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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (21 page)

BOOK: Los días de gloria
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Su primo, Gonzalo, era distinto. No se le conocía oficio concreto, y, sin embargo, su apariencia exterior transmitía la sensación de alguien que necesita dinero para vivir y mantener el nivel que exigía su posición social. Al menos la que él se atribuía a sí mismo, que es la que, en el fondo, determina el nivel de gasto. Inquieto, nervioso, Gonzalo, sin duda, era el hombre. La idea comenzó a obsesionarme: si compramos IBYS habremos ganado la partida porque dominaremos más del 50 por ciento de Antibióticos. No es que sea una magnífica solución, es que no existe otra. Hay que actuar a la máxima urgencia, ahora mismo. Comencé a notar los síntomas de que el bombeo de sangre se aceleraba en mi interior cuando Gonzalo se levantó de la mesa con dirección al cuarto de baño. Un impulso repentino me obligó a seguirle. No llevaba preparado ningún plan, ni siquiera sabía qué decir. El cuarto de baño no es un lugar apropiado para cerrar negocios, ni siquiera para iniciarlos, pero seguí a Gonzalo movido, una vez más, por mi intuición.

Nos encontramos ambos en esa postura tan poco elegante en la que de pie, con las piernas ligeramente abiertas y las manos en la zona adecuada, te dispones a hacer un tipo concreto de necesidades biológicas. A pesar del escaso contenido estético de la escena le abordé.

—La verdad es que sois unos tipos listos en vuestra familia, porque vuestra postura ha dejado muy claro que lo que queréis es vender IBYS y, después de lo sucedido, nosotros estamos dispuestos a comprarla, o, mejor dicho, no nos queda más remedio que hacerlo. Ha sido una magnífica estrategia para aumentar vuestro precio.

Sin mover las manos de la zona en la que se encontraban, giró levemente la cabeza hacia su izquierda para encontrarse con mi mirada. Se daba cuenta de que en realidad no pretendieron eso cuando votaron contra nosotros en el Consejo, pero lo que le estaba contando constituía realmente un plan inteligente y nadie te desmiente si le atribuyes una opinión o idea inteligente, así que me contestó:

—Si estáis dispuestos a hablar, de acuerdo por nuestra parte siempre que el precio que aceptéis sea de cinco mil millones de pesetas —dijo con el tono de quien ha resuelto multitud de negocios de tal envergadura en otros tantos cuartos de baño de los mejores restaurantes del mundo.

¡Acojonante! Había entrado al trapo. Fijar un precio equivalía en ese mismo instante a marginar, dejar de lado, los acuerdos que fijaron entre todos antes del Consejo en contra nuestra. La fisura era irreversible. Está claro que el poder corrosivo del dinero no tiene precio. Lo de menos es que pidiera semejante barbaridad. Lo de más es que ya teníamos al hombre y al plato de lentejas. Ahora se trataba solo de ajustar el contenido del plato, el peso concreto y el condimento. No necesitaba más.

—Hombre, eso me parece una exageración indudable, pero no será muy complicado que lleguemos a un pacto en el entorno de los tres mil millones —le contesté.

—Poco me parece, pero seguimos en contacto.

—De acuerdo, mañana mismo.

Así se terminó la conversación y regresamos a la mesa, lo cual me produjo cierto temor por si el resto de los asistentes sintieran curiosidad por saber si había habido algún tipo de connivencia entre nosotros. Supuse que no porque confiaban en que el pacto previo al Consejo funcionaría, que para eso todos los miembros eran personas respetables. Me encontré de nuevo con la mirada de Juan, que seguía expresando una preocupación cercana al terror, tratando de adivinar en mí alguna respuesta que le llevara algo de paz interior a su deteriorado estado de ánimo. Tomé un papel y escribí las siguientes palabras: «Creo que podemos estar tranquilos, acabo de comprar IBYS, S. A.».

Juan pensó que me había vuelto loco. Sus ojos transmitieron la sensación de quien duda profundamente, de quien comienza a convencerse de que yo no era en realidad un tipo listo e inteligente, sino un insensato de dimensión cósmica. ¡Comprar IBYS! ¿De dónde sacaríamos el dinero? Sentí que en su interior comenzaba a pensar que Mario Conde, después de haberle convencido de que tenía que vender su empresa familiar, sus queridos laboratorios Abelló, S. A., estaba ahora a punto de hacerle perder Antibióticos, endeudarle y conducirle directamente a la más espantosa de las ruinas, y si Juan sentía temor por algo, era, precisamente, por la condición de arruinado.

A pesar de que sobre el papel las negociaciones con los Urgoiti podían ser complejas, en el fondo no sentía la menor preocupación porque un trato siempre acaba cerrándose cuando el comprador necesita comprar y el vendedor tiene que vender, y exactamente así se presentaba el escenario. A ellos les eliminaba un problema y les proporcionaba dinero fresco. Juan Manuel respiraría tranquilo y podría seguir su carrera bancaria. Gonzalo cogería algo de dinero para seguir haciendo más de lo mismo, que no era poco. Me refiero a que no era barato. A nosotros nos entregaba el control de Antibióticos, con todo lo que significaba. Yo sabía lo que valía esa empresa, el dinero que tenía en caja. Claro que para eso, como digo, tenían que darle la espalda a los de Zeltia, que hasta ese preciso instante eran sus aliados. Pero ya tenía suficiente experiencia en este mundo para darme cuenta de que una fidelidad no soporta tres mil millones. No solo es que dejaron tirados a los de Zeltia, es que ni en un solo instante mencionaron el asunto. Sabían que les estaban triturando con su trato con nosotros, pero ese no era su problema. Nada personal. Cuestión de negocios.

Acudimos a un despacho de un abogado madrileño conocido en Madrid: Zarraluqui. Poco más de dos días necesitamos para dar remate a esa subasta peculiar porque cuando el tiempo apremia los abogados corren. Por eso se cerró y en la cifra que en su día le proporcioné a Gonzalo en el cuarto de baño: tres mil millones de pesetas. En cuanto negocio, IBYS no valía eso ni muchísimo menos, pero el control de Antibióticos, S. A., sí. Y mucho más. Una empresa capaz de ganar cinco mil millones de pesetas valía una gigantesca fortuna. El problema era de dónde sacar el dinero, porque yo, aparte del dinero que gané en la venta de Abelló, S. A., no tenía prácticamente ni una peseta y a Juan esa cifra le quedaba extraordinariamente grande. Teníamos que buscar un financiador. Es así como apareció en nuestras vidas, al menos en la mía, la familia Botín.

En los primeros días de agosto del año 1985, el
Pitágoras
, un precioso swan 61 que sustituyó al
Silencio
, otro barco de la misma casa finlandesa pero de 51 pies, hizo su travesía inaugural. A bordo nos encontrábamos Juan Abelló, Jaime Botín, Lourdes, Cucho y yo, además de un italiano simpático, algo caradura, de nombre Massimo, que había contratado para que nos ayudara en las labores del barco, porque la mayor eslora en el mar siempre produce un efecto multiplicador de las complicaciones propias de la navegación a vela. Nos fuimos a Menorca, en donde pasamos unos días agradables hasta que, ya entrada la noche, dejamos cabo Nati con rumbo a Formentor impulsados por ese viento del Sur que nunca monta en exceso, cálido, sereno, que permite una navegación agradable, por lo que decidimos subir arriba el spi y, con doce delfines en las amuras del barco navegando con nosotros a diez nudos de velocidad, bañados con la luz que producía una luna casi llena, en medio de un silencio profundo, nos entregamos en cuerpo y alma a disfrutar de la navegación. Jaime Botín pidió un fino frío para recordar aquellos momentos. Pero ¿qué hacía Jaime con nosotros? Celebrar su operación con Antibióticos.

Nunca había tenido contactos con la familia Botín. Se decía que eran propietarios del Banco de Santander y que entre sus obsesiones ocupaba un lugar preferente conseguir el control de Banesto, lo que, por cierto, conseguirían en el año 1994. Jaime, el hermano menor, es un hombre de carácter difícil y algo extraño, quizá debido a que sus vicisitudes personales han tenido, en algunos puntos, un indudable contenido trágico. Es muy complicado definir la personalidad de Jaime, pero yo creo que es un hombre inteligente, intelectualmente curioso, independiente y, sobre todo, amante de su propia libertad personal, aficionado al mar y a la caza, desentendido de su familia, como si no creyera en eso de la continuidad del poder económico por vía hereditaria. Yo había conversado con él en alguna ocasión, pero mis conocimientos sobre su estructura humana y la de su familia no pasaban de la epidermis, lo que convertía en más penoso de lo habitual mi encuentro con él para explicarle la operación Antibióticos. Me había comprometido con Urgoiti, el trato estaba cerrado y el dominio de Antibióticos, al alcance de la mano. Todo ello pesaba en mi ánimo como una piedra granítica. Juan Abelló concertó un almuerzo a tres en Zalacaín. Me preparé lo mejor que pude para convencer a Jaime de que nos financiara el negocio. Nunca me pongo nervioso, pero aquel día...

Aquel almuerzo lo retengo muy bien. Comencé hablando despacio, desgranando ideas, precisando cifras, midiendo todo lo posible mis gestos, con el fin de no conmocionar, siquiera asustar al banquero, porque suelen ser gente muy cuidadosa y sacan conclusiones de cualquier gesto, de cualquier metedura de pata, y no era cuestión de ponérselo fácil, porque en ello nos iba la vida. Los banqueros son recelosos y para negar un crédito no necesitan razones, porque le son suficientes las excusas. Lo malo es que a partir de un momento dejé de controlarme y me pudo la pasión. En ese momento mi discurso sobre la operación se transformó en mucho más apasionado. Jaime escuchaba. Pero no hablaba, como si fuera seguidor de uno de los dichos más conocidos, aquel que proclama que uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. Eso es muy bonito, claro, pero cuando no hay más narices que hablar, pues tendrás que ser esclavo.

Si los Botín no nos concedían el dinero, todo se derrumbaría. Y no les iba a pedir trescientos millones, sino una cifra realmente importante: tres mil millones de pesetas. Me sorprendió la velocidad con la que Jaime captó mi discurso y entendió la propuesta. Creo que distingo la frase amable acompañada de una decisión interior de que no se hará la operación, de un convencimiento serio en la explicación y en una determinación positiva inicialmente adoptada. De alguna manera Jaime olió el dinero a ganar. No me garantizó la financiación, pero abrió la puerta a la esperanza.

Dos días después desayunaba con él en el Bankinter, el banco del que Jaime era presidente. Confieso de nuevo mi nerviosismo. Era la primera vez en mi vida que iba a pisar el despacho de un presidente de un banco de importancia. Bankinter no era uno de los grandes, pero su familia sí gestionaba uno de ellos. En todo caso, Botín, el apellido Botín imponía en cuestiones de dinero y yo no pasaba de ser un chico listo en busca de dinero para una operación aparentemente muy buena. Allí fui, y, por cierto, sin ninguna compañía.

No consigo recordar por qué asistí solo a una reunión en la que la lógica reclamaba que acudiéramos juntos Juan y yo. ¿Lo exigió Jaime? ¿Se durmió Juan? No lo sé. Al meditar sobre el tono de la conversación quizá lo más sensato es pensar que se trató de una imposición de la familia. Es decir: los Botín querían hablar conmigo sin la presencia de Juan.

La salita donde desayunamos tampoco era cosa del otro mundo, como casi nada. La imaginación calenturienta nos lleva a pensar que vamos a penetrar en un mundo diferente, en donde las formas y los colores son diversos de los que consumimos de ordinario los humanos del montón, o de la parte alta del montón, que para el caso es lo mismo. Las mismas cosas que vi en el desayuno con el Rey en Marivent y que he contemplado en todos aquellos en los que he participado en mi vida. Al final yo siempre pido lo mismo: café.

Nada más servirnos el café, sin demostrar un amor excesivo por el circunloquio, Jaime abordó de manera directa, casi abrupta, el asunto.

—He consultado el tema con la familia y me dicen que adelante. La verdad es que yo estoy haciendo un acto de fe en ti, pero hay dos asuntos que necesitamos concretar previamente.

Intentaba que Jaime no se diera cuenta de la excitación que sentía en mi interior. Por si fuera poco, la conversación no podía comenzar mejor. Antibióticos cobraba más y más cuerpo real. ¿Qué querría Jaime? No importaba. Fuera lo que fuese, no tendría más remedio que ceder. Carecía de alternativa. Pero esa referencia a la familia, a la consulta en familia...

—De acuerdo, empecemos.

—Mira, no se trata de dos cosas independientes, sino entrelazadas. Ante todo, quiero que sepas que Juan es amigo, me parece un tipo divertido y ocurrente, pero no entra en nuestros planes invertir con él en un negocio, no es nuestro propósito tener a Juan de socio.

—Ya —fue todo lo que acerté a balbucear, porque en modo alguno me imaginaba un introito de tal naturaleza.

No entendía nada. Yo había contactado con los Botín por Juan Abelló. Eran teóricamente sus amigos y no míos. Yo no les conocía y ahora, cuando se trataba de dinero, lo primero que se planteaba era casi una exclusión de Juan del negocio... ¡Joder!

—Por eso —continuó Jaime—, en el fondo, lo que estamos haciendo es un acto de fe en ti, curiosamente, en alguien a quien no conocemos, y nosotros no nos distinguimos precisamente por ser aventureros.

—Gracias, Jaime.

Aquella fe en mi humilde persona teñida de tintes tan intensos no me cuadraba en exceso. Una cosa es que tuvieran la idea de que yo era un abogado del Estado muy listo, rápido, ocurrente, trabajador y cualquier otra serie de atributos laudatorios, y otra bien distinta que, aun con tales postulados, los Botín se dispusieran a convertirse en aventureros descubridores de nuevos Mares del Sur en materia económica. No, tanta entrega ciega a mis supuestas capacidades no me cuadraba en absoluto, por lo que mi inquietud comenzó a subir de tono. No me chirría que su familia se manifestara dispuesta a creer a pie juntillas en dogmas religiosos, pero actos de fe cuando en juego se encuentran cantidades significativas de vil metal no es algo que, según los que dicen conocerlos bien, pertenezca al código genético de esa familia cántabra. Por ello mi inquietud comenzó a subir de tono. Trataba por todos los medios de que Jaime no se percatara de ello, pero cada vez me resultaba más difícil el autocontrol. Comencé a desear que aquella conversación concluyera cuanto antes.

—Claro que si Juan después del trato conserva la mayoría de Antibióticos —prosiguió Jaime—, entonces, por importantes que sean vuestros pactos, nosotros nos sentiríamos muy intranquilos.

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