Claro que tal posibilidad dependía sustancialmente de que yo le cayera bien, cosa que, sin duda, fue lo que sucedió. Cuando Juan Abelló se percató de que don Juan comenzaba a sentir una cierta simpatía por mí y que mis contactos con él se sucedían cada vez con mayor frecuencia, no dudó en exponerme sus ideas.
—Ten cuidado, Mario. Don Juan representa un conflicto para el Rey, porque es padre del Rey y tiene el depósito de la legitimidad monárquica.
—Ya, ¿y de dónde nace el conflicto?
—Pues de que, por decirlo claro, al Rey le gusta que la gente sea particularmente cuidadosa en las relaciones con su padre.
—¿Qué quieres decir?
—El asunto son esos derechos históricos. Tú, como eres un iconoclasta, no le das importancia a...
—Coño, es que la paternidad tiene más valor que esos supuestos derechos históricos.
—Para ti sí, pero la Monarquía funciona de acuerdo con ese tipo de parámetros. Vamos a terminar este asunto y toma nota de lo que te he dicho.
—Tomo nota.
Por supuesto que Juan no esperaba que me ajustara a sus prevenciones y, efectivamente, no lo hice. El padre del Rey me seguía llamando, interesándose por mí. Nuestra relación siguió aumentando en frecuencia de encuentros y en ascensos de afectos, intimando cada vez más. Al mismo tiempo crecía mi presencia en determinados círculos influyentes de la sociedad española.
No preveía hasta qué punto Juan podía tener razón. Tampoco era demasiado consciente, a decir verdad, de la fuerza de mi presencia social, del desarrollo del que acabaría siendo una especie de mito en la sociedad española. Yo seguía fiel a mis costumbres en muchos aspectos y por eso no acudía a ninguna de las cacerías de perdices que Juan y sus amigos organizaban por distintas partes de la geografía española. Un día de aquellos, Juan, conocedor de que no tiraba jamás a esos pájaros, insistió en que fuera a su finca de El Lobillo, en plena Mancha manchega y que, según los expertos, Juan consiguió convertir, invirtiendo mucho dinero, en uno de los mejores cotos para esos afanes cinegéticos.
Ante mi negativa Juan insistió en que no se trataba de cazar, sino de cenar con el Rey la noche anterior en su casa. Además de nosotros dos estaría presente Miguel Primo de Rivera, duque de ese nombre. Al día siguiente se celebraba la cacería y, aunque yo no participaba en ella, debía acudir a la cena de la noche anterior. Supuse por la insistencia que el objetivo de Juan al invitarme, seguramente a petición del Monarca, consistía en propiciar un encuentro y una conversación entre nosotros.
Allí nos encontramos los cuatro. Era el mes de octubre del año 1987, en plena negociación de nuestra entrada en el Consejo de Banesto. Estampamos nuestras firmas de rigor en el libro de la casa que Juan custodia con ese esmero que pone en las cosas que tienen proyección social. Cenamos los cuatro, supongo que bien, pero no recuerdo, jugamos al mus, seguramente gané porque no suelo ser condescendiente en ese juego ni con el Rey ni con mi padre, a quien también arrasé en su día en ese deporte de cartas, y consumimos algunas copas en mitad de una conversación intrascendente, como corresponde al tipo de reunión que confeccionábamos.
Avanzada la noche, entrada la madrugada, el Rey me pidió que saliéramos al jardín de El Lobillo, que todavía se encontraba en fase de construcción. Despidió en la forma real a Juan y Miguel Primo, señalándoles el camino de sus dormitorios, tomó entre sus manos una copa de güisqui escocés, me entregó otra y salimos al jardín. La noche era clara y el frío no resultaba excesivo y eso que, como digo, nos encontrábamos en octubre, que no suele ser demasiado generoso por los páramos de Castilla-La Mancha.
Por dentro el calor me parecía casi sofocante, suponiendo que las cosas circularían entre el Rey y yo por los derroteros de mi relación con don Juan. Lo suponía porque a la vista de que el Rey no quería nada y Juan insistía en mi presencia, solo quedaba ese espinoso y puñetero asunto de los derechos dinásticos.
No me equivoqué. Con cuidado, con tremenda delicadeza, don Juan Carlos fue aproximándose paso a paso, despacio, cuidadoso a pesar de la noche y las copas, hacia el asunto que le embargaba, explicándome con suavidad el problema derivado de que su padre fuera hijo de rey y padre de rey sin, al mismo tiempo, poder ser rey. Comprendía que vista con ojos críticos la situación reflejaba una patología posiblemente única en la historia, pero que en ocasiones la vida nos conduce por senderos que no diseñamos nosotros.
Procuré la suavidad de formas, relajé los tonos, emití más sonidos que palabras, en un intento de que el Rey se alejara de unos terrenos pantanosos para refugiarnos en las copas y hablar de cualquier otra materia menos comprometida. Se hacía tarde, casi las cuatro de la mañana, y una nueva copa alargó la noche. Agradecí al Rey su tremenda confianza para conmigo por hablarme con sinceridad de un asunto tan delicado y con voz que pretendía ser respetuosa y al mismo tiempo convincente le dije:
—Lo entiendo, señor. Lo que está claro es que hay solo un Rey y solo un padre del Rey y mi lealtad al Rey nada tiene que ver con el cariño que sienta por su padre y así seguirá siendo. Por cierto, señor. A diferencia de otros, jamás me refiero a vuestro padre como «el Rey». Le llamo señor y más propiamente don Juan. Porque una cosa es una cosa y otra, otra.
Quedaba poco espacio para la admonición; ni siquiera para la duda. El Rey cerró la noche. Nos fuimos a la cama. Eran más de las cinco de la madrugada cuando llegué a mi dormitorio.
A la siete y media la voz agitada, profundamente excitada, de Ana Abelló me despertó:
—El Rey ya está en la mesa y al Rey no se le puede hacer esperar.
Me vestí a toda velocidad y bajé dando saltos. El Rey, sentado en la cabecera de la mesa del comedor, me recibió con una sonrisa en los labios y un aspecto que en nada delataba ni las dos horas de sueño ni las copas de la noche anterior. Me disculpé como pude ante una aparente comprensión real y una reprimenda escondida en el brillo de los ojos de Juan y Ana.
Terminó el desayuno y comenzaron los preparativos para la cacería ante mi alivio personal porque en ese instante pensaba salir con destino a Madrid. La voz del Rey quebró mis esperanzas:
—Mario viene conmigo al puesto —dijo don Juan Carlos sin conceder la más mínima oportunidad a una alternativa diferente.
Así lo hice y asistí al espectáculo de ver caer a las perdices una tras otra y a un Rey excitado cada vez que acertaba y cabreado sin disimulo por cada fallo que cometía. De idéntica manera se sucedieron los ojeos, con el consabido taco de por medio.
No tuve ninguna conversación ni medio seria con el Rey y mucho menos referencia alguna a las relaciones con su padre que centraron la noche anterior. Todo transcurrió en mitad de una aparente placidez.
Pocos meses después, por avatares del destino, yo alcanzaría la presidencia de Banesto; Paco Sitges, como relaté, la de Asturiana del Zinc. Pero los modos de ser propios de la sociedad española acechaban agazapados, esperando su turno, preparados para cortocircuitar cualquier aventura de advenedizos, cualquier intento de adentrarse, de ocupar un espacio allí donde se cuece, se cocina y condimenta el verdadero poder. Allí donde las pasiones sustituyen a los afectos y la red tejida con intereses desconoce lealtades y agradecimientos. Allí contemplé cómo el Rey era utilizado, aunque fuera simbólicamente, en operaciones financieras. Quizá no tan simbólicamente. Por eso mi relación se enfrió. Y asistí desilusionado a espectáculos que quizá hubiera preferido no vivir.
Volví solo, por vez primera desde que me instalé por estas tierras, a los dominios de A Cerca. Solo y con un tormento interior de envergadura. De nuevo la muerte incomprensible se convertía en protagonista indeseado del rumbo de mi vida, al menos del sufrimiento como academia de aprendizaje del difícil oficio del verdadero vivir. Nada nos cuesta a los humanos más esfuerzo emocional que admitir sin estridencias interiores, sin rebeliones profundas, alejados de erupciones violentas en las zonas inferiores del llamado espíritu, la muerte incomprensible. Y digo incomprensible, califico como tal, a aquella desaparición física que se produce al margen de los tiempos biológicos.
Educados en el pensamiento y en su inexorable espacio tiempo, asignamos a todo lo que nos rodea una dimensión espacial y temporal al unísono. Es ridículo, desde luego, como evidencian los avances en física cuántica, pero no sabemos más que «pensar como los hombres», por decirlo en palabras bíblicas. Y la vida se desarrolla de esa manera. La muerte es un final lógico asociado a una dimensión temporal cuyo barómetro más evidente es la propia degradación carnal y sus derivadas mentales. La materia se descompone para transformarse, así que la muerte, la desaparición del anciano, es comprensible. Seguramente la constatación de la ausencia puede provocar pena, pero en cualquier caso encaja en la lógica lineal de nuestro intelecto. Y eso calma, reconforta, tranquiliza.
La muerte fuera de esa dimensión genera una turbulencia brutal. La palabra «jamás», mejor dicho la dimensión o, incluso por ser más preciso, la ausencia de dimensión alguna que el término implica, rechina con toda violencia contra nuestro modelo mental. Nada puede existir para ese esquema, nada puede vivir dentro de ese sistema que carezca de límites definidos, de fronteras, de contornos precisos. Y cuando el evento sucede fuera de la lógica física de semejantes definiciones, el espíritu, al menos la mente, sufre. ¿Soberbia? Es posible. Seguramente la rebelión ante lo incomprensible fermente en caldos de soberbia, de una estúpida soberbia nacida del no menos erróneo «razono luego existo» cartesiano. Hay que ser superficial en grado superlativo para escribir que los humanos se explican en clave de razón. ¡Por Dios! ¿Dónde vivió este sujeto, en qué mundo de relaciones obtuvo semejante conclusión?
Pero así somos los humanos. Las emociones explican más y mejor nuestra conducta que cualquier postulado de una fría razón. Y ninguno escapamos plenamente a esa regla. Por muchos esfuerzos de meditación, rezos, plegarias, relajaciones y demás técnicas al servicio de la quietud mental. Porque la mente consume pensamientos, y las emociones son pensamientos y en ocasiones de muy escasa calidad. Y soy humano, así que las reglas me afectan. No podía ser de otro modo.
Y me afectaron. Esta vez fue la muerte de un profesor universitario, treinta y nueve años, lleno de vida, simpático, buena gente, deportista que encontró la muerte precisamente practicando deporte. Ridículo semejante morir. Incomprensible, como digo. Y vivir los exteriores de esa muerte provoca la turbación que relato. Y, lo que es todavía más delicado, una muerte incomprensible trae a la luz todas las muertes incomprensibles vividas con anterioridad. Porque la muerte incomprensible no se extingue nunca. Permanece por mucho tiempo agazapada, escondida, en ocasiones cubierta con alguna capa de material emocional, en lugares recónditos de la memoria. Pero ahí vive. Silente, pero existente. Dispuesta a aparecer de nuevo en la superficie de nuestro mundo físico y mental, de nuestro territorio emocional, cuando alguna circunstancia superior a nuestra capacidad de reflexión la libera de su encierro. Y otra muerte de similares características es un liberador de máxima potencia. Así que mi aturdimiento se debía al destrozo interior provocado por la muerte de Álvaro Pérez-Ugena. Con su hermana, María Pérez-Ugena, contraería matrimonio pocos días después del terrible accidente. Esa muerte y el descomunal desconsuelo que viví en sus hermanos y madre, me trajo, adicionalmente, de nuevo la de Lourdes, la de su hermana Carmen, la de mi cuñado Miguel, que se produjeron una detrás de otra en un espacio temporal de pocos meses, no más de cinco. Y todas ellas fuera de los parámetros de la lógica humana del tiempo biológico.
En el patio adoquinado de A Cerca los albañiles recogían los trastos con los que habían trabajado durante el día. Junio de 2010 acababa de comenzar. La tarde era calma, la temperatura soportable, el sol no hería. Alguna nube de color gris oscuro que asomaba por el poniente recordaba que vivimos en Galicia y que permanecer en alerta es una obligación derivada de la prudencia elemental. Galicia es maestra de vida, pensé. Dirigí mi mirada y pensamientos anejos al gigantesco castaño que dicen los expertos podría ser más que centenario. Casi milenario. Su tiempo biológico es diferente del nuestro, del humano. Curiosa la vida, que reparte tiempos y espacios en sus distintas manifestaciones sin que lo de más categoría, supuestamente lo humano, reciba la máxima dimensión cuantitativa. Solo en lo más alto se produce la Lógica final. Solo el Cosmos, manifiesto y no manifiesto, es eterno de toda eternidad.
¿Por qué las muertes incomprensibles tenían que marcar el compás y el ritmo de mi vida? Ya sé que debemos acostumbrarnos a que nunca sucede lo previsible y casi siempre ocurre lo inesperado. Es una enseñanza que debería formar parte del catecismo humano de bachillerato. Nosotros los humanos y nuestra obsesión por dominar el futuro... No solo es soberbia; es sencillamente estupidez. La Vida nos enseña, un día y otro, una vida y otra, que el Futuro es cosa suya, no nuestra. Que a nosotros nos deja exclusivamente el presente. Y no lo entendemos, y por eso nos empecinamos en la patética actividad de desperdiciar nuestro presente en el altar de un inexistente futuro, que solo será nuestro si conseguimos convertirlo en el presente de cada día.
Cierto es que algunas personas son cruciales en el cambio, en el rumbo, en la orientación de nuestras vidas. Pero la clave es cómo se produce su aparición en nuestro recorrido existencial. Y curiosamente en mi caso, los giros dramáticos, en el sentido anglosajón y castellano del término, van asociados a muertes incomprensibles. No tengo la menor duda de que una de las personas capitales de mi vida es Juan Abelló, y sería ridículo escribir sobre mí sin consumir los turnos imprescindibles sobre él. Pero ¿acaso una muerte incomprensible me llevó a sus recintos vitales? Pues sí. La primera que me tocó sufrir. La de mi amigo Paco Linde.
Muy cerca de la calle Basílica, en Madrid, en donde vivían mis padres y yo preparé mi oposición a abogados del Estado, en un edificio de apartamentos pequeños en régimen de alquiler, vivía una persona muy especial. Paco Linde era un hombre bueno, inteligente, serio, de izquierdas, hijo de un funcionario de Castellón, perteneciente a la burguesía provinciana española. Nos hicimos íntimos amigos y salíamos a pasear casi todas las tardes, a la vuelta de la academia, cuando ya habíamos vomitado, si nos tocaba, los temas de civil, mercantil, procesal o lo que fuera que componía el trabajo de ese día. Discutíamos mucho de política y manteníamos posiciones divergentes, a pesar de lo cual entre nosotros se cimentó una sincera amistad.