La familia de Juan, los Abelló, provenían de Reus. Su padre, por quien yo sentí mucho afecto —estoy seguro de que recíproco—, consiguió abrirse un camino en la sociedad madrileña, pero sin excesivos vuelos, desde luego muy lejos de lo que Juan consideraba como mínimos aceptables para subsistir en la jungla de la sociedad española. El propio Juan me contó que el matrimonio de su padre se debió, entre otras razones, al deseo de expandir una farmacia que comenzaba incipiente en aquellos días. Juan Abelló Pascual —así se llamaba— se casó con una hija de los almacenistas de medicinas denominados Gallo, de origen asturiano. De esta forma y a través del matrimonio, sin restar un milímetro de validez a la gran persona humana que fue el padre de Juan, se consiguió facilitar el tránsito desde la pequeña farmacia de barrio al desarrollo de una industria farmacéutica.
Pero en esta sociedad española nuestra, aunque más propiamente debería decirse en esta sociedad castellana, una cosa es la riqueza y otra el prestigio social. Seguramente la primera es conditio sine qua non —como dicen los abogados— para la segunda, pero no la provoca de manera instantánea. España, a diferencia de la sociedad anglosajona, ha acuñado la expresión de «nuevo rico» para designar al hombre que accede a los bienes sin tener tradiciones a sus espaldas. Esta búsqueda de la longevidad se aplica, incluso, a los propios títulos nobiliarios, distinguiendo los «nuevos», los que proceden de Alfonso XIII —y no digamos de los concedidos por Franco—, de los títulos de Castilla, de los que llaman «de toda la vida». No debe escandalizar, ni mucho menos, esta pretensión diferenciadora. Es una constante del ser humano. Busca como sea salirse de la uniformidad, afirmar su superioridad frente al resto, excitar su yo. Nada nuevo. Ni excesivamente peligroso si se comprende bien.
Puede incluso provocar situaciones de comicidad. En ese sentirse diferentes se generan linajes a los que se pretende atribuir unas características determinadas, siempre, como digo, en la pretensión diferenciadora. Por eso se suele decir «es un Fulánez» o «es una Mengánez», y al situarlo en ese colectivo le convierten en partícipes de ciertas cualidades. Incluso si son negativas siguen siendo válidas porque son diferenciadoras, y, en todo caso, su negatividad tiene tintes diferentes, alejados de lo vulgar. Lo malo es que eso se construye sobre filiaciones de registro civil, que no siempre coinciden con lo real.
Francia, tiempo atrás, inició una prueba muy peligrosa. Quiso —ni más ni menos— analizar los ADN de los hijos y compararlos con los de los padres, todo dentro del esquema de la Seguridad Social. La práctica debió ser suspendida ante el escándalo evidenciado por la ciencia, porque un número muy elevado de hijos llevaban el apellido de un padre y la sangre de otro diferente. Y eso podría traer consecuencias dolorosas, incluso políticas, porque no faltaría quien asegurara que se trataba de una maniobra machista para desprestigiar a las mujeres cuestionando su fidelidad y honestidad. Por eso, cuando se sitúa a uno en una estirpe a base de registro civil, puede suceder que el ridículo sea estrepitoso en términos de realidad. ¿Es extrapolable lo de Francia a España? Pues no voy a pronunciarme, no vaya a ser que acumule disgustos innecesarios.
En todo caso no deja de llamarme la atención cómo el ser humano busca al precio que sea la diferenciación, la individualidad, pero no basada en la sustancia individuo propiamente dicha, sino en lo externo, en lo formal, en lo accesorio. Nombre y apellidos no son sino una convención para poder manejarnos con el lenguaje diario. Una especie de
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que en vez de usarlo en internet lo empleamos en el resto de nuestras vidas. No son más que un mecanismo formal de diferenciación, de clasificación, de control, si se prefiere. Si así lo entendemos, no pasa nada. El problema reside en que en aras de esa impenitente búsqueda por individualidad diferenciadora nos acabamos creyendo que eso va en serio, no sabemos trascender de un formalismo lingüístico y lo elevamos al plano de la categoría. Y, claro, situaciones de ridículo se encuentran al alcance de la mano. Pero es que, además, ese tipo de actitudes impide percibir con nitidez la verdadera esencia del ser humano, de ser y participar de la noción Humanidad, de alcanzar el verdadero sentido trascendente del hombre. Si queremos que lo que trasciendan sean nicks, por usar terminología moderna, nos olvidaremos hasta de la esencia de nosotros mismos.
Juan era consciente de que su dinero no tenía contrapartida de peso real en la sociedad española, y eso, de alguna manera, tenía que adquirirlo por otros procedimientos, porque no era cosa de ponerse a esperar un par de generaciones, que es lo que suele ser considerado como admisible... Juan tenía prisa y en ese terreno su iconoclastia resulta para muchos lacerante. Disponía de físico adecuado y dinero suficiente para lograr su asentamiento social. Lo consiguió en su matrimonio. Fundamentalmente a través del apellido Gamazo y en menor medida del alemán Hohenlohe. Este tipo de apellidos alemanes, independientemente de que atribuyan o no estatus social en Alemania, en nuestro país, en la tosca España, en la recia Castilla, no imprimían excesivo carácter de fondo. Gamazo disponía de «poco tiempo» entre la nobleza porque venía de Alfonso XIII, pero en cualquier caso, a pesar de su modernidad, creo que pesaba más que las importaciones teutónicas. Es posible que el comportamiento un tanto singular de algunos portadores de esos apellidos difíciles de pronunciar correctamente en zonas del sur de España fuera motivo para no atribuirles excesiva consistencia. También lo es que, según cuentan, aunque sea tema que me interese más bien poco, en Alemania todo el mundo es príncipe o conde o lo que sea. Dicen que los hijos del que lleva el título tienen el derecho a usarlo. Eso los convierte en prolíficos siguiendo las reglas de Fibonacci. En Castilla, en España, no. Y como se es diferente, hay que potenciar esa individualidad, y la mejor manera es devaluando lo que sufre de exceso de reproducción automática.
Ni mucho menos me escandaliza este comportamiento. Al contrario, solo demuestra conocimiento profundo del modo de ser de nuestra sociedad española. Otra cosa es que atribuyas o no importancia al encumbramiento social, pero si es eso lo que se busca, España tiene muy claras sus reglas de juego. Juan, como los viejos filósofos, no solo las entendió, sino que hizo todo lo necesario para ponerlas en práctica. No me cabe la menor duda de que si solo hubiese dispuesto del apellido Abelló y de los dineros de un pequeño laboratorio, Juan jamás habría penetrado tan rápidamente en la llamada clase alta española, al menos del modo y con la intensidad que se derivó de su matrimonio. Luego, una vez dentro, sus propias cualidades personales le asentaron. Cobró independencia. Hoy Juan es Abelló, no el yerno de Gamazo, pero años atrás no fue así.
El dinero que Juan ganaba —y gastaba— procedente de la venta de las especialidades farmacéuticas del laboratorio que fundó su padre y el nombre importado de su familia política, contando con el indudable valor de sus cualidades personales, le abrieron paso en la sociedad española. Juan se percató de la necesidad de poseer los símbolos de clase social acuñados en España. Y uno de ellos, quizá de lo más sustancial, es precisamente ser poseedor de campo. Y saber cazar. Estoy convencido de que, con independencia del sabor ancestral de la caza, de la pasión irrefrenable por matar ciervos, perdices, jabalíes o cualquier cosa que se mueva, muchos de los que pagan cantidades nada despreciables de dinero por asistir a una montería en una casa de los «ricos» que las venden, por disfrazarse, con mayor o menor gusto, con ropas verdes, no solo se estimulan con los cochinos o venados que van a abatir, ni con el valor social del trofeo, sino con imitar, con vivir aunque solo sea por un día conforme a un estilo de vida que en nuestro país ha sido patrimonio exclusivo de la clase alta. Algo así como elegante por un día. Porque la cacería, con toda su parafernalia, no es solo cuestión de matar bichos. Es que se trata de una actividad elegante, siempre, claro, que se ejecute conforme a los parámetros definidos por quienes ostentan el título correspondiente. Por eso a los que no tienen fincas, a los que compran puestos y pagan, se les llama «paganinis», en un tono que encierra, una vez más, la exclusión del otro por atribución de inferioridad, que es lo más «reconfortante» que se despacha en esas habitaciones. Por eso el vestido, la indumentaria, es capital. A los paganinis se les suele reconocer porque imitan la vestimenta del elegante por definición, pero, claro, sin el toque de distinción necesario. Y esto no sucede solo en la cacería o montería. También en el golf o en el polo. Y hasta en el esquí, aunque aquí no pesa tanto la indumentaria como el lugar y día de práctica. Esquiar en España, al menos en ciertas zonas y en ciertas épocas, empieza a ser una ordinariez... A un analista de la calidad de Juan Abelló algo tan notorio no podía escapársele.
Así que consiguió de su padre que le comprara una finca, Las Navas, en los montes de Toledo, de unas dos mil y pico hectáreas más o menos. A partir de ese instante —tal vez incluso antes— se aplicó, con una paciencia espartana, al duro deporte de aprender a disparar, demostrando una constancia tan eremítica que solo se comprende si se tiene en cuenta que no buscaba solo abatir perdices o venados, faisanes o cochinos, sino otros ejemplares humanos en la lucha por la supremacía social en su estrecho círculo. Por si fuera poco, sus atributos físicos, unidos a sus condiciones económicas y su penetración social, le convertían en un ejemplar muy deseado para las señoras españolas, solteras, casadas, separadas o divorciadas. Otro tipo de cacería, desde luego, pero que también participa de las reglas eternas del rececho. Juan, aficionado a tal deporte —me refiero a la cacería y rececho de damas—, lo practicaba con indisimulada afición. Debo reconocer que el exceso de práctica, la amplitud de su mercado, me resultaba llamativo y presentía que el abuso podría obedecer a alguna patología interior. Quizá algunos varones buscan poseer por encima de disfrutar. Mejor dicho, el disfrute que proporciona la posesión de otro, el dominio sobre otro humano, sea incluso superior al mero orgasmo sexual. En mi opinión, el deseo de poseer por encima de cualquier otro sentimiento es cal viva arrojada sobre el amor; incluso sobre formas suaves de afecto.
A algunos puede parecerles superficial el sujeto descrito en las líneas anteriores. Sería un error. La inteligencia se aplica a saber navegar según las aguas, y para ello hay que conocer las corrientes y la longitud e intensidad de los trenes de olas. Juan se aplicó a la disección y análisis de las aguas de la sociedad española, y lo hizo con una inteligencia y tesón dignos de mención. Otra cosa es que a uno le pueden parecer importantes o superfluas este tipo de navegaciones, pero eso tiene que ver con los valores, con las prioridades, no con la inteligencia. Juan es y siempre fue un hombre inteligente y dotado de una capacidad de análisis para los asuntos sociales muy elevada.
Y ya que analizo la sociedad española, o, mejor dicho, un trozo significativo de su composición, me gustaría referirme a algunas de sus facetas más exóticas. Una de ellas, que no es, ni mucho menos, anecdótica, es lo que yo llamaba en aquellos días el «complejo de la casa March». Cuando comencé a caminar de su mano por los salones españoles me percaté del efecto embrujo que la casa March imprimía en muchos de los asiduos asistentes a sus encuentros sociales. Juan no se escabullía de la norma. Al contrario: profesaba una admiración incontenida sobre el modo y manera en que los March organizaban sus dineros, sus negocios, sus bienes, sus vidas. Juan admiraba el dinero; no solo ganarlo, sino sobre todo conservarlo y multiplicarlo; en muchas ocasiones, con un brillo en sus ojos que reflejaba un estado de ánimo preñado de excitación, me explicó lo bien que organizaban los March semejante cometido, cómo se repartían los papeles entre Juan, el mayor, el calmo y sereno, y Carlos, el pequeño, más inquieto, con el legítimo deseo de ser por sí mismo algo más que el nieto de Juan March.
Es curioso, pero estoy convencido de que la razón básica por la que Juan deseaba tener a su lado a un abogado del Estado era, básicamente, porque en el Grupo March trabajan varios compañeros míos. En el fondo «poseer» un abogado del Estado atribuía estatus social y económico elevado, porque solo quienes disponen de unos ingresos más que notables pueden permitirse el lujo de incluir en su estructura de gastos algo tan serio como un abogado del Estado en excedencia. Por tanto, mi primer contacto y mi vida con Juan se debió en sus inicios a ese intento de emulación de la familia creada por un hombre pequeño de estatura, pero seguramente grande como potencia energética, que había nacido a finales del siglo diecinueve en un pequeño pueblo mallorquín, sobre cuyas actividades se ha cernido una leyenda cuyos perfiles de mito y realidad no siempre son precisos, como ocurre sin excepción notable con quienes hacen cosas grandes aunque no sean grandes cosas.
En más de una ocasión, después de contemplar ejemplos notorios de pleitesía sobre los March, me preguntaba las razones profundas de esa fascinación que ejercían sobre la vieja y tradicional Castilla, sobre la pudorosa España, que era capaz de soslayar sin rubor alguno los trozos de realidad y leyenda en torno al origen del capital de la familia. Comprendí que no se trataba de los March. Juan y Carlos, Carlos y Juan resultaban total y absolutamente indiferentes en este plano. Lo importante era su dinero, su capacidad de compra. No eran ellos, sino el oro que atesoraban. El poder del metal es capaz de reblandecer e, incluso, de mandar al puro olvido prejuicios nacidos de compromisos con valores morales que se dejan de lado fascinados por el brillo que desprende el poder económico. Quienes despreciaban, con mayor o menor educación y soltura, a títulos nobiliarios por ser recientes, o a empresarios que «se habían hecho a sí mismos», precisamente por carecer de antigüedad, no vacilaban un segundo ante el poder del capital cuando la cantidad acumulada se transformaba en calidad, en capacidad de imponerse, de superar esas supuestas barreras sociales que se disolvían ante su brillo. Los March, aquí, son un ejemplo especial, no el único, por supuesto, pero sí el más significativo por ser la primera fortuna de España, pero salones hispanos se abrían igualmente para aventureros de América Latina con tal de que fueran capaces de evidenciar una capacidad de compra suficiente para provocar la admiración en los rancios rincones de una España pretendidamente hidalga, que solo cuando fue rica se manifestó capaz de convertir a la hidalguía en algo más que una palabra.