficios que produciría en términos de valor de las acciones y beneficios futuros. El tamaño del banco me importaba tres pepinos. Si el tamaño convertía a la entidad en proporcionalmente más rentable, pues bien. El tamaño por el tamaño, no. La dinámica de lo cuantitativo no formaba parte de mis preferencias intelectuales.

Con Antonio Torrero discutí en varias ocasiones sobre este punto, que, desde luego, reclamaba dedicarle todo el tiempo del mundo, porque de ser verdad el postulado de los oficialistas, que garantizaban que todo banco que no se fusionara con otro perecería en la tempestad europea, eso, obviamente, tenía que preocuparnos y mucho, no solo por la responsabilidad de gestionar a miles de empleados, sino, además, porque teníamos un montón enorme de dinero invertido. Antonio insistía en que el tamaño por sí solo no aportaba gran cosa, porque dependía del proyecto de banco que quisieras. Evidentemente, si se trataba de operar a gran escala, tener presencia significativa en el mercado internacional, entonces el tamaño aportaba ventajas diferenciales. En otro caso, seguía razonando Antonio, no.

Pero, en fin, las fusiones no solo eran un dogma oficial, económico y político, y una estrategia empresarial discutible, sino que, además, cumplían otro papel: se convirtieron en un instrumento para solventar problemas derivados de los malos créditos bancarios.

Hace unos días, y estoy ahora en 2010, en junio, se anunció la fusión «fría» (no es una coña literaria, es que la llaman así oficialmente) entre Caja Madrid y Bancaja. En el mercado se decían cosas poco bonitas de ambas instituciones. En la primera de ellas, en medio de un tumulto político más bien poco edificante, acababa de aterrizar Rodrigo Rato, que fue vicepresidente en el Gobierno de Aznar y que por alguna razón de oro a futuro no accedió, como esperaba, al delfinato, a la sucesión en la presidencia del Partido Popular. En uno de esos movimientos complejos que no todo el mundo alcanza a entender, Rodrigo Rato dejó el FMI, siendo su director, con máxima categoría política, para venir a España de asesor de algunas entidades financieras y para acabar —al menos a día de hoy— tras una disputa entre Rajoy, presidente del PP, y Aguirre, presidenta por ese partido de la Comunidad de Madrid, presidiendo Caja Madrid. Como digo, no todos tenemos la capacidad de adivinar los fondos de semejantes movimientos.

Los balances de las cajas españolas, involucradas hasta las cejas en el ladrillo, como se designaba a las inversiones inmobiliarias, reflejaban una situación caótica. Tenían que fusionarse, pero no solo para reducir capacidad, para contraer el mercado financiero al que atribuían encontrarse sobredimensionado, sino, sobre todo, para recibir unos dineros ingentes de un invento al que llamaron FROB, que no era sino dinero público, es decir, de todos, que se prestaba —un eufemismo más— a las cajas fusionadas para superar sus dificultades, léase para sanear sus balances. Pues bien, Caja Madrid pidió cerca de cinco mil millones de euros. Cerca de un billón de pesetas. Cualquiera puede imaginar sin esfuerzo tormentoso, ahora sí, que sanear una entidad con semejante generosidad pública, con una cantidad tan monstruosa como esa entregada de una tacada, o de dos o tres, que esto no es el billar, no es un cometido demasiado complejo. Pues bien, en 1987 algunas fusiones se pensaban para sanear a las entidades fusionadas. En 2010, veintitrés años después, seguíamos en las mismas. Y eso que según los doctores de la Madre Finanzas se había procedido en ese periodo a un saneamiento y modernización radical de nuestro sistema financiero. Pues menos mal, que si no...

Ya al poco de comenzar mi presidencia tuve que enfrentarme al modo y manera tan singular, tan creativo, del Banco de España en la confección de las cuentas de resultados de los bancos. Constituyó toda una sorpresa. Empezaba a darme cuenta de cómo realmente las cosas funcionan en nuestro país, al menos en el nada despreciable trozo de país que es el mundo financiero.

En la Junta General Extraordinaria de enero de 1988, además de informar a los accionistas de nuestros avatares con el Bilbao, tuve que leerles la previsión de resultados para el ejercicio 1987. Digo leerles porque fue exactamente lo que sucedió, dado que ni había tomado parte en la confección de tales resultados ni tenía la menor idea de si se ajustaban o no a la realidad contable del banco. Me nombraron presidente el 16 de diciembre de 1987, así que tendría que haber sido adivino si hubiera querido ejecutar otro rol que el de lector de un documento cocinado fuera de mis despensas mentales. No era del todo consciente de la premisa de que las cuentas de resultados bancarias en muy buena medida se confeccionan desde el Banco de España. Son los inspectores de esa santa casa los que te dan o retiran su visto bueno a las cifras que pretendes trasladar al mercado. Contra ellos no hay cuenta posible. Con ellos se puede confeccionar la que te dé la gana, cierta o falsa, pero oficialmente verdadera.

Por ello mismo suponía que si los inspectores del Banco de España nos permitieron leer unos beneficios en el entorno de los veinte mil millones de pesetas para el ejercicio gestionado por López de Letona, debían de ser verdad, así que me limité a leer las cifras ante los accionistas, a quienes, ciertamente, no les interesaban demasiado los datos del pasado, salvo para el dividendo, y entre las atribuciones de don Mariano se encontraba el permitir o negar ese dinero de los accionistas y en nuestro caso nos lo consintió. Así que leí las cifras oficiales y en paz.

Pues de paz nada. Juan Belloso, el consejero ejecutivo, muy pocos días después de esa Junta General, entró demudado en mi despacho:

—Presidente, tengo que contarte algo muy grave. —Su expresión realmente indicaba que se encontraba al borde de un ataque de nervios.

—Tú me dirás.

—La Inspección del Banco de España acaba de comunicarme por escrito que tenemos pendientes dotaciones por casi cien mil millones de pesetas correspondientes...

—¿Cien mil millones de pesetas? —le interrumpí casi gritando.

—Sí, cien mil millones de pesetas, correspondientes a problemas nacidos antes de que nosotros llegáramos al banco. Además ya sabes el estado de nuestras sucursales y las necesidades que tenemos de invertir en tecnología. No sé cómo vamos a salir adelante.

—Estos tíos son unos hijos de puta. ¿Cómo es posible que autoricen a Letona un dividendo a cuenta en octubre, que nos obliguen a leer una cuenta de resultados con veinte mil millones de pesetas de beneficio y ahora nos digan que tenemos que provisionar cien mil millones? ¿En qué país vivimos?

—No se puede hacer nada. Son los que mandan. Yo creo que quieren forzarnos de nuevo hacia una fusión.

—¿Otra vez? Mira, me parece que van a probar de su medicina. Voy a informar al Consejo y convocamos una nueva Junta General, les explicamos a los accionistas quién es Mariano Rubio, quiénes son los inspectores del Banco de España, cómo funcionan las cosas en el sistema financiero, les enseñamos que su banco tiene deudas pendientes de cien mil millones, les contamos el cómo estaban las sucursales, la mierda de tecnología que tenemos...

Hablaba a toda velocidad, presa de una excitación más que considerable. Sentía rabia, una rabia profunda. Indignación, una indignación incontrolable. Aquello superaba todas mis previsiones. Mariano, Solchaga, el poder, lo que fuera o fuese se mostraba capaz de engañar a los accionistas de Banesto permitiendo el dividendo por cuenta de su hombre para de esta manera facilitar el control del banco. La realidad contable, las normas de buenas prácticas, las auditorías, todo ese mundo de papel parecía convertirse en ceniza ante los deseos del poder de ocupar plaza fortificada, como lo era Banesto. Increíble, pero cierto. Con el propósito de controlar Banesto. No podía consentirlo. Algo tenía que hacer.

—Si haces eso, presidente, será todavía peor. Cundirá el pánico entre los accionistas, caerá la acción, retirarán los fondos, y el Banco de España se sentirá obligado a intervenir Banesto. Se lo pones mucho más fácil.

No era ninguna insensatez lo que decía Juan Belloso. En ese momento nuestra presencia en la opinión pública no se encontraba suficientemente afianzada. El Banco de España disponía de mayor credibilidad, aun a pesar del despropósito de la OPA del Bilbao. Ante el poder la gente dispone de memoria endeble. Es muy posible que no tuviéramos equipaje financiero y mediático para enfrentarnos con ese enemigo. Necesitábamos una alternativa, alguna solución diferente, por lastimados, irritados, violentados y lo que se quiera que nos encontráramos por dentro.

—¿Qué solución tenemos?

—Podemos aguantar por nosotros mismos, pero si nos fusionamos podríamos cargar todos esos saneamientos a las plusvalías de la fusión.

Constatar la realidad del banco fue un ejercicio muy duro. Antonio tuvo razón en su análisis: Banesto disponía de un gran valor en activos empresariales fuera del sector financiero. Pero, al mismo tiempo, sus carencias brillaban ostensiblemente. Ante todo, la tecnología. El banco funcionaba por mecanismos manuales inconcebibles. Los documentos de las sucursales seguían clavándose con un martillo, aunque nadie quiera creerme. La capacidad de almacenamiento de datos en los exiguos ordenadores de que disponíamos se encontraba en el límite del colapso total. En fin, nos encontrábamos a años luz de otros bancos y eso no solo significaba imposibilidad de realizar determinados negocios, sino que, además, se traducía en unas necesidades financieras cifradas en decenas de miles de millones de pesetas.

El estado de nuestras sucursales era sencillamente desolador. Recuerdo que en una visita a Ciudad Real quise ir al cuarto de baño y el director ponía todas las excusas del mundo para que no lo hiciera, hasta que, rendido a la fatalidad, tuvo que enseñarme en dónde se encontraba: un patio trasero de la sucursal que daba directamente a una especie de pocilga. Obviamente se trataba de un ejemplo anecdótico, pero el conjunto resultaba desastroso. Cuando poco después de ser presidente fui a Mallorca a cambiar mis cuentas de la banca March a Banesto, para que ningún periodista avispado sacara conclusiones capaces de confeccionar una noticia escandalosa, visité nuestra sucursal en Pollensa. Una sola persona la atendía. Una palangana en el suelo recogía el agua que caía de una gotera formada en el techo. En fin, que las cosas estaban muy mal y eso, nuevamente, se traducía en decenas de miles de millones de pesetas, porque tal era el nivel de gastos necesario para adecentar mínimamente las sucursales de nuestro banco que, dicho sea de paso, constituían uno de sus activos más preciados.

Visto ahora con la perspectiva del tiempo, con la experiencia que te proporciona la vida, me equivoqué. Reconozco que me separó de convocar esa Junta Extraordinaria de accionistas en la que contaría toda la verdad el hecho de que la cifra de créditos dañados, de provisiones pendientes, se correspondía con la etapa anterior y de alguna manera confesar la verdad involucraría a los anteriores gestores y gracias a ellos conseguimos nuestro propósito de llegar al banco. Pues ni aun por esa razón debí detenerme. Todo se explica en la vida. Se podría justificar en la pura y dura verdad: las compras de bancos obligadas desde el Banco de España (Coca, Madrid...) cercenaron muchos de los ahorros de la casa, de forma que ese dinero que podría haberse utilizado precisamente en mejorar sucursales y pagar tecnología tuvo que emplearse en esos otros menesteres, en algo tan simple y doloroso como tapar agujeros de otros. Estoy seguro de que los accionistas lo habrían entendido, que la acción no se habría desplomado, que nada malo habría sucedido.

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