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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (8 page)

BOOK: Los días de gloria
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Así es España, permanentemente instalada en el juego de la doble moral. Seguramente el mundo se rige por idénticos parámetros, pero llama la atención la facilidad con la que en nuestra sociedad española sus mejores ejemplares, después de discursear sin mesura sobre los valores propios de la hidalguía, arrinconan escrúpulos morales sobre el origen de una fortuna siempre que la cantidad amasada sea suficientemente grande como para merecer el sacrificio. Los inmuebles, las casas, las fincas, los bancos, el dinero, el poder que transmiten, constituyen la única realidad apreciable en la que se sacrifica dulcemente cualquier memoria histórica. Es un ejemplo, uno más, de eso que René Guénon, el gran filósofo convertido al sufismo en los últimos compases de su sinfonía vital, llama la dinámica de lo cuantitativo, y seguramente tiene razón el pensador francés cuando vaticina que constituye uno de los rasgos que define el ocaso de una época.

Y este era Juan en aquellos días. ¿Y yo? Pues un abogado del Estado número uno de su promoción, lo que en mi mundo constituía un indudable valor. Además, a la vista de las notas que obtuve en mi oposición —que serían las más altas de la historia del Cuerpo desde su fundación, según dicen—, ya era consciente de que mis capacidades intelectuales se situaban por encima de la media, sirviera para lo que sirviera, que, con independencia del estudio y la abstracción intelectual, no lo tenía demasiado claro.

Después de consumir poco menos de un año como abogado del Estado jefe en la Abogacía del Estado de Toledo, me trajeron a Madrid, al servicio de Estudios de la Dirección General de lo Contencioso, en un tiempo récord, porque mi fama se extendió por todas las instancias de nuestro prestigioso Cuerpo. Era sencillo: los números uno del Cuerpo siempre lo tienen más fácil en materia de destinos. Sin embargo, confieso que en aquellos días no sentía soberbia interior. Bueno, eso creo. Mi matrimonio con Lourdes Arroyo, hija de familia rica, me proporcionó algo de valor innegable: mi suegro nos regaló un magnífico piso en la calle Pío XII de Madrid, un dúplex de 350 metros cuadrados, algo incluso exagerado para un abogado del Estado con varios años de profesión. Eso me permitía vivir sin problemas, máxime cuando, y esto lo confieso con absoluta rotundidad, no sentía la menor ambición de dinero. Mucho menos de atesorar. Todo ello, junto a la conciencia de que mi suegro era un hombre de fortuna, me proporcionaba una dosis adicional de eso que llaman libertad real.

Interiormente no creo que fuera excesivamente singular. Sentía una inquietud muy fuerte en el plano espiritual, pero que en aquellos días dormitaba a consecuencia de lo infructuoso de la búsqueda. Mis inquietudes políticas vacilaban, sin sujetarse a un corsé riguroso, ni de izquierdas ni de derechas. Mi proyecto vital caminaba más por el placer de estudiar y de escribir que por la búsqueda de la acción en cualquier terreno. Aunque parezca mentira, en aquellos días, con apenas dos años de ejercicio de la abogacía del Estado, soñaba con jubilarme, con retirarme a leer y escribir a la mayor brevedad posible; desde luego, mucho más que con escalar escaños del poder político o económico. Sencillamente no me interesaba. Además, mi interior se quedó fortísimamente golpeado por la muerte en accidente de coche de mi entrañable amigo, Paco Linde.

Los primeros compases de mi sinfonía vital con Juan resultaron más que interesantes. Ante todo porque yo me situé en una plataforma que te permite observar con cierta distancia: Juan y yo sabíamos que no le consideraba propiamente mi jefe porque siendo abogado del Estado disponía en cualquier momento de la posibilidad de retornar a mi trabajo en la Administración Pública, lo que me dotaba de una libertad de la que carecían el resto de sus empleados. Nunca tuvimos necesidad de explicitarlo; vivía entre nosotros. A Juan no le importaba demasiado. Para mí constituía un activo indudable. Cuanto más reducida es la libertad de movimientos del sujeto sobre el que ejerces el poder, mayor es la intensidad de este último. Precisamente por ello es tan intenso, tan inmediato, tan necesitado de control externo el que se ejerce sobre los presos recluidos en un centro penitenciario. No disponen de libertad física más que en grado extremadamente atenuado y, por si fuera poco, su condición de delincuentes les resta cualquier credibilidad, de forma que, en un encontronazo preso-funcionario, este último gozará de la presunción de verdad y el primero, de la opuesta. Cuando el poder percibe en ti la libertad, cuando de verdad concluye que eres un hombre libre, ejemplar extraño donde los haya en la sociedad de nuestros días, como paso imprescindiblemente previo para dominarte en plenitud buscará por todos los medios cercenarla.

Aprendí muchas cosas con Juan. No solo en el terreno profesional, sino, además, en el humano. Su comportamiento, su forma de tratar a la gente —diferenciando cuidadosamente en función del estatus particular de cada uno—, su modo de vestirse, su manejo del tiempo, la facilidad con la que jerarquizaba a los humanos de acuerdo con su posición social, constituyeron para mí un verdadero instituto académico sobre algunos aspectos, quizá los más epidérmicos en apariencia, de la sociedad española. Asistía fascinado, y en ocasiones escandalizado, a los modos de Juan, a sus excentricidades, a sus caprichos de niño mimado por la fortuna. Sin embargo, en mitad de tanto boato y de felicidad de bote, percibí que en el interior de Juan habitaba algo mucho más serio, profundo y complejo que un estúpido niño rico, guapo y de derechas de toda la vida de la moderna sociedad española. Su inquietud intelectual, supersticiones aparte, no nacía del mero deseo de impresionar a las señoras o a la concurrencia de una cena social con unas cuantas citas brillantes de fechas, autores o acontecimientos pasados. Ciertamente le gustaba la erudición, porque constituye un medio idóneo para «ofender al personal», en terminología de Juan, para dejarlo en evidencia, para que no le quede más remedio que rendirse ante la cultura del dato de su interlocutor, pero, además, buscaba en la Historia una lección, un aprendizaje, una fuente de experiencias destinada a traducirse en enseñanzas útiles para vivir entre los humanos. Vivir a su modo, desde luego, pero enseñanza al fin y al cabo.

Poco a poco comencé a sentir afecto por él, quizá porque presentía que en el fondo de aquella armadura que quería aparentar construida con el mejor acero, edificada sobre valores sociales inatacables, residía un mundo de soledad no compartida. Algo oculto en Juan inspiraba ternura, ese tipo de ternura que provoca la conciencia de que frente a la fortaleza de la apariencia se esconde el miedo a cierta verdad.

Creo que uno de los aspectos que más me llamaban la atención de Juan consistía en sus «prontos» de hereje. De vez en cuando, en vez de ajustarse al patrón del Sistema, parecía disfrutar con ofender a algunos de sus consolidados personajes, sobre todo si pertenecían a la rancia nobleza española. Juan construyó una frase que le definía bien, porque cuando los viejos de siempre le acusaban de ser un nuevo rico, Juan, esbozando una sonrisa de oreja a oreja y con un énfasis de intensidad, decía:

—Claro, es que en España el que no es nuevo no es rico.

¿De dónde le provenía esta faceta? Quizá por la sangre física de Juan corrieran algunos hematíes espirituales de los herejes maragatos y tal vez algunos gramos de larvado revanchismo que sirvieran para explicar ciertos aspectos llamativos de su comportamiento para con lo establecido. Ciertamente buscar pureza de sangre en un pueblo mestizo como el nuestro no deja de ser un delicioso sinsentido. Pero para una personalidad como la de Juan, asumirlo interiormente supondría un cierto coste. Y, tal vez por ello, un mérito.

3

Alfredo Conde, mi pariente, me había prometido una mastina, un ejemplar de la misma raza que el suyo, el que custodia su casa de Santiago, A Casa da Pedra Aguda, como reza su nombre. Pero no pudo ser. Y no porque me dijera que la perrita que le mostraron mantuviera trazas de ser hija de muchas leches, como dicen por el campo, lo que a mí no me importaba. Curiosamente, sin embargo, Alfredo, antirracista donde los haya, me dijo algo así como que con los animales de custodia era con lo único vivo que mantenía un clasismo depurado. Lo dijo con sonrisa abierta, consciente de su broma, aunque al final me quedé sin perra como me había quedado sin
Ámbar
, mi primera muerte inexplicable. Os diré algo de
Ámbar
, mi primer contacto con la muerte y con la maldad humana.

Nací en Tui, una preciosa ciudad del sur de Galicia desembocadura del Miño, frontera con Portugal, sede de obispado y residencia histórica de la reina doña Urraca. A pesar de que carecíamos de puerto de mar, entre los recuerdos limpios de mi niñez almaceno la Comandancia de Marina y la fragata
Cabo Fradera
. Cada vez que dejando atrás la Corredera —calle principal de mi ciudad natal— bajaba corriendo la cuesta pronunciada y empedrada de adoquines que conducía al río, me preguntaba a qué podría dedicarse aquel barco feo, de color gris oscuro, inconfundiblemente militar, a pesar de que sus cañones de combate, cortos, rechonchos, con aspecto de no haber disparado ni un solo proyectil en toda su vida, le restaban agresividad y casi le convertían en un objeto entrañable, un viejo venerable que esperaba la llegada de su desembocadura existencial a pocas millas del mar abierto. Los contrabandistas gallegos que comerciaban entre Portugal y España, para los que el río constituía un camino vital, le contemplaban y saludaban afectuosamente cuando dejaban al viejo trasto por babor o estribor en sus barcas cargadas con enormes fardos llenos de tabaco americano. Al fin y al cabo, el contrabando, un medio de vida para muchas familias gallegas en los difíciles años de la posguerra, pasó a convertirse en una parte sustancial del paisaje social del sur de Galicia. Mi padre tenía entre sus atribuciones tratar de reprimirlo porque llegó a esa ciudad para ocupar su plaza de inspector de Aduanas.

Un 14 de septiembre de 1948 —fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, una de las pocas obligatorias para los Caballeros del Templo— mi madre corría dando gritos por el largo pasillo de nuestra casa pidiendo auxilio mientras con su mano derecha trataba de empujar hacia dentro la cabeza morena de un niño que nació porque le dio la gana. Mi madre alcanzó a duras penas su dormitorio y se tumbó en la cama; la gente del servicio localizó a Jurado —médico, falangista, alcalde de Tui, amigo de la familia—, que acudió en cuanto pudo a atender el parto. Demasiado tarde. Cuando llegó, mi madre me había parido, limpiado, vestido y aseado, y, con esa ternura que solo existe en un momento que —como todos los buenos— dura tan poco, me tenía con ella apretándome contra su pecho con una expresión de indescriptible felicidad en sus ojos. El médico certificó sanitariamente el nacimiento. Así llegué a la vida, saltándome las reglas, organizando un poco de ruido en la tranquila ciudad de Tui, que asistía impasible al nacimiento del primer hijo varón de aquel hombre joven, moreno, alto, guapo, simpático, que gozaba de gran popularidad entre los habitantes de la ciudad del Miño. Mi padre llegó a casa tranquilo, sin el menor síntoma de excitación, para contemplar los atributos del recién nacido. Después, como mandaban los cánones de aquellas épocas, se fue con sus amigos a celebrarlo.

Vivíamos en una preciosa casa situada casi en el centro geométrico de la Corredera, cuyo primer piso se dedicó a los locales del casino de Tui y en cuya parte trasera teníamos un pequeño jardín en el que mi padre quiso criar gallinas, cerdos y pollos, y, por si fuera poco, cultivar parra, tomates y otras hortalizas, en fin, un desastre económico y casi ecológico. Allí, en mis primeros andares de uso de razón, conocí a Avelino, un criado que mi padre trajo del valle de Covelo, de donde es originaria toda la familia de mi madre. Eso de tener servicio y criados no debe llamar a engaño a nadie. En aquellos años de la posguerra en Galicia campaba por sus respetos la pobreza. Y el hambre. Los salarios que se pagaban a los criados eran una miseria, pero les proporcionaban un sustento que de otra manera se veían imposibilitados de obtener. Por eso, a pesar de no ser ricos en el sentido monetario de la palabra, podíamos tener servicio y hasta un criado. Avelino, moreno, bajo, delgado, casi enjuto, que hablaba un gallego rabiosamente cerrado, me enseñó a cazar gatos en la parra de mi padre.

Mi perro se llamaba
Ámbar
. Era un precioso dogo alemán traído desde Madeira de color crema claro y morro negro zahíno contra el que brillaban amenazadores unos colmillos potentes capaces de aterrorizar a cualquiera. Mi padre, caprichoso como buen hijo único, se lo trajo de Portugal, en concreto de la isla de Madeira, y para que no sufriera el animal le alquiló un compartimento de dormir en el tren que unía la capital lusitana con la ciudad de Vigo. Así era mi padre. Capaz de regalar a un pobre la primera gabardina nueva que tuvo en su vida porque el hombre parecía aterido de frío, e igualmente dispuesto a traerse un perro de nuestros vecinos lisboetas nada menos que en un coche cama.

Avelino enseñó al nuevo inquilino de nuestro huerto a contemplar los gatos que se movían sigilosos por la parte alta de la parra. El perro permanecía inmóvil, con el cuerpo tenso y la mirada fija en el animal, que, envuelto en las hojas verdes y las uvas negras de la parra, vivía sin percatarse de que alguien le contemplaba como presa. Creo que es en lo único que pueden parecerse esos gatos a los humanos: en que no se percatan de que pueden ser contemplados como presa a ser cazada.

De repente, sin aviso previo,
Ámbar
saltaba impulsado por la fuerza de sus patas traseras y de un bocado certero alcanzaba el cuerpo del felino, que, cuando el perro volvía a tocar tierra, ya era cadáver. Avelino sacaba de su bolsillo trasero un cuchillo de monte, lo afilaba contra una piedra blancuzca que guardaba en un rincón del gallinero y en apenas segundos, con una habilidad que me fascinaba, le quitaba limpiamente la piel a la pieza cobrada y le cortaba la cabeza por el cuello ante la atenta mirada de
Ámbar
, que se agitaba nervioso sabiendo que, una vez más, Avelino le entregaría su trofeo para que lo devorara en pocos minutos.

Nunca sentí la menor pena por un gato. Mi abuela Luisa, la madre de mi padre, me contó que los gatos llevan maldad dentro, y que ella sabía que a un recién nacido, el gato de sus padres, presa de un ataque de celos, le arrancó los ojos con sus uñas y le llenó el cuerpo de cortes y mordiscos. Desde entonces comencé a cultivar una especie de odio irracional contra los gatos que sin saber muy bien por qué extendí a toda la familia de los felinos, lo que comprobé muchos años después en una espera del leopardo en mitad de África, en territorio de Tanzania.

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