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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (10 page)

BOOK: Los días de gloria
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En aquel almuerzo debíamos abordar mi futuro inmediato y nuestro común pasado. Los ojos de mi padre destellaban un punto de tristeza. Una tristeza extraña, sin causa, o con causa tan genérica que se resistía a ser concretada. Pero ahí estaba, sin la menor duda. Por eso a mi padre siempre le gustó pintar payasos. Buen dibujante y gran paletista en el color, se especializó en esas figuras. Me aseguraba que el payaso representa la vida en su más profunda dimensión: tienes que provocar sonrisas y hasta carcajadas en los demás cuando por dentro sientes la fuerza ácida de una tristeza que arranca incluso del mero hecho de haber nacido. La tristeza de los ojos de mi padre no era local, sino globalizada.

—Nunca quise, hijo, que dejaras la abogacía del Estado. Lourdes y yo estábamos de acuerdo. No queríamos el mundo de la empresa y menos el de la banca. Sospechaba que pasaría algo así. Y veo que no tienen más remedio que continuar su obra. Precisamente porque eres fuerte, porque no te rindes, porque resistes. No puedo aconsejarte nada. Daría igual. Seguirías tu camino.

La voz de mi padre sonaba doliente y resignada. La tristeza de sus ojos, la originaria, la que derivaba de su mundo interior, se vio sustituida por otra tristeza, más evidente, con más brillo, de mayor plástica, pero, a fuer de sinceridad, menos potente, porque por un lado se alimentaba del dolor de verme encarcelado por el poder y de presentir que esa situación se repetiría una y otra vez, y, al tiempo, se compensaba con el orgullo de padre al ver que no cedía, que aguantaba.

Le miré fijamente. El silencio pasó a formar parte de nuestra conversación. Mi padre se refugió en sus recuerdos. Yo hice lo propio con los míos. Repasé mi vida para con él.

Estudié Derecho porque me lo sugirió mi padre y acudí sin rechistar a la Universidad de Deusto porque era la que le gustaba. Mi padre era mi amigo y como tal me educó. Jamás me forzó a nada. Nunca sentí ni sobre mis carnes ni sobre mi libertad las señales inequívocas de un modo de entender la patria potestad que contemplaba a diario en mis amigos. Cuando me comunicó su decisión de que el mejor lugar que podría encontrar para formarme como universitario era la Universidad de Deusto, en el País Vasco, no dudé en seguir su sugerencia con absoluta fidelidad personal. Llegué a Bilbao con cierto susto en el cuerpo y sin todavía haber cumplido los diecisiete años. Me instalé en un piso del barrio de Deusto porque en mi primer envite no conseguí encontrar plaza en el Colegio Mayor.

En mis años universitarios carecía de proyecto profesional definido para el momento en que cruzara el umbral de salida con el título de abogado economista bajo el brazo. Estudié mucho, siguiendo un patrón regular diario, y obtuve las mejores notas de la universidad en cada uno de los cursos de Derecho, y me comporté de tal manera porque entendía que mi obligación, para conmigo y con mi padre, consistía precisamente en eso, en no desperdiciar ni el tiempo ni el dinero que se consumía en mi educación. En casa no disponíamos de patrimonio del que poder vivir. Mis libros serían las armas con las que me abriría camino al andar por los senderos vitales.

Muy poco antes de terminar mis estudios en Deusto mi padre decidió que yo tenía que ser abogado del Estado. ¿Por qué abogado del Estado? Mi padre ha sido un funcionario puro de Hacienda y hay que reconocer que el prestigio máximo en ese ministerio lo disfrutaban los abogados del Estado. Quizá también el máximo de poder, aunque este extremo es más discutible, porque el Cuerpo de Técnicos Comerciales ha ocupado muchos de los puestos de la inteligencia económica del país, aunque en algunos sonoros y lamentables casos no necesariamente para el bien común de los españoles.

Mi padre me decía que, además, los bancos privados se peleaban por incluir en sus Consejos de Administración a miembros de ese prestigioso Cuerpo de Abogados del Estado, lo cual era, obviamente, una idea falsa, fruto de la ignorancia que tenía sobre el funcionamiento del mundo de las finanzas. Además, tal estímulo constituía una indudable contradicción porque si lo brillante de ser abogado del Estado consistía en dedicarte a defender intereses privados, parece que la lógica no era la esencia de tal razonamiento. En fin, mi padre era mi padre y punto final.

Por tanto, concluida la carrera, finalizado el verano en el que conocí a Lourdes en Playa América, en donde consumí todos los de mi existencia hasta que un sacerdote me colocó un anillo en la mano derecha como señal de mi nuevo estado de casado, terminada la universidad y cumplido el trámite de mis prácticas de alférez en el CIR número 2 de Alcalá de Henares —casi una premonición—, una mañana de un frío mes de enero del año 1971, con veintitrés años de edad, atravesé el umbral de un viejo despacho del que el Ministerio de Hacienda disponía en las cercanías de la Puerta del Sol de Madrid. Allí contemplé la imagen de un hombre pequeño de estatura, de mirada inquisitiva que podía adivinarse a través de unos gruesos lentes que casi se perdían en una cabeza de tamaño más que considerable. El hombre era abogado del Estado y, al mismo tiempo, inspector de los Servicios del Ministerio de Hacienda, es decir, el no va más de una carrera funcionarial en aquel entonces, lo cual a mi padre le producía un especial respeto y una singular fascinación. Además de tales menesteres, aquel hombre revestido de tan impresionantes atributos funcionariales, ejercía como profesor-director de la academia de Sánchez Cortés, una de las que en aquellos momentos se dedicaban a preparar el ingreso en el Cuerpo de Abogados del Estado, al que, siguiendo los deseos de mi progenitor, debería pertenecer.

Mi padre llevaba mi currículum universitario —ciertamente impresionante y perdón por la inmodestia— custodiado como una especie de tesoro. Con voz suave y gesto tranquilo, tan propio de los instantes en los que la relación entre sujetos bordea la sumisión, le explicaba con mucho detenimiento a aquel hombre por qué su hijo podía ser un buen opositor. Yo asistía a la escena con cierta emoción porque comprendía que para mi padre el momento que vivía en aquel viejo despacho del caserón de Hacienda constituía una especie de síntesis de su propia vida, o mejor dicho, el comienzo, la antesala de lo que, si salía bien, podía haber colmado todos sus deseos, sus aspiraciones más íntimas, porque un inspector de Aduanas sabía perfectamente que los abogados del Estado eran «más» y, por consiguiente, el que su hijo consiguiera ingresar en ese prestigioso Cuerpo colmaría las aspiraciones de un funcionario puro. Supongo que será una ley de vida que el comienzo de la percepción de la trascendencia se sitúa en el deseo de realizar nuestras aspiraciones inconclusas a través del cuerpo y alma de nuestros hijos. Es, seguramente, un síntoma de inmadurez personal, incluso una falta de consistencia en las adivinanzas de la genética; pero, al mismo tiempo, es una costumbre muy extendida, sobre todo cuando de ascender en la escala social o profesional imperante se trata. Mi padre no se sustrajo a ella; yo me sabía sujeto y objeto al tiempo, lo cual no me causaba ningún trauma especial; ni siquiera inquietud.

Juan Manuel Ruigómez Iza, así se llamaba aquel hombre simpático y con don de gentes, me miraba un tanto a hurtadillas, como tratando de obtener en mis movimientos y en mi comportamiento información sobre los rasgos característicos de mi personalidad. Me dejaba ser contemplado sin más gestos que una incipiente e incolora sonrisa de amabilidad. Salí de aquel despacho «admitido» para ser opositor, lo cual suena un poco irónico, pero así era. Mi padre estaba encantado. Pocos días después iniciaba mi asistencia a la academia. Realmente, lo que había que hacer era muy fácil: estudiar, aprenderse los temas y saber explicarlos en el tiempo adecuado porque en las oposiciones «el saber» tiene que estar «enlatado», es decir, tus conocimientos no deben sobrepasar los minutos concedidos para exponerlos. No deja de ser un tanto aberrante, pero por el momento aquel modelo constituía el método al que debía ajustar mi patrón de estudio. Pregunté cuánto tiempo se tardaba en sacar las oposiciones y la respuesta fue: cuatro años, como mínimo. Insistí con una nueva pregunta: cuántas horas estudia al día un opositor. La información que obtuve fue la siguiente: seis o siete. Los datos precisos me los proporcionó Rodrigo Echenique, un gallego que veraneaba en Samil, cerca de Playa América, mayor que yo y que de alguna manera pertenecía a la pandilla de mi hermana Pilar. Echenique llevaba tiempo opositando, creo que un par de años. A la vista de la información obtenida, mi razonamiento siguió utilizando la elemental regla de cálculo de la aritmética: si en vez de seis horas estudio doce, tardaré dos años en lugar de cuatro. Así de sencillo. Lo complicado, obviamente, residía en aguantar el ritmo de doce horas de estudio diarias, pero me lo propuse y lo ejecuté con la perseverancia de un monje del monasterio de Silos. Dos años después era abogado del Estado con el número uno de mi promoción.

Muy poco tiempo, apenas dos años y medio, duró mi trayectoria como abogado del Estado.

—Sí, papá, tienes razón ahora. Pero he tenido experiencias importantes que me han formado, incluyendo la propia prisión.

Convencer a un convencido... Mi padre no dudaba de que mi vida se encontrara repleta de experiencias. Por supuesto que no. Lo que sucede es que hubiera preferido otras bien distintas a las que me tocó vivir.

Lo cierto y verdad es que en aquella etapa en el pequeño laboratorio de Abelló conocí mucho mundo. Dinamarca, Suecia, Noruega, Japón, Francia, Italia y otros lugares dentro y fuera de Europa comenzaron a convertirse en destinos a los que acudía con cierta habitualidad. Y eso, debo decirlo, me gustaba. Seguramente debido a esa faceta de herejía que me caracteriza, mi deseo de aventura, de vivir un mundo algo más fascinante que los rancios despachos del Ministerio de Hacienda. Siempre he dicho que lamentaba mucho haber nacido en esta época tan huérfana de aventura. Nos queda únicamente —es un decir— por delante la conquista del espacio y eso me encantaría vivirlo, pero llego tarde. No será mi mundo. Desgraciadamente. Por eso siento nostalgia cuando veo los avances en la conquista del cosmos y sorbo emocionado cualquier información sobre Marte, que es el objetivo de estos tiempos. Contemplo las películas del cosmos, veo su inmensidad y me formulo tantas preguntas de golpe que llego a sentirme mal, a marearme, incapaz de deglutir tanta inmensidad sintiendo nuestra gigantesca pequeñez. Tal vez, en circulación existencial, en el desarrollo de mi corriente de conciencia particular, en alguna de las vidas venideras pueda desplazarme por ese espacio infinito. Lo malo es que la individualidad no se reencarna, se reintegra al Absoluto, aunque otros piensan de diferente manera.

Tenía razón Lourdes: me entusiasman las fantasías. Claro que quien no consume algunos gramos de utopía se ve obligado a deglutir kilos de miserable certeza. ¿Quién es capaz de establecer una rígida frontera entre el sueño con imágenes y lo que llaman el estado de vigilia? Uno de los padres del taoísmo, el filósofo Zhuangzi, soñó un día que era una mariposa. Al despertar, al retornar a la vigilia, se preguntó: ¿qué soy verdaderamente yo: una mariposa que sueña con ser Zhuangzi, o Zhuangzi que sueña con ser mariposa? Una de las preguntas más profundas de la más profunda de las metafísicas conocidas.

Me habría encantado nacer en la Edad Media, en la época de las cruzadas, de la construcción de las catedrales, de los grandes arrobamientos místicos, allí donde los hombres eran capaces de dar la vida por un ideal. Cierto que detrás de las andanzas caballerescas se esconde la sangre, el poder y el dinero. Pero por lo menos lo disimulaban, lo escondían, lo tapaban, lo endulzaban con esos valores más o menos trascendentes. Incluso habría aceptado la época de los descubrimientos de nuevos mundos, la conquista del Oeste americano… Cualquier cosa que destile aventura humana. En fin, como buen amante de la épica y de la lírica, la pastosa cotidianidad me lastraba.

Por ello sentí cierta emoción interior cuando penetré en ese mundo misterioso de los paraísos ocultos del dinero, de la riqueza escondida: los paraísos fiscales. Fue precisamente en esos años cuando viví personalmente lo que se esconde tras esos lugares misteriosos. Ciertamente es una emoción de otra calidad, pero, al fin y al cabo, en esos lugares se alberga algo de lo que llamaría la metafísica del capitalismo, la esencia del dinero. Y para penetrar en ellos se necesitan, ciertamente, especiales ceremoniales de iniciación. No es, al menos no era entonces, un mundo al alcance de cualquiera, sino solo de algunos escogidos iniciados.

¿Qué tiene que ver la pequeña industria farmacéutica con los sofisticados paraísos fiscales? Directamente nada. Indirectamente... Los laboratorios farmacéuticos españoles —como tantas empresas de nuestro país—, y Abelló, S. A., no constituía una excepción en este terreno, solían facturar una parte de sus ventas de manera opaca para Hacienda. No hay que escandalizarse ni rasgarse las vestiduras por ello. La defraudación fiscal formaba parte de la cultura oficial de entonces, no solo en España, sino, seguramente, en todo Occidente, aunque tal vez nosotros, como en tantas otras cosas, tuviéramos un temperamento más proclive a enfatizar estas conductas. Eso de la solidaridad no va demasiado con la mente hispana, y la solidaridad tributaria nos parece una estupidez elevada a la enésima potencia. Sobre todo en épocas de vacas flacas, en las que repartir cuesta el triple.

En todo caso, jurídicamente no constituía delito y ni siquiera se consideraba digno de reproche moral. Otra cuestión bien distinta era sacar dinero de España. Aquí sí se instaló un cinismo superlativo. Pero en materia fiscal se funcionaba con una especie de bienentendido de que se defrauda en «cuantías razonables», y mientras no sobrepasaras la inmoralidad media del Sistema, nadie arremetería contra ti. Cuando estudié Derecho Penal en la Universidad de Deusto, me llamó la atención la definición de delito de un autor cuyo nombre no recuerdo pero que sin duda fue un hombre inteligente. Decía que delinquir es superar los niveles de inmoralidad media aceptada en una sociedad, y, además, ser descubierto. El problema de definir consiste en que siempre te dejas algo fuera de la definición; bueno, pues esta idea de la inmoralidad media como barrera para el delito tiene la virtud de que casi todo se queda dentro.

Precisamente por ello, por esta aceptación implícita del fraude fiscal, el sistema elegido para conseguirlo no pasaba de ser muy rudimentario, porque lo burdo nunca ha reclamado sutilezas. Entre los laboratorios y la farmacia se interponen los llamados mayoristas, los comerciantes a granel, para entendernos, de manera que un acuerdo con los principales de este gremio referente a qué cantidad de productos se enviaban con lo que se llamaba una «factura blanca» permitía al laboratorio no declarar esas ventas como tales, de manera que, como los gastos sí aparecían en su integridad, al reducirse las ventas se disminuían los beneficios oficiales, se pagaban menos impuestos y se generaba todos los años una importante cantidad de dinero llamado B que con exquisita pulcritud administraba Alfonso Martínez. Así surgieron en el capitalismo español más rancio los llamados «hombres de confianza», que lo eran en tanto en cuanto se destinaban a administrar, manejar y silenciar los sótanos financieros de la empresa. Tenían una consideración diferente a la propia de los empleados normales. Y eso, en ocasiones, se traducía en premios en metálico.

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