—Bueno, aceptemos tu tesis; parece obvio que no puedo acudir al PSOE, que son precisamente mis enemigos.
—No exactamente el PSOE, sino de forma concreta el clan económico, que, desgraciadamente, tiene cautivo a González. Por eso hay que mirar hacia el capital político que puede emerger. Me refiero a Adolfo Suárez.
—¿Adolfo Suárez? ¿Pero tú crees que tiene algún futuro?
—No tengas la menor duda. Va a convertirse en árbitro de la situación dentro de muy poco. El PSOE así lo cree y lo está mimando mucho. Por supuesto que tienen que atacarlo externamente, pero Adolfo les interesa. Es un hombre que jamás se llevará bien con la banca, la alta burguesía, el ejército y en general las fuerzas conservadoras de este país, porque es consciente de que le echaron de mala manera.
No disponía de muchas alternativas. Mis problemas eran casi irresolubles. Si no actuaba de manera expeditiva, la fusión Banesto- Central, que comenzó con un designio claro de dominio por nuestra parte, acabaría siendo Central-Banesto, con un presidente como Boyer, lo que significaba poner en manos de ese clan el centro de poder más importante de la economía privada española. No solo sería un pésimo negocio para los accionistas de Banesto, sino para España, al menos en mi concepto.
Tal vez Adolfo Suárez fuera operativo. Era posible que los pronósticos de Antonio sobre su futuro político inmediato fueran acertados. Tal vez no. Cuando no tienes donde elegir la opción es muy fácil, así que acepté la sugerencia. Nos entrevistaríamos en La Salceda, con el propósito de dotar de la máxima discreción al encuentro.
Llegaron Adolfo y su mujer Amparo, Antonio y la suya, y una vez que las señoras se fueron a dar un paseo por el campo, nosotros nos instalamos en el comedor de la antigua casa de La Salceda, después de que Lucinio, mi encargado de entonces, tuviera el placer de saludar a su presidente Adolfo. Por algo fue elegido alcalde de Retuerta del Bullaque.
Adolfo comenzó explicándome su trayectoria política personal, cómo ascendió a la posición de presidente del Gobierno, cómo legalizó el Partido Comunista, cómo ganó las elecciones y cómo pensaba retornar al poder. Concluido su discurso, que debo reconocer escuchaba con atención pero deseando que concluyera para explicarle mis dificultades, me limité a relatarle, por indicación de Antonio, mis problemas en Banesto, la situación creada con los primos, la negativa de Mariano a aprobar o dar su visto bueno a las cuentas del banco, la necesidad de romper la fusión, el problema adicional de los recursos propios..., en fin, la letanía que constituía mi vía crucis particular. Adolfo puso cara de comprender mi postura, me reveló algunas claves, y antes de cenar me dijo:
—Estoy dispuesto a ayudarte. Creo que sintonizamos y cuando llegue a la presidencia del Gobierno tú serás mi hombre en el sistema financiero, algo que me faltó en mi etapa de UCD. Tienes que darte cuenta de que a Mariano Rubio lo nombré yo, yo le hice la carrera. Me respeta y me hará caso. Además controlo otros centros de poder.
—Muchas gracias, Adolfo —fue todo lo que acerté a decirle.
Cenamos los seis y entrada ya la noche mis invitados volvieron a Madrid. Me quedé meditando mientras una intensa helada se tumbaba a dormir sobre las rañas del campo. Quizá fuera cierto que controlaba centros de poder real. Tal vez se tratara de un farol. Un ex presidente del Gobierno que provenía del corazón del aparato franquista, capaz de demoler controladamente el sistema creado por el movimiento, un hombre que, en aquel contexto, tomó la difícil y comprometida decisión de legalizar el partido comunista, por todo ello y el poder ejercido en un momento capital de nuestra historia contemporánea seguramente dispondría de algunos resortes, al menos de mejor calidad que los que se encuentran al alcance del común de los mortales. Pero, sobre todo y por encima de todo, en la situación en la que me encontraba, con un PSOE hegemónico y un PP prácticamente inexistente, no vislumbraba mejores campos en los que elegir, en los que buscar algo de aire para respirar más tranquilo en un entorno asfixiante como el que me tocaba vivir.
Pocos días después, Antonio Navalón vino a verme a mi despacho. La noticia que me traía era excelente: Adolfo confirmaba su decisión de colaborar conmigo. Sin embargo, era necesario que yo contribuyera financieramente a su esperado ascenso y triunfo electoral. El dinero para los políticos. Me acordé de Alcocer y su frase en casa de Botín: los políticos necesitan pasta, mucha pasta, muchísima pasta. Se abrió la puerta del furgón. Suárez quería pasta, como diría Alcocer.
—¿De cuánto dinero estamos hablando? —pregunté.
—De trescientos millones de pesetas —respondió Antonio sin el menor indicio de temblor en la voz.
—¡Joder, Antonio! ¡Eso es una pasta!
—¿Que eso es una pasta? No tienes ni idea de lo que en estos conceptos se gastan otros bancos, en concreto el Popular.
—La verdad es que como recién llegado no tengo la menor idea, pero me sigue pareciendo una pasta, aunque, si conseguimos el resultado, es una magnífica inversión para Banesto.
—Desde luego. El asunto es que quiere el dinero de manera no oficial.
—¿No le vale un crédito?
—No. Tiene que ser algo que no aparezca en la contabilidad.
—No tengo ni la menor idea de cómo se hace eso.
—No seas ingenuo. Si crees que la banca ha estado al margen de la financiación del PSOE y de otros partidos en estos años, es que no sabes andar por el mundo. Cualquiera de los clásicos de la casa te lo explicará, porque lo habrán hecho muchas veces.
—Bueno, lo miraré.
—Date prisa, que el tiempo apremia. Cuando encuentres la fórmula, llamas a Adolfo por teléfono a este número y le dices simplemente que has hablado conmigo y que estamos de acuerdo. No tienes que mencionar cantidades ni nada. Simplemente, que hemos hablado y que estás de acuerdo y que las cosas se harán en la forma que yo diga.
Ya tenía un plan de perfiles tan inconcretos como que Adolfo había decidido ayudarme. ¿Cómo, de qué manera? Usando eso que llamaba «resortes reales de poder», una grandiosa inconcreción que tal vez contuviera en su interior la capacidad de decirle unas cuantas cosas a Mariano Rubio y a Solchaga. Frente a lo etéreo, lo concreto, lo tangible, trescientos millones de pesetas. Seguramente otros bancos hubieran gastado mucho más dinero en estos menesteres. No albergaba duda, por lo que aseguraba Navalón, de que Luis Valls, del Popular, se dedicaría a este tipo de deporte con la fruición que le permitían las llenas arcas de reservas de su banco. Pero para mí, no cultivado en semejantes jardines, era dinero, mucho dinero, y, además, no tenía ni idea de cómo conseguiría dárselo a Adolfo de manera oculta.
¿Con quién hablar? No podía sincerarme con Juan Belloso porque apenas le conocía, y si disfrutaba de un carné del PSOE, hablarle de financiación irregular de un partido competidor podría situarlo en una disyuntiva peligrosa. Teóricamente nada tenía que ver, porque una cosa es que fuera simpatizante y afiliado del partido socialista y otra bien distinta, que, en ejercicio de su misión como consejero delegado de Banesto y buscando lo mejor para la casa que le había dado cobijo, diseñara lo imprescindible para pagar a alguien por sus servicios, fuera político, archimandrita de las Indias o tramoyista de espectáculos teatrales. A pesar de ello me retraje de comentarle nada sobre el asunto.
En el banco no tenía confianza con ninguna de las personas que ejercían funciones en el campo estrictamente bancario, así que decidí llamar a Martín Rivas. Era un hombre clásico de Banesto. Creo que empezó desde la zona más baja del escalafón y subió peldaños, uno a uno, a través de la red comercial del banco. En plena OPA del Bilbao, se convocó una reunión de directores del banco en el salón de actos de La Unión y el Fénix. Pablo Garnica la presidía y a su requerimiento acudí. El ambiente espeluznaba. La tensión en la que vivían aquellos cientos de personas, tal vez más de mil, que se agolpaban en la gran sala de la aseguradora se desparramaba por todos los rincones. Cualquier chispa podría provocar una reacción en cadena. Se necesitaba operar con exquisito cuidado, no insuflar fuego en un ambiente caldeado por líquido altamente inflamable.
Pablo les fue informando de los pormenores. Les contó que el Consejo había decidido que yo asumiría la presidencia del banco en diciembre. La emoción provocó que unas tímidas gotas de agua asomaran en los ojos del viejo presidente. En esas condiciones se acercó a mi oído y me pidió autorización para designar director comercial del banco a Martín Rivas, aquel hombre gordote, lleno de aparente humanidad, que se encontraba con Pablo en la mesa presidencial de la excitante reunión. ¿Qué podía decir más que asentir a la propuesta? Ni conocía a Martín, ni podía forjarme un juicio sobre sus capacidades reales, ni vislumbraba si se ajustaría al patrón de director comercial de Banesto, pero percibí con claridad que la herencia de Pablo, mejor dicho, su mandato legado para Martín, consistía en designarle para esa posición clave en el banco y yo, el futuro nuevo presidente, no podía más que limitarme a asentir. Así lo hice y un aplauso largo, profundo, sentido, emocionante inundó el salón de actos. Las lágrimas salían ahora francas de los ojos de Pablo y de Martín. Los directores se pusieron de pie mientras seguían aplaudiendo. Su cadencia era lenta, larga, y en cada uno de sus aplausos latía un profundo interrogante sobre sus vidas y las de sus familias, sobre su futuro inmediato, sobre su destino, sobre la peripecia de un Banesto al que pertenecían, o al menos aseguraban pertenecer, en cuerpo y alma. Me sentí impactado por la escena. Juan, creo recordar, no se encontraba a mi lado ni yo al suyo. Los directores vieron en aquel inolvidable día a un chico joven, absolutamente desconocido para ellos, que recibía el refrendo público del presidente hijo de don Pablo y padre de Pablo. La transmisión del testigo presidencial seguramente nunca tuvo una ceremonia de tal intensidad emotiva y en la que se construía una autoridad hacia dentro de la casa dotada de tal contenido simbólico que la llevaba a las raíces de eso que se llama el concepto mítico de la corona, la asunción del poder en base al mito que sustenta la superioridad como legitimación de su ejercicio, superioridad que se ancla en los lugares más variados a los que es capaz de llegar la imaginación del ser humano preocupado, asustado y desolado.
Ignoraba si Martín era mi hombre para el cometido de los trescientos millones de Suárez, pero no disponía de otro. Le llamé a mi despacho.
—Oye, Martín, hace apenas unos días me dijiste que la fusión no funcionaba, que estábamos dañando a ambos bancos y que empezabas a tener problemas morales al respecto.
—Así es, presidente, así es.
Martín es un hombre grueso, de prominente barriga, de origen navarro, de ojos pequeños que transmiten agudeza, de andares más ágiles que los que insinuaría su volumen corporal, que entró de botones en el banco a los catorce años y como consecuencia de sus habilidades personales y del trauma de la OPA del Banco de Bilbao, como acabo de relatar, ascendió al puesto de mayor responsabilidad dentro de lo que llamamos la banca al por menor: director del Área Comercial, es decir, el jefe de filas de los activos humanos que constituyen el ejército que, según me decían, permanecía unido con el así llamado «espíritu Banesto».
—Bueno, pues voy a poner en marcha una operación para desfusionar y que no tengamos que sufrir trauma alguno.
—Me parecería algo excelente para Banesto, presidente.
—El tema es que carecemos de apoyos políticos. A través de un tal Navalón creo que disponemos de la ayuda de Suárez, que puede ser decisiva. Lo malo es que, como siempre ocurre, los políticos quieren cobrar. Me hablan de trescientos millones.
—Eso no sería dinero si consiguen el resultado.
—Por supuesto, Martín, el problema es que lo quieren de manera no oficial y no sé cómo hacerlo.
—Por eso no te preocupes, presidente, yo me encargo. Se ha hecho en varias ocasiones. El sistema consiste en conceder pequeños créditos a personas de confianza que luego se van provisionando y en paz. No hay ningún problema. Lo haré con gente de mi confianza.
—De acuerdo, Martín. Para el transporte del dinero, si lo necesitas, llama a Pol, que trabaja para mí y que tiene el despachillo enfrente del mío.
—De acuerdo, presidente. Así lo haré.
—Martín, quiero que sepas que si existe algún problema yo te respondo de que este dinero ha sido para beneficio del banco.
—No es necesario que me digas nada, presidente. Lo doy por descontado.
Así concluyó nuestra conversación y me desentendí del asunto. Martín, según me enteré años después, no operó en la forma en que me indicó, sino que tomó el camino directo, se fue al cajero de Banesto, le pidió los trescientos millones de pesetas y los entregó en la forma convenida. Nunca supe en qué consistió la operativa concreta. Jamás me la contó.
Lo cierto y verdad es que, en un espacio de tiempo que podría contarse por horas, como por arte de magia, Mariano dio el visto bueno a nuestras cuentas, firmamos con los primos, Abelló se fue del Consejo, la desfusión gozó del beneplácito del Banco de España, nuestro balance fue aprobado, la compra de acciones a Cartera Central tolerada por el Banco de España, las plusvalías de fusión fueron anuladas pero no nos pusieron problemas de recursos propios, nos permitieron el dividendo y todo en paz.
Mariano nos aprobó las cuentas. Aquello fue la prueba del nueve del poder que ejerció, directa o indirectamente, Adolfo.
Después del fracaso de su «Banesto se encuentra en situación delicada y preocupante» les quedaba el siguiente acto de su estrategia: no aprobarme las cuentas correspondientes al ejercicio de 1988. El Consejo, a pesar de los votos en contra de cinco consejeros de Cartera Central, y cinco abstenciones de otros tantos consejeros que no se atrevieron a votar directamente en contra, las aprobó y remitió, como era preceptivo, al Banco de España. Yo no sentía la menor preocupación porque disponía de una copia del informe de la Inspección de aquella casa en la que se razonaba por qué nuestras cuentas carecían de anomalía o patología alguna, pero Mariano retenía su aprobación sin dar explicación alguna. Los rumores comenzaban a circular por el mercado. Se decía que existiría un rechazo del Banco de España a nuestros números. Obviamente, las terminales de propaganda del Sistema funcionaban a pleno rendimiento. El Grupo 16 y el diario
El País
se convirtieron, una vez más, en la punta de lanza de su estrategia. No podía consentir que las cosas siguieran así. Lo comenté con Adolfo y Antonio Navalón y juntos decidimos que lo procedente consistía en bajar a ver al gobernador y echarle un órdago a la grande. Pactamos las palabras que le dirigiría a Mariano y comenzó mi turno.