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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (6 page)

BOOK: Los días de gloria
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Yo sentía una gran admiración por Paco porque era uno de esos escasos ejemplares humanos que son capaces de combinar una profunda inteligencia con una gran bondad. Paco disponía de un enorme corazón y, al mismo tiempo, de una capacidad de abstracción que nos llevaba a ambos, mientras paseábamos cerca de Bravo Murillo, o cuando consumíamos un café en los domingos de asueto relativo, a discutir sobre problemas en los que la abstracción se convertía en la regla de medir, como, por ejemplo, el concepto curvo de la línea de infinito. No sé por qué pero en una especie de cafetería de la calle Rosales, en Madrid, en uno de aquellos lejanos domingos, mientras miraba absorto un teleférico de esos que unen dos puntos de un paisaje para regocijo de turistas internos y foráneos, no sé por qué pero me dio por decir:

—Paco, está claro. El infinito solo puede ser curvo. Lo lineal es finito, tiene límites. Y si es curvo, debería ser elíptico, y si es elíptico, ¿cómo diferenciar futuro y pasado?

Lourdes y Pilar, la mujer de Paco, nos miraban entre asombradas, comprensivas y... Me ahorro más calificativos por la cosa del Ministerio de Igualdad y el lenguaje llamado sexista...

En nuestros paseos de las tardes Paco siempre mostraba una especial obsesión por los accidentes de coche hasta el punto de que llevaba una especie de estadística del número de muertos en relación con el de accidentes. Un día le noté especialmente preocupado, le pregunté qué le ocurría y me contestó:

—Es que hoy el periódico publica una noticia terrible. Ya estamos saliendo a un muerto por accidente.

Yo no sabía de qué recóndito lugar de su interior nacía esa obsesión tan intensa por los muertos en accidente de tráfico, pero Paco me insistía en que él no quería sacarse el carné de conducir. Es más, dentro de su permanente referencia a la seguridad, me contó que su vehículo ideal era una especie de camioneta forrada interiormente de gomaespuma muy gruesa para que, en caso de accidente, se amortiguaran los golpes. Ese día empecé a pensar que estaba llevando las cosas demasiado lejos y decidí no volver a hablar con él del asunto.

Semana Santa. Paco Linde ingresó en el Cuerpo de Abogados del Estado en la oposición siguiente a la mía y me relevó en el destino toledano. Aquella Semana Santa se convertía en sus primeras vacaciones después de muchos años de estudio. Y de dolor, porque Paco, injustamente, suspendió en mis oposiciones. Yo ingresé; él, suspendido... Yo como el número uno, y él no pudo alcanzar siquiera la última plaza... Injusto de solemnidad, pero cierto. Y en esos casos lo más fácil, incluso lo más probable, es que desaparezca la amistad, porque la convivencia se convierte en testigo existencial de un enorme fracaso, tan enorme como incomprensible, tan injusto como inaceptable.

Pero peleé porque así no fuera. Lourdes y yo, recién casados, vivíamos en Toledo, en un pequeño piso en las cercanías de la muralla porque dentro de sus contornos los precios resultaban inabordables para nosotros, incluso siendo jefe de la Abogacía del Estado. Invité a Paco y Pilar a venir con nosotros unos días. Aceptó algo a regañadientes. Me llevé varios expedientes de la Abogacía del Estado, y cuando nos encontrábamos en el cuarto de estar de aquella pequeña casa toledana, le dije a Paco que tenía mucho trabajo y que por favor me ayudara con un dictamen pendiente.

Se puso manos a la obra. Lo terminó. Le pedí que lo pasara a limpio en papel de la Abogacía del Estado, con membrete oficial. Así lo hizo y me lo entregó. Sin leerlo lo firmé. Paco se quedó asombrado.

—¿No quieres leerlo? —me preguntó con tono emocionado.

Mi respuesta fue rotunda:

—No lo necesito, Paco. Lo que hayas hecho tú lo suscribo en su totalidad sin cambiar una coma.

Paco había suspendido precisamente en los ejercicios prácticos, consistentes en elaborar un dictamen como si fueras abogado del Estado. Por ello mismo, mi firma en barbecho, sin leer una línea, tenía especial valor para él. Sus ojos no pudieron reprimir el brillo de una ilusión nacida de improviso en lo más profundo de los adentros. Extendió su brazo. Nos dimos un apretón de manos. Cuando soltamos una de la otra, Paco, con voz temblorosa y tenue por efecto de la emoción sentida, dijo:

—Entendido, Mario. Voy a intentarlo de nuevo.

Al cabo de un año y medio Paco ingresaba en el Cuerpo de Abogados del Estado con el número dos de su promoción. Yo me sentí feliz. Más aún cuando me sustituyó en Toledo. Ahora, Paco, mi amigo Paco, ese hombre inteligente y bueno, comenzaba a disfrutar de una vida diferente una vez que su posición como abogado del Estado le permitía una tranquilidad existencial de la que no disfrutó en el pasado. Parecía que la vida decidía sembrar justicia en torno a un enorme corazón como el suyo.

Me encontraba en casa de mis suegros, en los Arroyos, la urbanización que habían construido en la maravillosa finca que la familia tenía cerca de Galapagar. Alguien llamó y me dio la noticia. Paco, Pilar, su hijo Francisco y su tía volvían de vacaciones hacia Toledo para reincorporarse al trabajo. A la altura de Villarejo de Salvanes, ya relativamente cerca de Madrid, un camión tráiler tomó una curva demasiado rápido y tuvo que frenar, con lo que el eje del tráiler cedió y se cruzó en mitad de la carretera. Pilar conducía el coche y se encontró, de repente, con una especie de pared metálica. No había nada que hacer. Se estrellaron contra el camión. Todos murieron. Paco, Pilar, Francisco y la tía, aunque esta última unos días después.

Primero recogieron a Pilar, que estaba destrozada. Luego a Paco, que se encontraba íntegro porque la esquina final del tráiler le había rozado la sien, pero con la suficiente profundidad como para provocarle la muerte. Luego retiraron a la tía de Pilar y la grúa se dispuso a cargar los restos del coche. Lo levantaron por la parte delantera y al inclinarse notaron un golpe seco. Miraron a ver qué era y se encontraron con el cadáver de Francisco, que contaba apenas tres años. Era un niño precioso, grande, rubio, de mirada abierta. Un gran ejemplar humano. Todos ellos están enterrados en Villarejo de Salvanes. Cuando a finales de julio de cada año pasaba cerca de ese pueblo camino de Valencia para tomar el barco que me llevaba a Mallorca, siempre hablaba unos segundos con Paco. Era una conversación mental, imaginaria, fruto de la rabia profunda que sentía. Nunca entendí aquella muerte y nunca han dejado de impresionarme las frases premonitorias de Paco sobre los accidentes de tráfico. En alguna de esas visitas mentales a la tumba de Paco me venía a la memoria aquella frase pronunciada mientras miraba el teleférico de Rosales:

—Paco, ¿cómo diferenciar futuro y pasado?

Aparte de afectarme vivamente, además de romperme por dentro, con independencia de los interrogantes vitales que trajo a la superficie el dolor profundo, provocando un sentimiento de rebelión pariente de una concepción caótica de lo inexplicado, aquella muerte provocó un cambio en mi vida, hasta el punto de que aparqué todas mis inquietudes políticas, que eran entonces particularmente intensas. Con Paco murió también un sendero posible de mi vida. Por eso, cuando Enrique Medina, un abogado del Estado que estaba trabajando en el Grupo March y que había sido profesor mío de la academia, me propuso colaborar con Juan Abelló, yo acepté estudiar la oferta. La muerte de Paco me llevó a Juan Abelló. Sin la menor ilusión, destrozado interiormente por la incapacidad de asimilar la lógica escondida detrás de la muerte de un hombre bueno, serio, inteligente, que a nadie causó daño, que hubiera aportado con su inteligencia y capacidad de trabajo obras singulares al mundo del Derecho y, quién sabe, tal vez al de la Política con mayúsculas.

La mañana del Corpus de 2010 quiso no dejar mal al refranero español que reclama para tan señalado día un sol de justicia, como decían los clásicos hispanos. Pues así fue. Ni siquiera esas nubes negras que suelen andar por estos lares quisieron estropear el festín climático y cromático de ese día cristiano, tan señalado, sobre todo en Toledo, mi primer destino como abogado del Estado. En Madrid era fiesta, pero aquí, en Chaguazoso, no, y no es que los gallegos no seamos cristianos, que lo somos a nuestra manera con perfiles prisciliáneos, sino que el calendario laboral no siempre sigue el eclesiástico, por aquello de al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y como quería escribir y descansar un poco de las tensiones emocionales del fin de semana anterior, tomé el coche una vez finalizado el Consejo de nuestras empresas de cosmética y me vine a A Cerca a rumiar en soledad.

Pero debía cumplir mi compromiso de los jueves con Eduardo García Serrano —culto, serio, de ideas y convicciones profundas, inasequible a cualquier precio—, porque desde algunas semanas atrás, a eso de las siete y media de la mañana, entraba en el programa
Buenos días, España
, que él entonces conducía y dirigía en Intereconomía Radio, con el fin de mantener entre nosotros una charla sobre los temas principales de la actualidad. Esta vez, ante la imposibilidad de asistir físicamente al estudio, nos aprovechamos de la tecnología, que para muchas cosas es útil, aunque devastadora para otras, y nos conectamos a través del móvil. Me levanté a mi hora, las cinco de la mañana. Comprobé por internet el estado de nuestros medios de comunicación social y las principales noticias que reflejaban, porque lo que traducen esos medios no solo son hechos, sino estados emocionales que en ocasiones —no pocas— se encuentran tejidos con lazos de intereses. Esperé la llamada de Madrid y Eduardo y yo charlamos.

El panorama seguía siendo desolador. En España y en Europa. Posiblemente debería decir en el mundo, porque la penuria, la crisis y sus consecuencias son productos contagiosos. Al contrario de lo que sucede con la abundancia, que parece quedarse circunscrita a círculos privilegiados. Como no podía ser de otro modo, la crisis financiera seguía asomando la cara, un día sí y otro también. Y eso que el Gobierno español presidido por Zapatero se había visto obligado a atender los requerimientos procedentes de otros países para adoptar urgentes medidas de contención del déficit público que nos asolaba.

Que nadie se llame a engaño: esos requerimientos no derivan de que nos quieran mucho por ahí fuera, o de que se sientan solidarios, o de que llevados por un instinto de compasión budista o cristiana —que a estos efectos me da igual— deseen para nosotros un horizonte de prosperidad. Lo que sucede es que estamos endeudados hasta las cejas, y, claro, nos prestan dinero quienes lo tienen, que son los ricos, porque los pobres no suelen ser banqueros de nadie por falta de materia prima. Y esos ricos tienen miedo de que no podamos pagarles lo que nos prestaron, que es mucho, pero mucho, tanto que si nosotros quebramos ellos se verían obligados a recorrer la misma senda. Y hasta ahí podían llegar las bromas. Una cosa es hablar de Unión Europea adornando el discurso con todos los productos de un metalenguaje político, que suele oscilar entre lo cursi y lo incomprensible, y otra cosa es jugar con su dinero y con su estabilidad. Por eso Zapatero se vio obligado a decir Diego donde antes pronunciaba digo, y a comprobar en sus carnes que cuando el refranero español garantiza que donde hay patrón no manda marinero, no es una mera frase ocurrente para consumo de mentes menores, sino una realidad operativa en el matrimonio, en la política, en la economía y en la vida en general.

A la fuerza ahorcan; cuando menos las supuestas convicciones ideológicas, porque el recorte de dinero afectaba a pensionistas, funcionarios... Eso que llaman bienestar social, política social o como se prefiera. Lo peor es que se trata de colectivos numerosos muy sensibles y uno puede pensar que las cosas debían de estar fatal de toda fatalidad cuando el presidente se veía obligado a adoptar medidas que podrían costarle el poder, y eso sí que es serio para quienes únicamente disponen de ese horizonte en sus vidas.

Pero con esto no hacían sino seguir el modelo de comportamiento de la industria farmacéutica, que ante la aparición del dolor fabrica calmantes. No se pregunta la razón del dolor, la causa del sufrimiento. Simplemente lo adormece. Pero la causa sigue viva, claro, y más tarde o más temprano, si tenía consistencia, volverá a manifestarse, y cada vez peor. Pues esto es lo que nos puede pasar con nuestro modo de vida, pensaba para mí.

El problema es el Sistema en su conjunto. Lo que entre todos, por acción u omisión, hemos fabricado o consentido. No funciona. Así lo dije en antena con la complacencia y complicidad de Eduardo, que se manifestaba absolutamente de acuerdo con estas ideas. Un mensaje un poco revolucionario para los tiempos blandos que corren. Pero si queremos salir de esta debemos analizar el fallo del Sistema en su conjunto.

Y eso, eso es peligroso de toda peligrosidad, porque el Sistema es el verdadero poder, y el poder, como digo, admite pocas bromas. Las verdaderas revoluciones nunca han sido pacíficas. Seguramente porque los inquilinos del poder no se prestaban con facilidad a desalojarlo.
El Sistema
. Así se llamó mi primer libro. Leerlo ahora produce escalofríos. ¿Por qué nos hemos empecinado en el error? Solo por mantener el poder, nada más...

¡Cuántas veces comenté con Juan Abelló acerca de este asunto! Entonces, en aquellos días, utilizábamos otros términos, pero en el fondo eso da igual, que da lo mismo. La palabra, como dice Krishnamurti, no es la cosa.

Juan Abelló... Imposible escribir sin sentir cuando menos una brizna de nostalgia. Aun a pesar de los pesares que vivimos. Aun asumiendo que llegué a sus círculos vitales en el estado en el que me dejó la muerte de Paco Linde. Fueron años de gran aprendizaje.

Cuando le conocí Juan Abelló era un tipo alto, más bien delgado, de complexión atlética, de grandes ojos verdes, y, aunque su calvicie ya era muy pronunciada, la pérdida del pelo no le sentaba mal. En conjunto su aspecto físico merecía un sobresaliente. Era, además, inteligente, más culto de la media y, desde luego, que muchos de sus llamados amigos, amante de la Historia, temeroso de Dios, más que supersticioso en ocasiones, creyente en el Diablo y en las Fuerzas del Mal, agarrado con el dinero a extremos excesivos en ocasiones, obsesionado con la riqueza y la estabilidad económica, anclado en una vida interior en cuyas últimas profundidades no llegué a penetrar. En aquellos momentos de su vida transmitía al exterior —la procesión iba por dentro— la imagen de un hombre bastante feliz; sus negocios, centrados en el laboratorio farmacéutico que llevaba su nombre, marchaban razonablemente bien; su posición social se edificó sobre su matrimonio con Ana Gamazo Hohenlohe.

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