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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (4 page)

BOOK: Los días de gloria
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Lo más curioso es que ese mismo día, quizá al siguiente, tal vez aquel en el que concluía la regata, don Juan Carlos me dijo que subiera a Marivent a desayunar con él. Me quedé algo acojonado porque no esperaba semejante invitación y, además, no tenía ni la menor idea de qué podía querer el Monarca de mí, un consejero delegado de Antibióticos, S. A. Un tipo listo y rico, pero eso era todo. Bueno, todo no, porque era, además y por encima de cualquier otra consideración, abogado del Estado, que eso en este país era mucho. Pero, en cualquier caso, no suficiente para ser invitado real en Marivent, el palacio de verano de los Reyes españoles, enclavado en un lugar de belleza increíble, desde el que de un solo golpe de visión dominas la bahía de Palma en dirección sureste.

Entonces ya éramos dueños de una preciosa casa mallorquina, de nombre Can Poleta, enclavada en la zona para mí de mayor belleza y contenido simbólico de la isla: Pollensa. Esa noche dormí en mi casa, no sin antes dedicar algunos minutos a pensar en el encuentro del siguiente día, aunque, a decir verdad, siempre he sido algo fatalista, en el sentido de que no problematizaba en exceso los acontecimientos, aunque, como este, resultaran algo insólitos. Es como si tuviera la certeza de que lo que sucede ocurre por alguna razón y que los humanos carecemos de la capacidad de penetrar en los designios divinos, cósmicos, kármicos o como cada uno quiera llamarlos. Pero curiosamente, antes de comenzar el ascenso a Marivent, me vino a la memoria mi única actividad política en el Colegio Mayor de Deusto, en Bilbao, en donde me licencié en Derecho.

A pesar de que no sentía especial afición por parlamentar de materias políticas, no dejé de estimular la protesta de nuestros compañeros de estancia en la residencia de los jesuitas contra el proyecto de Ley Orgánica del Estado que preparaba Franco para someter a referéndum, y el motivo sustancial de mi enfrentamiento con el texto legal residía, precisamente, en que reinstauraba la Monarquía en España, y yo no sentía siquiera simpatía por esa forma de Estado. Me parecía que reflejaba el pasado y que carecía de sentido volver a instaurarla en un país que abandonó don Alfonso XIII empujado y estimulado por el resultado de unas elecciones municipales. Recuerdo bien que entonces formulé mi arquitectura intelectual contra el modelo tradicional de régimen monárquico porque nunca creí que el primogénito fuera necesariamente mejor que los siguientes, el hombre necesariamente superior a la mujer y que la inteligencia se transmitiera vía código genético.

Pensar en aquellos momentos de mis diecinueve años me producía una sonrisa que alcanzó su esplendor cuando penetré en el palacio. Me recibió uno de los hombres de servicio. Pasé a una salita a la izquierda del vestíbulo. Enorme, frío, con una gigantesca cristalera al fondo a cuyo través se veía el mar. Esto de enorme puede ser una exageración, porque los estereotipos funcionan y si vas a ver al Rey la mente imagina que tiene que vivir en un palacio de tamaño extremadamente superior a cualquier habitación humana, de humanos ordinarios, que para eso es rey. Quizá si vuelvo otro día y lo habita un empresario de la construcción especializado en promociones inmobiliarias, o un especulador de derivados financieros o swaps contra futuros de tipos de interés, que parece menos ordinario, la impresión sea distinta. Por eso advierto, no vaya a ser que quede mal por dejarme llevar por estas emociones de juventud. Republicana de ideas, si se quiere, pero juventud temprana en cualquier caso.

Una mesa redonda con mantel blanco, y un montón de esas cosas que te suelen poner para desayunar vayas donde vayas: bollos, cruasanes, mermelada, mantequilla, tostadas, zumo de naranja… En fin, lo típico, que tampoco la sangre azul tiene por qué desayunar de manera radicalmente distinta a los mortales de a pie. ¿Me esperaba yo algo diferente? No habría estado mal, por ejemplo, huevos de codorniz cazada en alguna posesión austriaca de la familia real inglesa. Pues no. Mejor, porque no me gusta desayunar y menos cosas de esas raras.

No recuerdo en absoluto de lo que hablamos. Quizá algunos consideren esto una irreverencia y se atrevan a exclamar elevando el tono que ¡cómo es posible que me olvidara de mi desayuno con el Rey! Pues me olvidé. Del desayuno no, claro. Solo de la conversación. La forma, el hecho de acudir a su casa con él a solas, era más potente que el fondo. Si me hubiera propuesto ser presidente del Gobierno, por ejemplo, o siquiera subsecretario de Justicia, me acordaría. Pero como nada de eso sucedió, como la conversación, por amable que fuera, no superó a la media de la normalidad, me quedé con lo menos corriente, y esto era, precisamente, el hecho de estar allí, en aquel lugar, sentado a aquella mesa, a solas con el Rey. Y eso es lo que recuerdo. Poco más. ¡Ah, sí! Al concluir, un tipo alto, de buena facha, vestido con bermuda y camiseta con inscripción marina, creo que con alguna corona por algún lado de la indumentaria, nos saludó, con mucha mayor efusividad al Rey que a mí, claro. Me lo presentó el Monarca y pronunció su nombre, pero no lo retuve porque era bastante raro para los estándares hispanos. Al cabo de unos años supe que le llamaban Príncipe Chocotua, una persona que no sé dónde tenía el Principado, pero que gozó de cierta notoriedad hasta que lo implicaron en relaciones con el Rey de corte económico, y eso, junto con los amoríos, son caldos en los que fermenta el escándalo con velocidad y voracidad inigualables...

No me di cuenta, absorto en esos recuerdos reales, de realidad física y dinástica, pero el tiempo circuló a toda velocidad. Me encontré con Alfredo, que acababa de concluir el trabajo que se asignó, en parte para cumplir sus deberes y en parte porque percibió mi deseo de consumir soledad. Caía la tarde pero el sol se mantenía en lo alto. En Galicia siempre anochece una hora más tarde que en Madrid y casi dos que en Mallorca. Cosas de los meridianos. A pesar de la altura de Chaguazoso, unos mil metros sobre Alicante, que es lo mismo que sobre el nivel del mar, la tarde no era fría. Salimos al patio exterior y comenzamos a caminar dejando a nuestra derecha los castaños —retoñados y sin florecer en esa época del año— y a mi izquierda, a nuestra izquierda, porque paseábamos los dos, el inmenso valle por el que circula el sendero que conduce a una de las fronteras con Portugal, dejando atrás O Penedo dos Tres Reinos. Muy al fondo, las colinas que fronterizan Castilla, aniquilada su belleza por unos horrendos artefactos de esos que tienen aspas monstruosas y que giran al compás del viento para aprovechar la energía eólica, que será, quizá, más barata que otras, pero desde luego el impacto medioambiental en lo estético me tiene abrumado. En una de aquellas mañanas, encerrado en la clausura del monasterio cisterciense de Sobrado, me asombró la capacidad de romper la paz interior que tenían esas torres con aspas al ser contempladas a lo lejos, desde el claustro. Galicia ha sufrido la plaga. No se me va de la cabeza que algún día habrá un accidente. Quizá llegue el tiempo en el que se desmonten y las colinas gallegas recuperen su belleza original. Pero me temo que no estaré ya por aquí, en esta encarnadura vital, cuando eso suceda. ¿Quizá en otra? Eso dicen los que avalan la reencarnación.

—¿Qué, sigues dándole vueltas al tema del Rey? ¿Alguna noticia más?

—No, ninguna. Todos parecen conjurados en el silencio y es que es lo lógico. Si yo tuviera la responsabilidad de decir algo sobre la salud del Rey con la que está cayendo, negaría la mayor, sobre todo si no hay nada que hacer —contesté.

—Sí, claro. Oye, por cierto, ¿es verdad eso que cuenta Luis María Anson de que te acercaste al padre del Rey para conseguir proximidad con el Monarca?

Me extrañó que surgiera el nombre de Luis María, pero al instante recordé que en un vídeo que compuso Carlos Moro sobre mi vida —que se proyectó en Intereconomía con muchos millones de audiencia, por cierto— Anson decía precisamente eso que me preguntaba Alfredo, así que de ahí venía el interés por mi respuesta.

—Es una tontería. Luis María a veces parece pensar que don Juan, el padre del Rey, era algo casi de su propiedad, como si fuera el único que le conociera, sintiera cariño por él, le respetara.

Por eso, en el fondo, creo que sintió algo parecido a celos del afecto que don Juan sintió por mí, y del profundo cariño que mantuve para con él, hasta que el 1 de abril de 1993 falleció en Navarra.

Esa obsesión de Luis María Anson contribuyó a crear ciertas dificultades entre el Rey y su padre, entre otras cosas por el empeño de llamarle Rey a don Juan cuando, aunque le molestara en lo profundo, nunca tuvo la posibilidad de ostentar propiamente ese título. Anson se refería a don Juan como Juan III, un invento afectivo, sin duda, pero peligroso porque contribuía a crear una tensión nada confortable entre padre e hijo.

A don Juan le conocí al poco de mi ingreso en Banesto en casa de José Antonio Martín Alonso-Martínez, en Mirasierra. José Antonio, marino mercante en excedencia que montó una exitosa empresa de imagen, de nombre Gesmagen, junto con otros profesionales de la comunicación españoles, entre los que destacaban Chelala y Lalo Azcona, que había sido un rompedor presentador de TVE, entró en mi vida a raíz del escándalo organizado por el diario
El País
con el producto estrella de Abelló, S. A.: el Frenadol.

José Antonio mantenía relación con don Juan. El padre del Rey manifestó interés en conocerme, seguramente por la violenta irrupción que protagonizamos Juan Abelló y yo, sobre todo yo porque era más desconocido en la sociedad española, con la llegada a Banesto después de la brillante operación Antibióticos con el grupo italiano Montedison. José nos invitó a cenar, y allí fuimos Lourdes y yo, con José y Charo, y Juan Abelló, que vino solo, sin Ana Gamazo. Fue una cena agradable en la que dijimos sobre todo tonterías, pero don Juan se rió y lo pasó bien.

Tan bien que a partir de ese día comenzó a nacer entre nosotros una relación profunda que acabó convirtiéndose en afecto sincero. Era obvio que yo no pretendía nada con don Juan. Entre otras cosas, porque al Rey ya le conocía. Y no solo de aquel desayuno, sino de varios momentos posteriores que se intensificaron a raíz de mi presencia en la presidencia de Banesto. Disponía de una confianza distante, y digo distante porque cuando te mueves en esas alturas —por llamarlas de algún modo al uso— las aficiones náuticas ceden su puesto a las consideraciones de poder, entre las que las propiamente económicas no son las más alejadas del escenario. Y mi intermediario en esas relaciones con don Juan Carlos era, como dije y repito, Juan Abelló. Ignoro si el Rey le concedía el atributo de amigo, pero desde luego a mí seguro que no, porque carecía del más mínimo motivo para ello. Entre otras razones, porque salvo las cosas del mar, brillaban por su ausencia las aficiones comunes a ambos.

Pues a pesar de que no mantenía amistad o confianza excesiva, recuerdo que al poco de ser nombrado presidente sonó mi teléfono. Todavía mi despacho se encontraba en Castellana 7, en el viejo edificio de Banesto. Tan viejo como horrendo, por cierto, desprovisto del glamour del de la calle Alcalá, al que, final y felizmente, acabé trasladándome, aunque lo habité por poco tiempo.

Decía que sonó mi teléfono y al otro lado de la línea estaba su majestad el Rey. Ni siquiera me pregunté cómo había conseguido esa línea directa, pero supongo que le proporcionaría el número Juan Abelló. Su tono efusivo y casi festivo transmitía cordialidad. El objetivo consistía en recomendarme a Paco Sitges para el cargo de presidente de Asturiana del Zinc, una empresa controlada mayoritariamente por Banesto.

—Parece, Mario, que Jaime Argüelles deja la presidencia. Dicen que su hijo Pedro quiere sustituirle. Pero quizá el profesional que domina la empresa es Paco Sitges. No sé si deberías plantearte nombrarle presidente de Asturiana.

El Rey ejecutó la recomendación con extraordinaria delicadeza, sin presionarme lo más mínimo, simplemente transmitiéndome el conocimiento del personaje y avalando su integridad moral y su pericia en la empresa, pero insistiendo en que si teníamos otro candidato debíamos nombrar a quien nos pareciera más adecuado para el puesto.

No conocía a Paco Sitges. Mi única referencia consistía en que se trataba de un buen aficionado al mar y propietario de unos barcos preciosos que llevaban el nombre de
Xargo
, con el número ordinal correspondiente a continuación. Tiempo atrás en Ibiza admiré uno de ellos, creo que era el VI, un precioso sloop regatero tamaño maxi, pero de su dueño, de sus actividades, de su forma de ser, carecía de la menor información. La presentación del Rey caía sobre un terreno sin asperezas de tipo alguno. Además no tenía in mente ningún candidato para sustituir a Jaime Argüelles, así que le di buenas palabras al Rey y, a continuación, hablé con Arturo Romaní para decirle que nombrara a Francisco Sitges en sustitución de Argüelles en la presidencia de Asturiana. Arturo cumplió mis órdenes y Paco alcanzó su sueño. Francisco Sitges, asturiano, enamorado del mar, de los barcos, de la industria, de la construcción naval y buen conocedor del mundo de la minería, era, además, persona de confianza del Rey.

He empezado asegurando que el tono del Rey en esa conversación sobre Sitges y Asturiana rezumaba cordialidad. Y puede llamar la atención que enfatice ese extremo. Pues lo explico. Como relataba, la relación con don Juan fue creciendo en intensidad, frecuencia y afecto desde aquella cena inicial. ¿Qué nos unía? La afición al mar como único punto de encuentro en los primeros pasos de nuestro caminar juntos. Debo reconocer que no sentía especial interés por desentrañar la verdad de las discusiones dinásticas en las que parecía envuelta la Monarquía española, con don Juan, jefe de la Casa Real, sin poder alcanzar el título de Rey, y don Juan Carlos, rey de España, inaugurando el título de príncipe de España, absolutamente ajeno a la tradición monárquica española, por decisión de Franco. Ciertamente un galimatías histórico pero que a mí me cogía muy de lejos, al menos en aquellos pasos iniciales de la singladura de mis relaciones con don Juan de Borbón.

Pero, al mismo tiempo, la personalidad de don Juan me impactó, me atrajo, me resultó interesante, y tal vez naciera en el fondo de algún lugar secreto de mis almacenes internos la sensación de que vivir con ese hombre, estar a su lado, sentir su compañía, podría constituir un privilegio histórico porque, al fin y al cabo, fuera yo monárquico o republicano, era un pozo de historia, y, además, de presente, porque su hijo ejercía de rey de España.

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