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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (23 page)

BOOK: Los días de gloria
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La verdad es que Jaime me caía muy bien y creo que me entendía en muchos de los razonamientos que hacíamos juntos sobre la estructura de la sociedad española. Pasábamos algunos momentos juntos charlando de estas cosas y hasta consumíamos ciertas excentricidades. Un día, en la avioneta de Jaime, sobrevolamos el Ebro, para aterrizar en algún paraje de Cataluña con un destino inusitado: cenar y oír un concierto de chelo en una preciosa masía catalana de una amiga de Jaime y luego visitar a Racionero, que estaba escribiendo un libro sobre Ramón Llull. A pesar de este acercamiento con Jaime, la relación de amistad entre Juan y yo era todavía sólida y bien fundamentada.

Más o menos entendía lo que le sucedía, si bien lo expresaba de manera en exceso grandilocuente, fruto de mi excesiva tendencia a intelectualizarlo todo. Decía que Juan se fundía con Abelló, S. A. No solo era su empresa, sino que su personalidad era inescindible de ella. Por eso, al venderla sufrió de orfandad: su personalidad necesitaba adaptarse a la nueva situación, a un Juan que ya no era el dueño de Abelló. Y eso creaba en él una carencia profunda. Precisamente para eliminarla quería ser el dueño de Antibióticos, porque sustituir una cosa por otra, sobre todo si es más grande, haría desaparecer la inestabilidad emocional. Pero Juan no era el dueño de Antibióticos. Ante todo, tenía a los Botín, que a estos efectos resultaban muy diferentes de sus hermanas. Además, me tenía a mí en una posición muy distinta de nuestra época en Abelló. Resultaba que los hechos demostraron que aquella visión que él consideraba inteligente pero no pragmática se transformó en una realidad que vivía a su lado. Juan percibía una forma de vacío, una carencia capital en su personalidad, y mientras se adaptaba a la nueva vestimenta, a sus nuevos ropajes, deglutía una forma de sufrimiento psicológico nada despreciable. Pero no tenía más alternativa que purgar ese cáliz y yo ayudarle en el vía crucis.

Al margen de que estuviera de acuerdo con Juan en sus apreciaciones sobre el valor estético de la familia, independientemente de sustentarlas en el afecto real, comencé a vislumbrar las raíces de su sufrimiento y mi cariño por él aumentó en aquellos días, a pesar de que el lado racional de mi cerebro me indicaba que algo funcionaba mal, que resultaba imprescindible un nuevo diseño de convivencia entre nosotros porque, de no conseguirlo, no me quedaría más alternativa real que vender Antibióticos.

Parecía como si no pudiera disfrutar de un mínimo de estabilidad existencial, como si mi destino fuera el salto continuo, el movimiento incesante. Al menos —pensaba— se trata de saltos hacia delante, siempre, eso sí, que el adelante lo configurara conforme a los parámetros sociales. En fin, ya veríamos.

En septiembre de 1986 sentía en mis propias carnes que la situación existencial en la que me encontraba no se podía mantener.

Antibióticos había alcanzado su punto álgido. El futuro de nuestra empresa me preocupaba desde hacía más de un año. A pesar de que seguíamos ganando mucho dinero y en apariencia la situación se presentaba inmejorable, determinados nubarrones ensombrecían el horizonte. IBYS, S. A., la empresa que compramos a los Urgoiti y que resultó decisiva en nuestra estrategia, no conseguía encontrar un hueco de mercado suficiente como para convertirse en una empresa rentable. La división de farmacia de Antibióticos, es decir, las especialidades farmacéuticas propiamente dichas, adolecía exactamente de las mismas carencias que Abelló, S. A. Mientras en España existiera una legislación que permitía copiar los nuevos productos farmacéuticos que los laboratorios extranjeros investigaban, no había que preocuparse en exceso, porque bastaba con disponer de un departamento médico que siguiera meticulosamente la evolución del mercado para que cuando una novedad estuviera a punto de aparecer contactase con la casa que había desarrollado el producto y negociase la licencia correspondiente para comercializarlo en España. Incluso más directo: conseguir una copia pura y dura y vender el producto con el truco de la entonces llamada patente de procedimiento. Claro que cualquier persona sensata llegaría fácilmente a la conclusión de que un esquema de este tipo no podría perpetuarse. No tenía el menor sentido que las multinacionales invirtieran ingentes cantidades de dinero en desarrollar nuevos productos para que en un país europeo como España se permitiera al amparo de una legislación obsoleta que terceros miniempresarios se aprovecharan de los esfuerzos de otros sin correr con los costes de investigación. Todo ello conllevaría en un futuro más o menos inmediato a un proceso gradual de concentración de la industria farmacéutica mundial.

En ese cuadro, un proyecto empresarial con la dimensión de la división de farmacia de Antibióticos, S. A., carecía de la menor posibilidad real de triunfar. Nuestra planta de fermentación de antibióticos adolecía igualmente de debilidades estructurales. Conseguimos llevarla al óptimo de producción, pero la pregunta seguía siendo la misma: ¿qué debíamos prever para el futuro? Cada vez resultaba más complicado penetrar en nuevos mercados. Nuestros productos eran viejos y sus ventas se concentraban en países del Tercer Mundo cuyos gobiernos limitaban la capacidad de compra por la vía de los impuestos a la importación. Las circunstancias nos imponían la estrategia: instalar plantas de fermentación o plantas químicas en esos territorios. Una cosa es el diseño y otra, la realidad. Lo intenté en Brasil, Argentina e India. En ningún caso tuve éxito.

Mi primer viaje a Argentina sucedió al poco de llegar a los laboratorios Abelló y guardo de él un recuerdo que en cierta medida me atormenta un poco. Habíamos recibido una información, que resultó ser falsa, acerca de que una persona de la organización de Abelló, S. A., un hombre de confianza que no era Alfonso Martínez, podía estar realizando una maniobra para quedarse con la propiedad de la filial de productos alérgicos que estábamos implantando en ese país. Tomé el avión de urgencia y me presenté en Buenos Aires. No recuerdo bien el nombre del hotel, pero sí mi agotamiento físico. Los documentos que podían servirme para comprobar el intento de estafa los llevaba en un maletín de esos que tienen una clave a ambos lados, confeccionada con una rueda pequeña de tres números que es la que impide o permite la acción de los disparadores de abertura.

El cansancio era tal que decidí meterme directamente en la cama y levantarme algo temprano para estudiar antes de la reunión. Cerré cuidadosamente la maleta, en la que, además de los documentos, llevaba el dinero en dólares para el viaje. Y la cantidad era nada despreciable porque se acercaba al millón de pesetas en efectivo, por aquello de si fuera necesario hacer pagos urgentes. Ya se sabe que la fama de Argentina, junto con México y en general América Latina, en el cobro de mordidas y similares aconsejaba encontrarse bien pertrechado para eventos inoportunos.

Me desperté de golpe. La luz de la habitación estaba encendida. No sabía bien dónde me encontraba. Miré la hora: apenas si tenía tiempo porque debía salir a la reunión en menos de treinta minutos. Pero lo que me extrañó y puso a latir mi corazón a toda velocidad fue comprobar que en la mesa de trabajo de la habitación se encontraban los papeles que venían en mi maleta que sellé cuidadosamente antes de dormir. Mi reacción fue lógica: alguien ha entrado, ha abierto la maleta forzando las claves y se ha llevado el dinero.

Pues no. Allí estaban los dólares, tal y como los dejé, en el mismo sitio. Curiosamente, los papeles se encontraban en la mesa perfectamente ordenados y hasta ¡subrayados! No faltaba nada.

El alivio al comprobar que no se trataba de un robo evitó que me pusiera a pensar en lo sucedido, así que me duché a toda velocidad, me vestí, tomé un café y salí con destino a un número de esos altísimos, creo que el 1234 o algo así, de la calle Salta, lugar en el que tendríamos la reunión dedicada a ese menester tan desagradable de saber si te están robando. Lo malo es que no había tenido tiempo de estudiarme los papeles, pero, en fin, ya saldría como pudiera.

La reunión comenzó con la presencia de un argentino contador, experto en balances, de apellido originalmente vasco. Un tipo inteligente de verdad. Me hizo algunas preguntas que yo no habría podido responder sin haberme estudiado los papeles, pero me quedé tan estupefacto como casi asustado: ¡sabía las respuestas! En ese instante me di cuenta de que conocía a la perfección el contenido de los documentos. Pero ¿cómo era posible si no los había estudiado? Me concentré en la reunión contento de tener esos conocimientos y dejé para un momento posterior averiguar lo sucedido. Ese momento posterior llegó y ocurrió que uno de nuestros socios argentinos era un psicólogo de profesión. No es que tuviera mucho que ver con el tema, pero se lo pregunté. La respuesta tenía toda la lógica del mundo: aquella noche me había despertado sonámbulo, había abierto la maleta, había sacado los papeles, los había estudiado y había vuelto a meterme en la cama.

Aquel hombre, al que cariñosamente llamábamos el Frutilla, me inspiraba respeto por sus conocimientos. Pero no solo por eso. Era homosexual y durante mucho tiempo vivió reprimido, ocultando, tratando de zafarse de esa condición por la vía más dolorosa: negarse a sí mismo. Para entenderse, con la finalidad de disponer de herramientas para aceptarse, estudió Psicología. Finalmente se aceptó. No se negó. Mucho tiempo después nos invitó a cenar en su casa de Madrid a Lourdes y a mí. Lourdes y yo escuchamos con mucha atención sus admoniciones y advertencias derivadas de sus conocimientos de Psicología. Pues bien, antes de ir a su casa nos llamó por teléfono para decirnos que si teníamos inconveniente en que cenara con nosotros un joven de nacionalidad argentina. Ni Lourdes ni yo pusimos reparo. Se sintió liberado.

El problema del suceso con mi maleta, papeles y hotel es que si no tienes conciencia de lo sucedido no puedes certificar nada. Pero, claro, no disponía de otra explicación mejor para dos hechos comprobados: la maleta abierta, los papeles subrayados y el dinero intacto, de un lado, y mi conocimiento del contenido de los papeles de otro. No le di mayor importancia, pero lo cierto es que hoy, muchos años después, sigo interesado en el suceso, aunque a fuer de verdad no ha vuelto a ocurrirme nada parecido, y he tenido muchos, pero muchos viajes en mi vida.

Argentina me fascinó. Y sigo fascinado a pesar de sus pesares, que en muchos casos he sentido como mis pesares, porque me duele lo ocurrido con un país semejante. Por cierto, conseguí un permiso de residencia que años después me concedió el derecho a la doble nacionalidad. Me encontraba en Banesto y por una estupidez renuncié a ello. Pero volvía casi todos los años. Hasta que me impidieron hacerlo. Desde 1993 no he vuelto a pisar esas tierras. Tengo un proyecto de viaje en mente, pero ya veremos qué pasa.

En aquellos días era presidente de Argentina Raúl Alfonsín, el entonces presidente por el Partido Radical. Pedí cita con él y me recibió en la Casa Rosada. Reconozco que me hizo mucha ilusión. Mi puesto en Antibióticos me permitía contacto con un jefe de Estado, algo que, confieso humildemente, estimuló un poco mi ego. El presidente se mostró muy amable, todo he de decirlo, y también añado que yo sentía cierta fascinación por el renacer del Partido Radical argentino, que se presentaba con un mensaje de limpieza ética en un país que, como tantos otros, parecía asolado por la corrupción. Por otro lado, yo pensaba que iba a solucionar dos tipos de problemas con nuestro proyecto, el que le sometía al presidente. De un costado, la producción en Argentina de una primera materia muy importante para fabricar un antibiótico tan conocido como la amoxicilina. Nosotros lo producíamos en las instalaciones de León, en España, y ahora planeábamos hacerlo directamente en Argentina. Pensaba que era una buena noticia.

Pero la mejor era financiera. Los laboratorios B, con apellido de origen catalán, importaban esta primera materia de nosotros, es decir, nos compraban a España. Pero no directamente, sino a través de una empresa suya de Panamá. Supongo que suya, claro, porque con eso de las acciones al portador... A esa empresa panameña le vendíamos la primera materia al precio real, al nuestro, pero luego ellos se la compraban a un precio muy superior. Obviamente, esa empresa panameña tenía que ser propiedad de los laboratorios argentinos, así que todo parecía indicar que encarecían la primera materia como medio para dejar dinero fuera de Argentina. Es curioso, pero el sentido de patria de algunos argentinos, al menos en lo que a cuestión de dinero se refiere, brilla por su ausencia de un modo casi incomprensible. Pero así era. Por tanto, si además de fabricar en el país, conseguía un ahorro de divisas, y que ese dinero se quedara en las arcas argentinas, pues mucho mejor. ¿Cómo podría salirme mal algo así? Pues me salió mal.

En los primeros compases de la entrevista, Alfonsín estuvo particularmente amable, y con una sonrisa de lado a lado me preguntó si podía instalar la planta en su pueblo. Uno, que era algo impertinente por efecto de los impulsos de la juventud, le proporcionó una respuesta un tanto desabrida:

—Si no nos altera demasiado la estructura de costes y las condiciones climáticas son buenas, lo veremos, señor presidente.

Demasiado concreto, excesivamente conciso. A esas cosas se responde mucho más vagamente, con un «por supuesto, señor presidente, lo estudiaremos con todo entusiasmo» o cualquier otra frase por el estilo y luego ya se verá. Pero la conversación continuó y me quedé algo de piedra cuando de modo directo me preguntó:

—¿Está usted de acuerdo y en contacto con los laboratorios B?

Superé el impacto que me causó la pregunta con un ligero movimiento en la silla situada a la derecha del presidente en la que yo tomaba asiento. La pregunta no tenía sentido. Si esos laboratorios eran los importadores de esa primera materia y estaban realizando el negocio de dejar dinero fuera de Argentina..., ¿cómo iban a ponerse de acuerdo conmigo? Por eso contesté con cierto tono de desagrado. Respetuoso, claro, pero casi ofendido.

—Pues no, señor presidente. No, porque ellos son importadores...

No me dejó terminar. Me interrumpió con suavidad y al tiempo con firmeza. La suavidad habitaba en el acento argentino. La firmeza, en el tono presidencial.

—Pues hágalo, por favor. Para mí es muy importante. Los B son amigos míos. Usted lo tiene que entender. Si no están de acuerdo, veo muy difícil que podamos autorizar el proyecto.

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