Estas palabras de Pablo Garnica, pronunciadas en su estilo clásico, con el acento y tono de voz marcas de la casa, rompieron el abrumador silencio que acogía mi breve alegato. Nadie se atrevió a rechistar y algunas sonrisas leves se dibujaron en los rostros de los consejeros, de los cuales algunos pocos conocían de antemano que asistían a su última sesión del Consejo de Banesto.
¿Por qué dije eso de que volvieran a reconsiderar si querían que fuera presidente? ¿Es que acaso no sonaba un poco a impertinencia? ¿Necesitaba reafirmarme moralmente ante todos los consejeros? Creo que influyeron varias cosas. Primero, era lo que sinceramente sentía. Segundo, porque muy posiblemente no tuvieran respuesta diferente. Tercero, porque no cabe duda de que reafirmarse ante un planteamiento así reforzaba mi posición y a continuación iba a proponer un cambio brutal en la composición del Consejo.
—Bien, gracias, Pablo. En ese caso tenéis que comprender que quiero que el Consejo del banco sufra las transformaciones necesarias para que podamos salir fortalecidos de esta profunda crisis. No se va a entender que todo lo sucedido no traiga consigo cambios importantes. Si queremos ganar esta batalla debemos ir a una remodelación profunda del Consejo.
A partir de ese instante y en medio de un especial, casi espectral silencio, comencé a desgranar uno a uno los cambios que junto con Juan Abelló, e informando previamente a Pablo Garnica, acordamos en los días previos a la sesión de «investidura». Fue un momento realmente terrible. Nadie —salvo unos pocos— sabía si iba a ser cesado o mantenido, pero nada más dejar claro que salían del Consejo Pablo Garnica, su hermano Gabriel, Argüelles, Inocencio Figaredo, José Sela, Suñer, Sáinz de Vicuña, y hasta uno de los hombres mejor formados que he conocido en mi vida, Federico Silva Muñoz, abogado del Estado, la conmoción podía captarse en el ambiente. Tal vez más de uno pensó para sus adentros que vaya negocio malo habían hecho nombrando a Mario Conde presidente e, incluso, que quizá Juan Abelló no se habría atrevido a tanto, no hubiera llegado tan lejos, porque, al fin y al cabo, era amigo de aquellas familias. Por lo menos lo era si convenía que lo fuera, que esas cosas son así por aquellos lares. Pero como en muchos casos el cese iba acompañado por una sustitución dentro de la propia familia, la cosa quedó más dulcificada, aunque en el fondo el amargor de perder el puesto no creo que tuviera un consuelo demasiado fácil y rápido.
Juan Abelló, como era absolutamente necesario, se mantuvo como vicepresidente primero. La verdad es que, contemplado desde la atalaya de la experiencia, tal vez la solución de los copresidentes no hubiera funcionado mal y pudiera haber contribuido a calmar el espíritu de Juan. Tiempo después esa fórmula fue usada en empresas financieras y no financieras. Concretamente el primero en utilizarla fue Luis Valls, con su hermano Javier, en el Banco Popular. Pero ni en Banesto existía tal tradición, ni funcionaba en el mundo bancario español. Nació como un producto peculiar para satisfacer los egos de los presidentes de los bancos fusionados. Pero en aquellos días ni siquiera pasó por mi imaginación.
Pensé en crear una segunda vicepresidencia para que alguien de la casa, algún miembro de las familias del banco, se situara en una posición destacada y transmitiera al exterior una imagen de continuidad, de manera que nadie, sobre todo en el interior del banco, pudiera hacer cábalas con un planteamiento de corte esencialmente rupturista. Juan y yo decidimos quién asumiría la segunda vicepresidencia. El elegido fue Ricardo Gómez-Acebo, hijo y nieto de presidente de Banesto. Ricardo, marqués de Deleitosa, alto, de muy buen aspecto, era una persona enormemente original. Tenía fama de ser algo frívolo. También de nuestra mano entró en el Consejo Juan José Abaitua, casado con una hija de Suñer, un hombre de negocios catalán que era ya consejero de Banesto.
Las familias asturianas Figaredo y Sela tenían dos representantes en el Consejo, Inocencio Figaredo y Luis Sela, los dos ya muy mayores y, en el caso de Luis, con una enfermedad que le impedía asistir a las reuniones, por lo que resultaba imprescindible renovarlos. Apareció en escena Vicente Figaredo. Alto, gordo, un tanto desaliñado en el vestir, buena persona, con gran sentido práctico, que había desempeñado algunos puestos en la estructura del banco, sustituyó a su padre, Inocencio Figaredo. Luego, con el transcurrir de los años, descubrí en Vicente un conocimiento de la banca mucho mayor del que algunos imaginan. No siempre era muy diáfano en sus exposiciones, pero él sabe lo que dice y, sobre todo, lo que quiere decir. Yo me fiaba de sus juicios en materia de concesión de créditos. Siempre me ha llamado la atención la facilidad que tenía para hacer «los números» de un negocio, aplicando el sentido común, lo que, en ocasiones, le hacía desconfiar del verdadero interés que un exceso de formación teórica puede tener para el mundo de los negocios.
Poco tiempo después de morir Lourdes, almorzábamos en El Cacique seis amigos íntimos. Ese mismo día un diario nacional publicaba una noticia aterradora en la que aseguraba que el 70 por ciento de las familias españolas tienen algún miembro, directo o agnaticio, relacionado con el cáncer. A la vista de semejante información dije que a alguno de los que estábamos allí almorzando nos tendría que tocar, por pura estadística. En mi caso, la muerte de Lourdes se había cumplido ya. ¿Quién o qué familia sería la siguiente? Son frases que pronuncias sin quizá visualizar las consecuencias. Lo cierto es que unos pocos meses después, no más de ocho, Vicente Figaredo moría en Madrid. Un cáncer de próstata, primero, y de pulmón, a continuación, acabaron con su vida. La maldita estadística...
El nombramiento de Argüelles resultó un tanto sorpresivo para algunos, incluido Abelló, porque resultó obvio que había maniobrado en nuestra contra, preparando los papeles para aceptar la OPA del Bilbao. Sin embargo, su padre me pidió que ya que no podía ser consejero delegado, le admitiese en el Consejo. Me reuní con él en su despacho de vicepresidente.
—Mario, conozco a mi hijo a la perfección. Sé cómo es y no quiero entrar a emitir valoraciones, precisamente porque se trata de mi hijo. Te pido por favor que lo nombres consejero.
Un cambio brutal. De los «viejos», por así decir, quedaban Antonio Sáez de Montagut, Juan Herrera, Masaveu y César Mora. Quizá pueda resultar chocante y hasta para algunos frustrante, pero así sucedieron las cosas en aquellos azarosos días. Y no en cualquier sitio, sino en uno de los pilares del sistema financiero, y por ende de la economía española.
César Mora sucedió a su padre, quien, a su vez, había sucedido al suyo, a César Mora y Abarca, el primero de la familia que fue nombrado consejero de Banesto en 1915. La familia Mora ha sido, sin duda, de las que más peso real y efectivo han tenido en el banco. Como antes explicaba, la vida de los Garnica se desarrolla en Banesto a través y como consecuencia de la familia Mora, puesto que es el abuelo de César el que trae a los Garnica y a Epifanio Ridruejo a la casa. Después del acto de intervención del día 28 de diciembre de 1993, César, siempre apoyado sin fisuras por su mujer, Silvia Piñeyro, ha sido de las personas que se han mantenido más firmes, más convencidas de la brutal injusticia cometida con nosotros.
Y para sustituir a los «viejos», a los que despejaban el horizonte de Banesto en esta nueva etapa, nombramos a otros. Juan y yo, claro, nos pusimos de acuerdo. Todos eran amigos míos, salvo en el caso de Luis Ducasse, pero Juan y yo, de mutuo acuerdo, los analizamos uno a uno y de mutuo acuerdo decidimos convertirlos en consejeros de Banesto.
El nombramiento de Juan Belloso fue rodeado de misterio por los medios de comunicación social. La verdad es, como casi siempre, más inocua. Necesitaba una persona para dirigir el día a día bancario, alguien que tuviera experiencia en este complejo mundo. Le pregunté a Antonio Torrero por posibles candidatos y me recomendó encarecidamente a Juan Belloso. Resultó que, además, le conocían Arturo Romaní y Pedro Meroño.
Pero antes de Belloso fueron Romaní y Ducasse, acompañados de Ramiro Núñez, quienes me propusieron otro posible nombre. Se trataba de Miguel Martín, que en ese momento ocupaba la dirección general de Inspección del Banco de España con Mariano Rubio. Martín fue subsecretario de Presupuestos y Gasto Público al tiempo que Romaní lo era de Hacienda, y Ducasse director general del Ministerio de Hacienda. Así que todos formaban parte del cuadro de máximas autoridades de ese ministerio con García Añoveros de ministro, un hombre que poco después sería consejero del Grupo Prisa. Si es que la vida... Por si faltara alguna guinda, resulta que Ramiro Núñez, a quien yo nombré secretario del Consejo, fue jefe de Gabinete de Miguel Martín. No podía tener mejor equipo de recomendadores.
Quedamos en una entrevista personal en el hotel Miguel Ángel. Allí acudí y allí me fue presentado. Pocas veces en mi vida he sentido un rechazo químico de tal porte. No se trataba de gestos, ni de miradas, ni de comentarios, ni de palabras, ni de frases. No. Era una unidad lo que me provocaba ese rechazo. Por dentro tuve la certeza de que estaba frente a alguien a quien no calificaría de buena persona, y, además, alguien con un nivel de tormento interior de proporciones considerables No. Por supuesto que no lo ficharía. Imposible para mí trabajar con alguien así. Afortunadamente pude escabullirme del compromiso recomendando que siguiera en el Banco de España, que sería mucho más útil y efectivo y que en el futuro ya hablaríamos. Tal vez lo tomó como ofensa.
A la vista de ese fracaso accedí a la entrevista con Juan Belloso. Le recibí en mi despacho. Me pareció un tipo particularmente feo y algo tosco de formas, a pesar de ser andaluz, pero, al parecer, conocía su oficio, entre otras razones porque comenzó siendo director de sucursal en el Banco Popular. Yo carecía de conocimientos suficientes para someterle a un examen técnico, por lo que opté por fiarme de Antonio Torrero y le propuse para consejero ejecutivo del área bancaria.
Sinceramente, creo que me equivoqué. Juan era un hombre inteligente y trabajador. Había conseguido logros importantes pero adolecía de algo que nunca supe definir bien. Tal vez sus contradicciones internas le impedían disponer del equilibrio emocional necesario para ser el primer ejecutivo, después de mí, de nuestra casa. Lo malo era que pertenecía al PSOE, a pesar de que, según parece, no tenía especial brillo en el partido, pero la llegada de un socialista de carné al conservador Banesto provocó algún estupor. No tenía la menor idea de que perteneciera al PSOE, y, además, me importaba tres pepinos. Sin embargo, resultó inevitable que la prensa especulara con una negociación subterránea con Felipe González para nombrar a Belloso.
La hipótesis se reforzaba con los otros dos nombramientos supuestamente pertenecientes a áreas próximas al PSOE, los de Antonio Torrero y Paulina Beato.
Antonio no revestía secretos para mí. Aparte de ser una excelente persona, tenía todos mis respetos personales, intelectuales y humanos. Lo nombramos porque pensamos que sería de una gran ayuda profesional en el banco dado que sí acumulaba conocimientos teóricos y experiencia bancaria directa.
Paulina Beato aportaba, además de inteligencia y conocimientos profundos, el morbo de ser mujer. La conocí gracias a Luis Ducasse en un almuerzo en Príncipe de Viana. En aquella comida no había decidido su nombramiento para el Consejo, pero me cayó muy bien desde el primer instante. Conocía, esta vez sí, que sus posiciones ideológicas eran relativamente próximas al pensamiento de Solchaga y compañía, pero Paula —como yo la llamaba— poseía una gran personalidad propia y además de ser técnico comercial y catedrática de Teoría Económica, tenía un par de ovarios muy bien puestos, y tras ese hablar pausado, lento, con marcado acento cordobés, se escondía un carácter capaz de asumir cualquier revés existencial y, desde luego, soportar sus propias ideas, valores y convicciones al margen de cuáles fueran los vientos del momento. Recuerdo perfectamente que consulté el nombramiento de Paulina con Jaime Botín y Jesús Polanco en un almuerzo en Horcher. A los dos les pareció una excelente idea. Juan, obviamente, se encontraba al corriente.
Aparte de su condición de mujer y sus planteamientos de izquierda moderada, Paula tenía el morbo de haber desempeñado puestos importantes en el mundo eléctrico y de alguna manera, al menos teóricamente, se encontraba enfrentada a Íñigo Oriol, presidente de Iberdrola. Casualmente su hermano José Luis, marqués de Casa Oriol y teórico jefe de la casa, se sentaba con nosotros en el Consejo de Banesto, así que la convivencia de Paula y Oriol dio mucho que hablar, hasta que, por fin, bailaron juntos en la boda de un hijo de Abaitua. Eso de dotar al baile de una dimensión político-financiera puede parecer exagerado, pero no es así. La vida, esta vida que nos toca vivir, sufrir, gozar y soportar, se explica demasiadas veces en clave de emociones desprovistas de épica. Si lo enseñaran bien en los colegios, en la enseñanza primaria, creo que las cosas marcharían mucho mejor para esta humanidad que parece abocada a un nuevo fracaso convivencial.
Quedaba un cargo esencial: el secretario del Consejo. Aparentemente no tiene el mismo rango que pertenecer de pleno derecho al Consejo. Sin embargo, para el presidente se trata de un puesto de mucha importancia, dado que el secretario levanta acta de las reuniones y firma, con el presidente, las certificaciones de los acuerdos adoptados por el Consejo. Por ello, debe tratarse de una persona de máxima confianza de quien asume la presidencia. En Banesto, Fernando Castromil ocupaba desde la llegada de López de Letona esa posición. Fernando era abogado del Estado de la promoción de Arturo Romaní y, aunque no puedo decir que mantenía amistad con él, le conocía y en más de una ocasión, junto con Pepe Amusátegui, salimos a cenar juntos. Sin embargo, no solo por venir de la mano de López de Letona, sino, además, porque no podía tener plena confianza en él, no me quedó más remedio que sustituirle por Ramiro Núñez.
No fue fácil la decisión. Fernando, además, se empeñó en conseguir un acercamiento entre Letona y nosotros. Aprovechando ese conocimiento mutuo me propuso cenar en su casa con Letona, a lo que accedimos encantados. Allí nos presentamos Juan y yo, y la mujer de Fernando, valenciana de origen, se empeñó en prepararnos uno de sus arroces, y para la ocasión eligió el más sofisticado.
Una pena. Si hay algo que odio es el olor y sabor de los calamares en su tinta. Cuando era niño, al rechazarlos para la comida, mi madre, siguiendo las técnicas al uso entonces, me castigó sin comer nada. A la hora de cenar me plantó nuevamente el plato de calamares, y volví a rechazarlos. La historia se repitió durante el desayuno, comida y cena del día siguiente. Por fin mi madre se dio por vencida. Desde entonces el mero olor de ese plato me produce un rechazo visceral. Pues bien, la mujer de Castromil nos preparó arroz negro, es decir, arroz con tinta de calamares. Yo creí morir. No pude probar bocado y tuve que controlarme para no levantarme de la mesa. No recuerdo qué excusa presenté como razón para no cenar, pero pensé que el destino les había jugado una mala pasada y que ese arroz negro quería decir que los días de Fernando en Banesto estaban contados. Algo así como el sable de Abelló pero en versión culinaria.