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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (2 page)

BOOK: Los días de gloria
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Y la conducta evidencia un fracaso. Quien analice dónde estamos comprenderá que no es un abuso calificar la situación como un fracaso. Se mire por donde se mire. ¿Que hemos progresado en algunos aspectos? Solo faltaba... En lo material y en determinados ámbitos la mejora es evidente, pero ¿se trata solo de eso? ¿Hablamos solo de euros per cápita?

No, no creo que tengamos una sociedad mejor. Al contrario. Los problemas de 2010 son en una enorme medida los mismos que ya nos asediaban en 1993, solo que agravados, más acentuados en sus costados de mayor dolor. Y si eso es así, como así creo que es, es debido a eso que llamo el fracaso colectivo. Entre todos, unos más y otros menos, pero entre todos hemos construido, por acción u omisión, lo que ahora tenemos. No supimos, creo, estar a la altura de las circunstancias que definían la época que nos tocó vivir. Algunos de los que aquí cito han fallecido. Otros han perdido su poder, el que entonces ejercían. Algunos imperios, como el caso de Prisa, pelean por intentar subsistir. Instituciones como la Judicatura y los partidos políticos alcanzan cuotas valorativas negativas entre los españoles. La clase política genera rechazo..., en fin, lo que todos sabemos. Pero lo que no sabemos es cómo y en qué manera hemos contribuido los que allí estábamos a este resultado.

El objetivo de este libro es ayudar a entendernos a nosotros mismos. La vieja frase de que los pueblos que ignoran su historia se ven obligados a vivirla de nuevo es real como la vida misma, y en ese noray atenazo la decisión de publicar estas páginas, cuando el tiempo transcurrido y los acontecimientos que evidencian dónde estamos nos permiten sin acritud, ni venganza, ni odio, ni ninguno de esos venenos del alma, asomarnos a aquellos años de los que traen causa algunos de nuestros desperfectos sociales. Ojalá que sirva para entendernos y tratar de mejorar nuestra convivencia.

En algunas ocasiones he escrito y sentido por dentro que el individuo, ese producto al que llamamos hombre, dejaba mucho, pero mucho que desear. Al fin y al cabo, somos los valores con los que edificamos nuestro interior, y por ello una vez ajustados a lo conveniente como principio rector de nuestra conducta, el surco que trazamos sobre nuestras vidas es capaz de producir espanto en demasiados casos.

Pero son comportamientos como los de Enrique Lasarte, César Mora y Vicente Figaredo los que permiten seguir creyendo en el ser humano. No pensaron en fidelidades personales, ni siquiera institucionales. Simplemente, no aceptaron aquella vergonzosa propuesta por ser fieles consigo mismos, con su propia dignidad, con su historia, su pasado, su presente y su futuro. Querían en ese momento seguir siendo ellos sin arrendar dignidades, por alto que fuera el precio que tuvieran que pagar. No era conveniente, desde luego, decir que no a la propuesta de Fanjul Alcocer. Conveniente no era, pero rechazarla era simple, sencilla y llanamente un ejercicio de dignidad.

A ellos mi agradecimiento, como consejeros, como amigos, pero sobre todo como personas, por ayudarme a seguir creyendo que el ser humano es capaz de albergar comportamientos dignos incluso en circunstancias en las que sientes que la presión de todo un Estado, que tiene que justificar lo injustificable, se extiende sobre tu vida, libertad, hacienda y la de tus familias.

Gracias a Paloma Aliende, que no quiso aceptar aquella propuesta de seguir en el banco porque disponía de mucha información, según le dijeron... Pidió su cuenta y se fue sin siquiera una indemnización.

Gracias, también, a aquellos otros que vivieron conmigo estos años sin arrendar su dignidad.

Mis padres, hermanas, mis hijos, Lourdes Arroyo, mi primera mujer, y demás familia de sangre han tenido un comportamiento verdaderamente ejemplar, demostrando que ser familia es algo más, mucho más, que compartir una documentación oficial en un Registro Civil.

Otras personas que no vivieron en Banesto durante el periodo en el que fui presidente, que nunca recibieron ni una sola prebenda, ni siquiera un favor, han mostrado estos años comportamientos ejemplares que, en el mejor de los casos, les han traído costes personales sin más beneficio —si es que eso puede llamarse así— que mi amistad incondicional y mi cariño sincero. Años en los que con Gonzalo Ozores y Mercedes, con Iván Mora y Elena, con Gabriel Domenech y María, con Fernando Chillón y Maricarmen, con Jaime Alonso y Arantxa, hemos recorrido en innumerables conversaciones episodios que aquí relato. Ellos me ayudaron mucho a vivir en paz durante estos largos años, y, como digo, a seguir creyendo en el ser humano. Gracias a ellos he construido el concepto de familia de afectos que no desmerece en intensidad de la tradicional basada en la sangre. Y no solo me ayudaron en el terreno afectivo y espiritual, sino que, además, aportaron dinero para mis fianzas carcelarias, como hizo José Alonso, o, como en el caso de Luis Oliver, se ocuparon a su costa y de manera desinteresada de mis problemas de seguridad personal. En fin, la lista no es muy larga, pero muy intensa en calidad, y mi agradecimiento se hace extensivo a todos los que en este sentido aparecen citados en estas páginas.

1

«Lo del Rey parece grave, Mario. No tiene sentido tanta urgencia en operarle en Barcelona, casi con nocturnidad. Parece ser que llegó a la clínica a las siete y media de la mañana... Pueden ocurrir muchas cosas. Hay que pensar y prepararse.»

El sonido característico de un mensaje de texto que acababa de entrar en mi móvil, ese ruido que parece formar parte de nuestro equipaje ordinario del diario vivir moderno, me pilló totalmente concentrado en mis propios pensamientos, con ese grado superior de atención que proporciona el sentir asombro y tristeza mientras cavilas sobre los acontecimientos que te rodean. Sentí pereza. Decidí esperar para leerlo. Aquella mañana había amanecido claro en A Cerca.

Desde el vestidor de nuestro dormitorio contemplaba la silueta silente de la torre convertida en frontera y protección de ese mi mundo reciente en tierras gallegas. Un sueño, el de retornar, que dicen ser tan característico de los que traemos sangre confeccionada con los materiales genéticos que habitan más allá de las Portillas de Padornelo y A Canda. Almas gallegas que aseguran preñadas de nostalgia, pero, al menos para mí, no solo de nostalgia nacida del retornar por el retorno, que no es poco, sino por volver a vivir en una tierra de la que no quisimos salir. Nostalgia compuesta de futuro, que no de pasado. Nostalgia nacida del deseo de recuperar la libertad perdida de no poder habitar plenamente en tu propia tierra. Por ello, en ese sentido profundo de libertad, se alberga la que llaman natural tristeza del alma gallega. Tal vez en esta ansia de libertad de vivir allí de donde vienes, se encuentre el origen de la resignación de la vieja frase que pronuncian los ancianos cansados de vivir: «El cuerpo pide tierra, paisano». «Morir donde viviste, paisano.»

Durante el invierno, todos los días, o casi todos, apenas si podía vislumbrar la silueta de la torre, envuelta en la capa gris de las nubes bajas a las que llaman niebla. En cada amanecer invernal, el patio de A Cerca se convertía en un entorno fantasmal confeccionado a golpe de paredes de piedra gallega, suelos adoquinados, columnas silentes, hierros viejos y sobre todo un agua de suave cadencia, y niebla, mucha niebla. Uno siente en presencia de ese marco de existencia la vida real de nuestras fantasmales meigas. Pero aquella mañana, la del mensaje de texto, por alguna extraña razón, porque lo extraño es lo no corriente, amaneció claro por el naciente, el que viene desde O Penedo dos Tres Reinos, el que nos trae a estos lares de mil metros de altura, preñados de centenarios castaños, una luz sin estridencias, que ilumina piedras, hierros, suelos, tejas y casas siguiendo un singular compás de una música lejana. O no tan lejana, porque arriba, en lo más alto del cerro en el que se edificó la casa que domina el pueblo de Chaguazoso, allí, cuentan, hubo un castro, de esos que inundan la geografía gallega. Pero parece como si este castro, el de ahora, el que mira silente a Castilla, Galicia y Portugal, testimoniando el artificio llamado frontera, fuera un castro habitado por músicos capaces de atraer luces y aguas, sin violencia, envueltos en el compás de una música calma. Niebla suave, lluvia calma, piedra quieta... Parecería que por aquí los dioses de Paracelso no gustaran de la violencia.

Pero en Europa un tipo de violencia se instalaba: la financiera. El diseño de los burócratas que se autoasignaron el calificativo de inteligencia ortodoxa parecía no resistir los vientos de la realidad. Grecia agonizaba financieramente. Y Europa parecía no creer en sí misma. No en la Europa del Camino de Santiago, sino en la de los edificios metálicos de Bruselas. No en el tejido cultural confeccionado con la diversidad de sus pueblos y culturas, sino en la voluntad de equipararnos con los fórceps de un intelecto que parecía ser cliente predilecto de la cultura de papel dedicada a ningunear la realidad de la historia. La soberbia del poder, de cualquier forma de poder, pero sobre todo el poder político que se siente ungido de inteligencia, es realmente enciclopédica.

Me sentí mal. Era evidente que algo de esto tenía que suceder. Hace muchos, casi dieciséis años, allá por 1994, en el momento en que me encarcelaron por vez primera, ya había dejado constancia escrita de esta vocación de posible naufragio de un barco financiero confeccionado sobre todo con materiales genéticos nacidos de la soberbia. Llegaba la hora del lamento y, curiosamente, yo soñaba con que arribara a este puerto la esperanza. Leía en la prensa que los de Bruselas, a disgusto, decidieron decir al mercado, a esa entelequia a la que atribuyen males o bienes según la conveniencia política del momento, que se gastaría el dinero que fuera, incluso la monstruosa cantidad de 750 000 millones de euros, en defender el euro como moneda... El mercado no les creía. No es cuestión de dinero, de fiducias monetarias, sino de realidad. A pesar de los tonos épicos de los políticos anunciantes de esa buena nueva, en aquella mañana clara en A Cerca pensaba que viviríamos un nuevo episodio, otro y otro, hasta que decidieran asumir lo real como presupuesto de convivencia. Porque todo se puede confeccionar con la única condición de edificarlo sobre un suelo de realidad. De eso que, con sentido profundo, los budistas llaman Maya.

Aparqué como pude mis pensamientos sobre estas materias. Tomé el teléfono en mi mano y accioné el botón que libera los mensajes recibidos. Era de Jesús Santaella, el abogado. Se hacía eco de la noticia de la mañana: el Rey estaba siendo operado de una mancha en el pulmón. Ciertamente, como decía de forma lacónica en su texto, eso de que a don Juan Carlos lo ingresen de urgencia, llegue a un hospital a horas intempestivas de la mañana, con parte de su familia oficial fuera de España, asistido en exclusiva de cargos oficiales de su Casa, no presagiaba nada bueno.

Desde primera hora de la mañana leía en internet las referencias de prensa. Cautelosas al máximo. Parecía como si de repente todos se percataran de la importancia del Rey. Y no era para menos. Con lo que sucedía por Europa, con una crisis financiera de consecuencias imprevisibles, con un sistema que se desmoronaba ante la mezcla de impotencia y rabia de sus arquitectos intelectuales, con una España insolidaria, endeudada hasta las cejas, con cifras de paro más allá de lo humanamente tolerable, con una discusión larvada —o no tanto— sobre la forma de nuestro Estado, que ahora nos cayera encima la muerte de don Juan Carlos, anunciada a través de un diagnóstico casi mortal de necesidad como es el cáncer de pulmón, nos llevaría por un sendero que amenazaba con incertidumbres de grueso calado nuestra inmediata convivencia. La muerte del Rey parecía preocuparnos mucho, pero no por él, sino por nosotros... Como casi siempre.

¿Tendría cáncer el Rey? No había forma de adivinarlo. Por pura prudencia las noticias referidas a su salud se confeccionaban con palabras preñadas de cautela. Y de una esperanza temblorosa, la nacida del miedo secular a lo inmediato desconocido, porque se teme lo que se ignora, si se presume negativo. Busqué información escondida entre las líneas de quienes se atrevían a escribir algo. Encontré dos palabras. Una, muy técnica: PET. Otra igualmente propia del metalenguaje médico: captación.

Imposible evitar el recuerdo. Inútil intentar alejarlo. Cuando el recuerdo conduce a emociones ancladas en el alma con la fuerza del sufrimiento, la pelea racional por alejarlo, por fagocitar el estímulo potente que lo trae a la superficie del consciente, es tan inútil como devastadora. Y demoledora fue mi pelea con el tumor cerebral que se instaló en Lourdes Arroyo en el verano de 2006 y que acabó con su vida, y con más de treinta años de matrimonio, la madrugada del 13 de octubre de 2007. También fue un día claro y limpio. También ese día el Rey ocupó un espacio de mi vida.

No sé si las personas que oficialmente se encuentran en el llamado coma irreversible carecen, como afirma la ciencia oficial, de comunicación con el exterior. Aparentemente su consciente ya no refleja conexión con el mundo externo. Pero lo cierto y verdad es que no sabemos qué sucede en sus adentros. Es más que probable, al contrario de lo que asegura la ortodoxia, que puedan percibir informaciones y vivencias aunque el cuerpo físico carezca de posibilidades de reconocerlo externamente. No tiene el individuo en tal estado plenitud de lenguaje corporal, en ninguna de sus manifestaciones usuales. Pero eso no equivale necesariamente a que se produzca ruptura total de comunicación.

Lo cierto es que cuando los niveles de oxígeno que marcaba la máquina que medía el acontecer físico de Lourdes se situaron por debajo de los umbrales del vivir, convirtiéndose en señal inequívoca del caminar hacia la muerte, le pedí con voz compuesta de susurro mientras pegaba mis labios a su oído derecho que resistiera, que aguantara, que esperara al alba, porque se presagiaba limpia. No sé si me oyó, pero para sorpresa de los médicos, casi para su estupor, el corazón de Lourdes, poco después de concluida mi súplica, comenzó a latir a una velocidad inusitada. Llegó casi a las ciento sesenta pulsaciones. El esfuerzo interior resultaba descomunal. Al agitar la víscera a la que llamamos corazón con tanta intensidad, conseguía introducir mayor carga de oxígeno en el cuerpo, así que elevaba los niveles, los umbrales necesarios para la subsistencia. Llegó al indicador del 60 por ciento.

La enfermera del Ruber penetró en la habitación con ojos que evidenciaban una sorpresa ya casi pariente del temor puro. No necesitó hablar. Sabíamos que venía en ese estado porque algo no le cuadraba en los terminales de la máquina que controlaba desde su puesto de mando. No encajaba que el corazón de Lourdes pudiera alcanzar semejante ritmo. Sobre todo porque llevaban varios días, casi una semana, anunciándome, con toda clase de explicaciones técnicas, la inmediatez irreversible de su muerte.

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