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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (9 page)

BOOK: Los días de gloria
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Avelino no solo me enseñó a cazar gatos. Una mañana gris, de esas que constituyen el casi perenne decorado de mi tierra gallega, mientras nos refugiábamos en el gallinero de la fina lluvia que caía impasible sobre el huerto, mi criado sacó de su bolsillo un pequeño librillo de color marrón oscuro, con aspecto de haber sido manoseado cientos de veces. Me advirtió que como ya era un hombrecito —apenas si contaba siete años— tenía que enseñarme cosas de la vida, y resultó que ese atributo se lo asignaba a unas fotografías amarillentas, con los bordes ondulados, pegadas toscamente a las tapas de cartón para dar la impresión de un libro de rezos, en las que se veía a unas señoras más bien rellenas —gordas de solemnidad para los cánones actuales— en plena faena sexual —en todas sus variadas posibilidades— con unos varones que tenían todo el aspecto de estar pasándolo más que bien. Miré estupefacto a Avelino, quien me aclaró que aquellas individuas eran putas (era la primera vez que escuchaba esa palabra), esto es, mujeres que se dedican por dinero a complacer a los hombres, y que ese oficio era necesario para que los machos pudieran vivir tranquilos, y que no solo no debía escandalizarme por el espectáculo que me mostraba, sino, más bien al contrario, asumir que seguramente algún día yo sería un cliente de sus servicios. Volví a pedirle las fotografías y las contemplé una a una con el ansia de un ciego que recupera la vista. Allí, mientras el agua seguía cayendo, las gallinas dormitando,
Ámbar
caminando bajo la parra buscando más presas y Avelino guardando de nuevo en su bolsillo las instantáneas, tomé mi primer contacto con el sexo y con el oficio más antiguo del mundo. Esa tarde lo comenté con Choni, mi amigo, el hijo del dueño de los almacenes Pipo, quien casi se rió de mí porque él, un año mayor que yo, decía conocer todos los secretos de ese valle al que yo acababa de llegar y en el que me portaba como un cándido novato.

También me inicié en la Religión Católica, Apostólica y Romana, gracias a los buenos oficios de las monjas doroteas, primero, y de los hermanos maristas después. El obispo de Tui, monseñor López Ortiz, era pariente de mi abuela. Casó a mis padres y ofició la primera comunión de todos los hermanos. Por cierto, que en la mía la ceremonia se tuvo que repetir dos veces, una en el palacio del obispo, situado en un edificio anexo a la catedral románica de Tui, palacio y residencia de doña Urraca, y otra en el colegio de las hermanas doroteas, que aun a riesgo de importunar al todopoderoso Ordinario del lugar se empeñaron en que debía recibir el sacramento en sus dependencias eclesiásticas. Concluida la ceremonia religiosa en el colegio de mis monjitas, salí corriendo a la calle a toda velocidad para reunirme con Manrique, un amigo de juegos de infancia, con la mala suerte de que caí al suelo en plena carretera que conduce hacia el puente internacional que nos une con Portugal, y ante la mirada aterrorizada de las monjas y de mi madre, una bicicleta que descendía la cuesta a toda velocidad no tuvo tiempo de frenar ante el cuerpo tendido de un niño vestido de blanco con la cruz roja de Santiago en su pechera, y la rueda delantera, primero, y la trasera, después, cruzaron limpiamente sobre mi cuello.

Sentí que se me cortaba la respiración y perdí el sentido. Cuando me desperté me encontraba en el mismo cuarto en el que nací, cubierto con una colcha fina, la garganta ardiendo, la cabeza dando vueltas como un tiovivo desmadejado y mi madre, abuela, y personal de servicio llorando desconsoladamente. Al final no crucé el umbral de esta vida. Sobreviví a mi bicicleta y acrecenté con ello las creencias de mi madre, a quien resulta imposible discutir —ni siquiera insinuar de contrario— que mi salvación la debo a la gracia de Dios que se encontraba en mi cuerpo esa mañana después de haber tomado la Sagrada Comunión en la iglesia de mis monjitas. Lo cierto es que si en aquellos momentos la presión de las ruedas sobre mi cuello hubiera sido algo más intensa, el Sistema imperante en las postrimerías del siglo XX en la política, las finanzas y los medios de comunicación social españoles se habría evitado unos cuantos dolores de cabeza especialmente intensos y prolongados. Pero no. Sobreviví. Al abrir los ojos vi a Choni a mi lado, con una mirada llena de tristeza y, aunque ignoro por qué, me acordé, durante un brevísimo segundo, de nuestro comentario sobre las fotos de Avelino. Se ve que la vuelta a la vida se produjo con toda su plenitud.

Poco tiempo después, en Playa América, nuestro lugar de veraneo, al regresar a mi casa noté un extraño ambiente. Me llamó la atención que
Ámbar
no saliera a mi encuentro. En Villa José —así se llamaba la casa— reinaba un silencio especial que solo se rompía de vez en cuando por el esbozo de un sollozo contenido. A la izquierda de la puerta trasera de entrada, en un pequeño cuarto multioficio, se había habilitado el lugar en el que ponían la comida y bebida de mi perro. Me dirigí allí a toda velocidad, sin saber qué esperaba encontrarme pero presagiando que algo raro sucedía. Abrí la puerta sin el menor miramiento y allí estaba
Ámbar
, en el suelo, rígido, con la respiración pausada, pero lenta, muy lenta, con un espacio cada vez mayor en segundos entre uno y otro movimiento.

Casi no pudo mover la cabeza. Sentí que sus ojos querían mirarme, pero no podía moverse. Los ojos de un perro en casi todas las ocasiones transmiten mucha mayor dosis de ternura que la de la generalidad de los humanos. Lo que contemplé, la escena que veía, provocó que mi corazón comenzara a latir con fuerza, rápido, casi violento. No entendía nada pero el presagio no podía ser peor.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no se mueve
Ámbar
?

—Lo siento, hijo, es que... se está muriendo.

No entendía esa palabra.

—¿Qué es morir? —pregunté con un grito preñado de violencia que supongo oyeron los vecinos de nuestros dos costados.

Mi padre no dijo nada. Guardó un silencio resignado mientras su mano derecha acariciaba mi cabeza buscando mi consuelo. Me pareció ver que en su mejilla derecha rodaba algo parecido a una lágrima. En ese instante
Ámbar
dejó de vivir. Recuerdo la rigidez de su cuerpo inmóvil. Me dejé caer sobre él casi desvencijado, en una respuesta instintiva, casi inconsciente. No sabía qué hacer. Era mi primera experiencia con la muerte. No sabía si llorar, gritar, reír, acariciar o huir. La escena me petrificó. Mi padre se acercó y con cuidado me despegó del cuerpo sin vida de mi perro. Yo no lloraba. No sabía por qué había de hacerlo. La muerte era conceptualmente imprecisa, sin contornos delimitados para mi mente de entonces. ¿Qué significaba morir?

Entre varios tomaron en volandas el cuerpo de
Ámbar
. Pesaría unos setenta kilos, dado su enorme tamaño. Tenían que enterrarlo. Eran otros tiempos. La playa apenas si recibía visitantes. Cavaron en la arena, frente a nuestra casa. Hondo, muy hondo fue el hueco que serviría de tumba a
Ámbar
. Allí lo dejaron caer. El descenso a la tierra de un cuerpo sin vida lo volvería a contemplar cuando el leopardo cayó desde el árbol en cuya rama comía un trozo de antílope en Tanzania en 1993. Parecieron minutos los dos segundos que tardó en alcanzar el fondo de su tumba abierta a golpe de pala. Encima del cuerpo de
Ámbar
amasaron arena mojada, bien apretada, apelmazada, como si quisieran evitar que en caso de despertar se escapara. Después otra capa, igualmente de arena, pero menos húmeda. Finalmente unas piedras. Encima de ellas, arena, más arena. Removieron la superficie. Nadie podría percatarse del enterramiento de mi perro contemplando el lugar desde la superficie de los vivos. Pero yo sabía que allí estaba
Ámbar
, porque entonces cuerpo y vida eran para mí lo mismo. No entendía la muerte. No comprendía el vivir. Ignoraba las fronteras. Vivía ajeno a las diferencias. Por eso no lloraba.

Pregunté a mi padre qué había sucedido con mi perro.

—Alguien lo envenenó, hijo. Le dieron a comer una bola de carne repleta de trozos de cristal. Lo reventaron interiormente.

No dije nada. Seguía sin llorar. Pero entendí algo acerca de la maldad humana. ¿Qué les había hecho
Ámbar
? Quizá lo mataron por su porte esbelto, por su belleza, por sus andares, por su nobleza... No entendía de vida/muerte pero comencé a comprender algunos desperfectos del alma humana.

Tiempo después, muchos años más tarde, me encontraba en el almacén de Ingresos de la cárcel de Alcalá-Meco. Me llegó una carta de un hombre de Las Hurdes. Contenía una poesía. Su parte final me impresionó:

Tenía ilusiones inconclusas

y noches de dormires agitados.

Tenía sueños no vividos

y un silencio de silencios rejuntados.

Tenía dos esperanzas en una urna

y dos anhelos, con romero, en un tarro.

También tenía un perro... y a mi perro me lo mataron.

Recuerdo la impresión que me produjo su lectura. En ese instante, una vez concluida y la carta depositada suavemente en la mesa que utilizaba para menesteres de mi oficio de preso, los ruidos y olores carcelarios desaparecieron al completo. El almacén de Ingresos, atiborrado de objetos retenidos a los internos, desapareció de mi horizonte visual. Reviví la escena de la muerte de
Ámbar
, porque yo tenía un perro, y a mi perro me lo mataron.

Todavía hoy, casi cincuenta años después de la muerte de
Ámbar
y más de treinta desde que tomé la decisión, soy incapaz de proporcionar una respuesta solvente a una pregunta existencial. ¿Por qué acepté irme a trabajar con Juan Abelló? ¿Por qué abandoné mi carrera de abogado del Estado, brillante y ascendente en flecha, para integrarme en un pequeño laboratorio de proyección más que limitada? ¿Por qué no atendí las opiniones de mi mujer, de mi padre, de algunos amigos míos dentro y fuera de la profesión de la abogacía del Estado? ¿Qué clase de impulso me llevaba hacia esas tierras? ¿Acaso el dinero? Desde luego, si algo tengo claro, es que los motivos económicos en nada influyeron. Ante todo, porque gracias a la ayuda de mis suegros mi vida se desenvolvía con absoluta comodidad, y utilizando sus propiedades (casas, barcos, etcétera) podía llevar y mantener un nivel de vida más que aceptable. Sobre todo teniendo en cuenta mi edad. Además, porque las perspectivas económicas de Abelló no aventuraban nadar en la abundancia. No conviene perder de vista la perspectiva: Abelló era una pequeña empresa, rentable, pero pequeña, y, precisamente por su tamaño, con unas posibilidades de futuro que no eran, ni mucho menos, faraónicas.

Sinceramente no lo sé. Bien es verdad que me encontraba golpeado por la muerte de Paco Linde. Es posible que la vida funcionarial no me llenara, pero, al mismo tiempo, me permitía tiempo libre, que es lo que deseaba para cumplir mis aficiones, sobre todo en el terreno intelectual. Pero todo ello no satisface la solución del interrogante, sobre todo si se admite que la empresa me quedaba pequeña. Poco tiempo antes de decidir la marcha con Juan Abelló había respondido negativamente a la oferta que me formularon de ocuparme de la secretaría general de una empresa concesionaria de autopistas, mucho mayor económicamente hablando que el laboratorio de Juan.

¿Entonces? La única explicación reside en lo atrayente de la dimensión internacional de ese mundo tan complejo como es el de la industria farmacéutica. Recuerdo haber escuchado tiempo atrás en el telediario de las cinco y media que el Vaticano acababa de lanzar un fortísimo ataque contra esta industria, llamándola genocida, por no bajar el precio de los medicamentos destinados a la curación (¿?) del sida. Desde mucho tiempo vengo sospechando que algo así, más tarde o más temprano, tendría que ocurrir, porque barruntaba, como dicen por el campo toledano, que el comercio con la salud humana estaba llamado a generar conflictos de indudable envergadura. De momento los temporales mundiales se siguen capeando con soltura, porque las tormentas tienen corta duración, pero…

Tal vez en esa dimensión internacional se encontró una cierta satisfacción a mi instinto aventurero. En el almuerzo con Alfonso Martínez, el hombre de confianza de Juan Abelló con quien comí en el restaurante El Bodegón como paso previo a mi incorporación a la empresa, me contó que los laboratorios farmacéuticos españoles disponían de muchas licencias concedidas por otros grandes extranjeros que, mediante tal mecanismo, comercializaban sus productos en España. Se trataba de una manifestación más del viejo principio «que inventen ellos». Como consecuencia de tal práctica económica, resultaban obligados viajes más o menos constantes a diversas partes de Europa y Asia, en donde se encontraban los principales licenciadores de Abelló, S. A. Tal vez fuera eso lo que me atrajo. No lo sé. En el fondo, ¡qué más da! El hecho es que dejé la abogacía del Estado, no escuché las recomendaciones de mi padre y me puse en marcha.

En 1995, recién salido de mi encierro carcelario, me fui con mi padre a comer juntos al restaurante Ponteareas, aquel en el que Daniel Movilla Cid-Rumbao me hizo la confidencia de cómo «estimularon» a García-Castellón, el juez de Valladolid, para que me encarcelara. Mi padre era un gran tipo. Su arquitectura física era elegante. Alto para la época, porque medía 1,82 y nació en 1921. Moreno de piel y pelo, este último rizado, con ondas que se extendían desde la frente hacia la coronilla. Pelo fuerte, potente, abundante, que fue perdiendo densidad con el paso del tiempo. Sus piernas largas disponían de una peculiar característica: casi no tenía pelo en ellas. Parecían las de un niño. Confieso con humildad que ese rasgo lo heredé de él, hasta tal extremo que algunos compañeros en Deusto y en el servicio militar, al verme en la ducha, pensaban que me depilaba.

Las manos de mi padre. Largas, de dedos finos que se extendían sobre el plano horizontal con la armonía de una talla de orfebre aventajado. Unas manos que contemplé admirándolas muchas veces. Las mías no tenían esa belleza, ni de lejos. Sin embargo, recuerdo que en el tercer encierro, quizá el segundo, que no preciso bien, la imagen de mi padre, su recuerdo gozó de una presencia abrumadora. Sí, manejo creo que bien la palabra «presencia», incluso la adjetivaría de física de no ser porque tengo miedo a ser malentendido. La materia es vibración, como lo es el sonido. Algunos sonidos son audibles para los perros y no para nosotros. Suenan, pero no los oímos. Algunas vibraciones de la materia no son visibles para los ojos humanos, pero tal vez sí sean perceptibles para el corazón. En alguna ocasión me sorprendí a mí mismo hablando con él, con mi padre, en alta voz en la soledad de una celda. Era tarde y los presos, concluido su ritual de griterío nocturno, dormían. Era tarde para ellos. Para mí, una nueva madrugada carcelaria.

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