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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (22 page)

BOOK: Los días de gloria
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Aquello sí que me descuadró. Una cosa es que no tuvieran especial interés en ser socios de Abelló y otra, bien distinta, que se pusieran a determinar las participaciones relativas de cada uno; mejor dicho, a exigir que Juan no fuera mayoritario. ¿Qué pasaba?

—Pero, Jaime, ¿por qué intranquilos? Yo creo que el dinero os lo devolveríamos enseguida. Está, como te expliqué, en la mesa de Salort. Tenemos más de cinco mil millones de pesetas que no resultan imprescindibles para el negocio. En el fondo son ganancias acumuladas y no distribuidas, así que un préstamo de tres mil millones lo devolvemos sin el menor problema.

Jaime, poco dado a los movimientos teatrales, dejó que transcurrieran algunos segundos de silencio intencionado; intentó transmitir una fuerza diferente en su mirada, como más inquisitiva, tal vez más trascendente, una mezcla entre indulgente y autoritaria, al tiempo que modificaba ligeramente el tono de voz para dotarlo de mayor profundidad.

—El asunto, Mario, consiste en que no creo que podamos concederos una cantidad tan importante si nosotros no participamos también en el negocio. Nos gusta el asunto y estar dentro nos proporciona tranquilidad.

Se detuvo. Volvió a consumir dos o tres segundos de ese tipo de silencio. No me miró. Sentía que algo por dentro de mí estaba a punto de estallar. Jaime continuó.

—Es decir, creo que resulta necesario que nosotros, mi hermano y yo, nos convirtamos en accionistas de Antibióticos, lo mismo que Juan y tú. En ese caso, si lo estimáis adecuado, podríamos asegurarte que dispones del dinero.

El planteamiento me pilló de sorpresa. No esperaba algo así. No es que me escandalizara el fondo, sino la forma. Pensaba que en las alturas se manejan las cosas con mucha mayor sutileza. Un planteamiento de este tipo entre el presidente de Bankinter y un chaval abogado del Estado en el despacho del primero debería revestir mayor circunloquio, menor evidencia. Tal vez su origen cántabro influyera en la forma y manera en la que los Botín interpretan la estética de los planteamientos. Bueno, la realidad era que quien no disponía de tiempo para sutilezas era yo. Así que lo deglutí. En el fondo, se trataba de un negocio. Con ellos podría tener parte de Antibióticos. Sin ellos, nada. Claro que la estética era más bien discutible, porque daba la sensación de que el grueso del dinero lo ponía el banco, es decir, Bankinter, y, sin embargo, las acciones las adquirirían Jaime y Emilio a título personal. Pero, bien mirado, el banco estaba claramente garantizado por esos dineros que se agolpaban en la mesa de Salort. Y ellos, los hermanos, iban a poner dinero de su bolsillo, independiente del bancario, así que era una de esas operaciones que se habrán hecho miles de veces en el escenario financiero español, o en algunos de sus teatros, cuando menos. Aun así la cosa me dejó perplejo, pero carecía de tiempo para discursos internos.

Por otro lado, tener a los Botín de socios serviría para dulcificar las posibles complicaciones en las relaciones entre Juan y yo derivadas de la nueva situación. Cada segundo transcurrido sumido en mis pensamientos me alejaba de los aspectos éticos y estéticos de la propuesta para darme cuenta de que, además de inevitable, poseía perfiles interesantes. Me armé de valor y como si hubiera tratado de estos asuntos cientos de veces en mi vida, pregunté a Jaime:

—¿De qué participación me hablas?

—Bueno, hemos pensado que deberíamos repartirnos la cosa en tres partes iguales, una para ti, otra para Juan y otra para nosotros.

Aquello era pasarse unos cuantos pueblos de un solo golpe. No podía aceptarlo.

—Eso me parece demasiado y además no es factible. Ten en cuenta que la familia de Juan ya controla cerca del 20 por ciento, así que en tal caso Juan no ganaría casi nada.

—Tienes razón —contestó Jaime.

—La idea podría ser que Juan tuviera el 50 por ciento y nosotros el resto.

—No. Eso no me gusta. Es imprescindible que Juan tenga menos del 50 por ciento. Entre nosotros debemos tener la mayoría del capital social. No para actuar contra Juan, sin duda, sino como garantía de que Juan se percate de que ya no se encuentra en Abelló, que no se trata de una empresa en la que tenga mayoría absoluta del capital social y a sus hermanas por socios.

Jaime se manifestaba con una rotundidad en este punto que me llamaba la atención. Yo jamás dudé de que Juan asumiera la mayoría del capital, aunque solo fuera porque mi relación con él era muy buena, y no tenía la menor duda de su honestidad personal, en general y para conmigo. ¿Que Juan cometía algunas excentricidades? Bien, de acuerdo, pero sin Juan y su familia jamás habríamos podido hacer la operación Antibióticos, es decir, no existiría negocio ni para los Botín ni para mí. Pero Jaime no permitía ni la más liviana fisura en este terreno. Supuse que lo comentaron en familia y decidieron situarlo como una conditio sine qua non. Así que no tuve más alternativa que asentir.

—Bien, acepto, a reservas de lo que diga Juan, por supuesto. ¿Entonces?

—Diseña el resultado final, pero la idea es tú igual que nosotros, que mi hermano y yo, y Juan menos del 50 por ciento.

Juan aceptó el planteamiento de la familia Botín porque no le quedó otro remedio, aunque siempre sintió en su interior la condición exigida como una verdadera afrenta. No se trataba exclusivamente de un asunto de dinero, sino de fuero. Lo admitió porque carecía de alternativa diferente. Lo curioso es que me imputó a mí la afrenta, como si yo hubiera sido el responsable de su minoría en el capital social de Antibióticos. Falso. Yo me sentía cómodo con Juan. Jamás habría puesto la menor dificultad.

Al día siguiente, Juan y yo abandonábamos Bankinter con un aval de tres mil millones de pesetas en el bolsillo. Acudimos a la sede central, empezamos a firmar documentos y documentos sin mirar, uno detrás del otro, como suele ser norma habitual en los bancos, sobre todo si prestan dinero. Pero firmábamos como autómatas porque la gloria, la supuesta gloria, nos esperaba. Salimos a la calle y llevábamos con nosotros tres mil millones de pesetas en aval. ¿Cómo explicar una mezcla entre alegría indescriptible y susto monumental? Alegría por poder comprar IBYS. Susto porque si algo salía mal... Sobre todo el gran perjudicado sería Juan porque a mí no conseguirían sacarme tres mil millones ni con la Guardia Civil, sencillamente porque no tenía esa cifra me miraran por donde me miraran. Bueno, ni esa cifra ni su décima parte.

El pacto para repartir las acciones de Antibióticos se cerró previamente: Jaime y su hermano Emilio, el presidente del Santander, el 23 por ciento; yo tendría la misma cantidad de acciones; el resto para Juan y su cuñado Enrique Quiralte, porque Juan decidió que sus hermanas no tendrían ni una sola acción de Antibióticos. Tampoco quería a Enrique en el capital, pero yo me empeñé, por un sentido de justicia. Además Enrique cumpliría el papel de tercero que situaría a Juan en mayoría no absoluta, lo que no dejaba de ser una quimera porque Enrique atendería a Juan antes que a los Botín, a pesar de las notorias distancias y diferencias que mantenía con su cuñado y del agravio que sentía por el reparto de la herencia familiar entre Juan y sus hermanas.

La compra de IBYS, S. A., dado que cotizaba en Bolsa, exigió una OPA. La formulamos, aunque con precio aplazado. No tenía en ese instante la menor idea de la importancia que iba a tomar para mí esa palabra, la OPA. También me encontré con un dato curioso: entre los accionistas de IBYS a los que compramos en esa ocasión se encontraba don Juan de Borbón.

Bien, pues con IBYS comprada ya no había nada que hacer: teníamos la mayoría del capital de Antibióticos, S. A. El plan diseñado en los servicios del restaurante Jockey, en aquella poco estética postura, convenciendo a Gonzalo Urgoiti, había sido culminado con éxito. Alucinante pero cierto. Así es la vida. Nosotros, que unos días atrás habíamos sido expulsados del Consejo con toda suerte de improperios, ahora, por virtud de diferentes concausas, como diría un budista, resulta que nos habíamos convertido en los dueños del cotarro. Y dueños de tal manera que a los demás minoritarios no les quedaba más remedio que vender. Bueno, vender o aguantarse. Por cierto, Juan se empeñó en que vendieran sus hermanas. A mí me resultaba exagerado, pero cuando se penetra en esos mundos de las relaciones familiares en combinación con el dinero, mejor mantenerse apartado porque no sabes por dónde puede salir y cómo puede acabar la cosa. Pero lo cierto es que cuando las hermanas de Juan tuvieron que vender sus acciones percibí que no entendían nada, que para ellas se trataba de una expulsión del seno familiar. Jamás le pusieron una sola pega a Juan, que hacía y deshacía a su antojo, sin que le cuestionaran ni un solo dato. Al revés, se sentían encantadas de su hermano. Así que estoy seguro de que cuando Juan les exigió vender, en sus mentes se instalaría una única pregunta: ¿por qué?

Juan insistía en que quería ser libre, liberarse de la carga familiar, caminar solo, a sus anchas. Cierto y falso a la vez, porque se trataba de disponer de nuevos socios, los Botín, en el lugar de las hermanas. Ese era el verdadero fondo del asunto: prefería a los Botín que a sus hermanas.

El momento culminante fue mi conversación con José María Fernández. Los Fernández como familia y José María como líder eran los grandes perdedores. Fue él quien nos expulsó del Consejo. Fue él quien convenció a los demás socios. Fue él quien no quiso darnos tiempo para reaccionar. Ahora había perdido y no tenía más remedio que hablar.

Le cité en Can Poleta, Pollensa, Mallorca, la casa que compré a mis suegros en 1982 situada debajo de un viejo monasterio dedicado a María y anclada en uno de los parajes más bellos y mejor conservados de la isla de Mallorca, acompañada de un trozo de terreno de tamaño nada despreciable para las dimensiones mallorquinas. Originariamente fue una tafona, como llaman por estas tierras a los molinos de aceite, y los olivos milenarios que la circundaban, llenos de una belleza inigualable en la increíble tozudez de sus troncos rebosantes de tormento, son testigos elocuentes del destino legendario de aquellas tierras. Un suizo por cuyas venas corría sangre judía, conocedor del arte y respetuoso con las tradiciones isleñas, transformó la vieja tafona en una preciosa casa en la que supo conservar e integrar la arquitectura típica del viejo molino de aceite.

Acudió José María Fernández con la idea de intentar quedarse con nosotros y participar en la gestión de Antibióticos, aun a sabiendas de que se trataba de un imposible vital. Tuve la delicadeza de recibirle con exquisita atención, sin formular ni siquiera un reproche, ni un mísero recuerdo de su intervención tan desabrida en aquel Consejo en el que quiso expulsarnos a la calle. Pero pronto se dio cuenta de que mi tono era el de alguien que tiene perfectamente claro que en ningún caso podríamos ser socios, esto es, que tenían que abandonar Antibióticos. Quedamos en que venderían, que nos pondríamos de acuerdo en la valoración de su paquete y se marcharían de la empresa. José María aceptó con dignidad la conciencia de haber perdido.

Cuando abandonó Can Poleta me quedé meditando en la bóveda de cuatro brazos mientras la chimenea crepitaba en una fría tarde mallorquina. La vida es decididamente circular. La misma persona que embravecida nos arrojaba del paraíso días atrás acudía ahora cabizbaja, desnuda de poder, a solicitar que le compráramos sus acciones. Es una magnífica experiencia. El poder circula elevando al ascender y desnudando en su ocaso. Su característica esencial es, como diría un budista, la impermanencia. Ocurre que mientras se disfruta de él, casi todo el mundo manifiesta una tendencia a la perpetuidad. De ahí el tremendo coste de su pérdida.

Las cosas marchaban espléndidamente bien en lo que a las cuentas de la sociedad se refiere. Sin embargo, subterráneamente, los temas personales cobraban una dimensión cada día más compleja. Mi papel de consejero delegado de Antibióticos se veía ahora tremendamente reforzado como consecuencia de mi posición accionarial. Tengo que reconocer que empecé a sentir una especie de vértigo personal muy fuerte. El crédito concedido por Bankinter se había pagado sin dificultad, mediante un mecanismo que diseñé personalmente para la tenencia de la propiedad de las acciones de Antibióticos, S. A. La empresa ganaba tres mil, cuatro mil, cinco mil millones de pesetas y, por tanto, me encontraba dueño de un paquete accionarial muy importante de una empresa cuyos beneficios eran del tenor que acabo de explicar. De la noche a la mañana me había convertido en un hombre rico y un cambio tan brusco afecta a cualquier persona que tenga un mínimo de sensibilidad. Mi economía personal y mi vida habían sufrido una transformación muy profunda. Supongo yo que las cosas suceden así en la vida, pero la verdad es que la rapidez del cambio me producía, como decía antes, ciertos vértigos personales.

Mi sueldo de abogado del Estado proporcionaba limitaciones obvias a mi capacidad de consumo, incluso con los complementos de la asesoría en el Ministerio de Industria o cuando pedí la excedencia para integrarme plenamente en Abelló, S. A. De repente, no tenía que preocuparme de preguntar si podía o no hacer un viaje, o comprarme una cosa, o salir a cenar cuando quisiera, porque todo eso estaba a mi alcance, dado que era dueño de un porcentaje de acciones de una empresa que ganaba una fortuna. Lejos quedaban aquellos tiempos en los que Arturo Romaní me llamaba de vez en cuando para decirme, siempre a finales de mes:

—Me han sobrado cinco mil pelas. Te invito a cenar.

Aprendí lo que significa ser rico: no preguntar si puedes hacer una cosa o comprarte algo, sino, sencillamente, hacerlo. Es evidente que todo tiene un límite, pero, superadas determinadas barreras cuantitativas, la riqueza proporciona ese tipo de libertad. Eso me preocupó. Temía un cambio profundo en mi carácter, perderme a mí mismo en la vorágine de un mundo que no era el mío. Decidí defenderme. Mis amigos pasaron a formar parte conmigo del Consejo de Administración de Antibióticos. Nombré a Enrique, a Arturo, a Garro, a Ramiro Núñez. Empecé con ello a cometer errores de bulto. No sabía entonces hasta qué punto era acertado el planteamiento de Juan de no mezclar sentimientos y negocios, amistades y acciones, cariños y beneficios. Al hacerlo es solo cuestión de tiempo que acabes perdiendo de las dos cosas.

Las relaciones con Juan empezaron a deteriorarse, no solo por el conflicto surgido a raíz de la distribución de acciones, sino, además, por su papel en el Consejo de Administración. Como era lógico, Juan asumió la presidencia de la empresa y yo la vicepresidencia y la consejería delegada, de forma que todo el poder ejecutivo estaba concentrado en mis manos, por lo que Juan pasó una época de gran sufrimiento personal que se traducía en una serie de comportamientos extraños: venía muy poco por la oficina y cuando lo hacía siempre llegaba tarde, permanecía como ausente en los Consejos de Administración dando una impresión no muy buena al resto de los consejeros, entre los que se encontraba un representante de los Botín que seguramente, como era su obligación, transmitiría a Jaime y quizá a Emilio lo que estaba viendo. La dinámica en la que se encontraba Juan fue en aumento. Mis relaciones con Jaime contribuían a ello.

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