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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (93 page)

BOOK: Los días de gloria
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Años después, el Rey sustituyó a Almansa y le concedió la recompensa de la Grandeza. Nunca supe las verdaderas razones. Algunas lenguas viperinas corrieron la voz de que fue debido a que al Rey no le gustó demasiado el tipo de comportamiento de Almansa para con nosotros después de la intervención. Almansa siguió en el puesto a pesar de la intervención, de la querella, de la cárcel. Fernando quizá pensara que desde ese puesto podría ayudarnos más. No lo sé.

Enrique Lasarte siempre ha sostenido que ese nombramiento de Almansa fue la gota que colmó el vaso del Sistema. No podían consentir que, como decía antes, además de poseer medios de comunicación social, un grupo financiero e industrial de enorme importancia, una presencia en la opinión pública inaudita para un banquero, de recibir el apoyo del papa en la visita al Vaticano, ahora, además, desplegara mi influencia sobre el Rey. La maldad y la mediocridad volvieron a reinar y para ello necesitaban el exterminio.

En el ejercicio del poder los valores de la amistad se convierten en instrumentos peligrosos. Es una buena lección. Suárez, Felipe González y Aznar, presidentes del Gobierno, a la vista está que son maestros en el arte de subsistir políticamente. A costa de lo que sea. Amistad, desde luego, incluida. Así es la vida de ese producto imperfecto al que llamamos ser humano.

De nada me arrepiento. Me equivoqué, pero reconocer el error dista de arrepentirse. Durante años he sido ingenuo creyendo en la estructura moral del ser humano. No me arrepiento de haber pensado así. Otra cosa es que hoy la brutalidad de los hechos haya sembrado y fructificado en mi interior una percepción cualitativamente distinta que confío me acompañe a lo largo y ancho del tiempo que me quede de existencia.

Poco tiempo después del nombramiento oficial de Almansa, el Rey nos invitó a Fernando y a mí a almorzar con él en palacio. Don Juan Carlos, que es muy largo, quería demostrar en ese almuerzo su pensamiento íntimo sobre lo sucedido sin necesidad de explicitarlo con palabras. Por ello, al ordenar la mesa, me sentó a su derecha y a Fernando a su izquierda, lo que, sin la menor duda, captó mi amigo. Otra cosa es cómo le sentara, pero el mensaje real fue inequívoco.

Concluido el almuerzo, nos sentamos los tres a tomar un café y una copa. En ese instante aproveché para decirle al Rey:

—¿Le ha contado a Fernando que está aquí a consecuencia de un terremoto sobre vuestra majestad?

El Rey movió de un lado a otro la cabeza en señal de negativa mientras sonreía con un rictus de tristeza. No quiso pronunciar palabra pero su gesto resultó expresivo. No tenía suficiente confianza en Fernando y en su presencia prefería no comentar un asunto tan delicado. Fernando, cuyos ojos reflejaban el estupor con el que acogió la noticia, guardaba un sepulcral silencio tratando de no perderse ni un gesto, ni un detalle del Rey.

A don Juan Carlos no resulta tan fácil conocerlo bien. Tras su simpatía y carácter campechano se esconde un profundo convencimiento de su dimensión real, aun cuando el origen de su nombramiento siempre haya tenido alguna influencia en su comportamiento. Se sabe rey. Tal vez por ello en muchas ocasiones realiza planteamientos de propósito, con la única finalidad de comprobar si su interlocutor tiene o no el valor de llevarle la contraria, por muy rey que sea. De esta manera calibra, mide, clasifica y guarda la información. Es un buen conocedor de personas. Los reyes saben lo difícil que es durar, pervivir, subsistir en un mundo de humanos. Precisamente por ello la mejor y más difícil de las asignaturas vitales reside en conocer al hombre, y no al individuo abstracto, sino a esos hombres que te rodean, capaces de los peores sentimientos, y de no equivocarte con ellos: de dominar su estructura anímica depende, en muchas ocasiones, tu propia subsistencia.

El 11 de julio de 1993, volvimos a almorzar juntos en el mismo sitio. A la hora del café el invitado del Rey era Pedro J. Ramírez, a quien don Juan Carlos no veía en semejante entorno desde la inolvidable y tremendamente dura conversación de septiembre de 1992. Pedro J. comenzó el encuentro de una manera muy expresiva.

—Señor, habrá visto que ya no aparecen noticias desagradables para la Monarquía. La razón consiste en que la fuente ha desaparecido.

Después de semejante introito, Pedro comenzó a desgranar un discurso hilvanado sobre la apertura de la Monarquía hacia la sociedad, aceptando los roles que cada uno desempeña, poniendo de manifiesto las verdaderas relaciones del Rey con terceras personas para evitar que puedan parecer clandestinas. Por ello, la normalización de sus contactos con líderes políticos y sociales es un objetivo irrenunciable. La política del Gobierno no puede tener secuestrado al Rey.

La tesis nacía en el discurso que el Rey pronunció en la Nochebuena de 1992: la conexión de la Monarquía y la sociedad civil. Pedro J. y yo conversamos sobre el asunto y el director de
El Mundo
se manifestaba totalmente de acuerdo conmigo. Por eso le pedí que en aquel café de julio se lo expusiera a don Juan Carlos.

Hoy es lunes 19 de julio de 2010. Acabo de terminar de redactar las líneas que anteceden. El amanecer ha sido brillante en este reducto de los Tres Reinos, en Chaguazoso, Galicia profunda. Es un día limpio y claro. Quizá sea caluroso, pero ese término nada tiene que ver en estas tierras con su significado material por el sur o el centro de España. Me embarga un sentimiento extraño tras estas líneas de nuestro pasado. Es muy parecido a la tristeza. Veo al Rey lejano. Hablé el otro día con Almansa y me dijo que tenía la certeza de que el Rey no tenía tumor alguno. Los rumores sobre el empeoramiento de su majestad corrieron como la pólvora a raíz de su decisión de no estar presente en la final de la Copa del Mundo de Fútbol en Sudáfrica, que finalmente ganó España por primera vez en su historia. Llamativo, desde luego. Pero no fue debido, según Fernando Almansa, a motivos de enfermedad.

Veo desde lejos al Rey triste. Es persona humana. Lo de rey es solo un título, un puesto, un trabajo. Es más importante la persona. Y le veo triste. No creo que esté funcionando mi idea de la conexión directa de la Monarquía con la sociedad civil.

Recordaba hoy mi idea de que la Corona española encontraba un sitio claro en un lugar: el punto de encuentro de la llamada pluralidad de España. El Rey sería un magnífico referente de la Unión. Decir eso por quien no es monárquico puede parecer un contrasentido. No creo que lo sea. Al fin y al cabo, mi idea de unidad de España es muy potente y si el Rey es el que mejor sirve para esa misión, en ese sentido me convierto en monárquico, pero por razones de utilidad política, porque es más útil la Monarquía en ese contexto que una República. El Rey no tiene, digamos, nacionalidad interna, es decir, no es ni catalán, ni gallego, ni andaluz, ni extremeño, ni vasco. Es rey. Así que puede aplicar esa neutralidad al servicio de la unidad.

Leo hoy los debates sobre el concepto de nación española y sobre la posición de algunos catalanes. La politización del Tribunal Constitucional ha resultado dolorosa para España. Tratar de construir el sentimiento identitario español mediante la selección de fútbol es muy peligroso y en ciertos aspectos dañino. Pero no lo entienden.

Hace calor para ser tan temprano. Quizá sea yo. No lo sé. Lo cierto es que desde lejos veo al Rey triste. Sabino murió. Manolo Prado también. Hace años que no veo a Paco Sitges. Siento que no haya podido culminarse la idea del entronque directo del Rey con la sociedad civil. No sé si todavía tendremos tiempo.

20

Jaime Alonso más que un gran tipo es un hombre grande. Le conocí de casualidad en una cena a la que fui invitado en casa de un ex cuñado suyo en la Florida, Madrid. Su discurso me gustó, conecté de inmediato con el análisis que efectuaba del Sistema de poder que nos gobierna. Ignoraba si había leído mi libro, pero eso no importa en exceso. Lo que cuentan son las ideas que se interiorizan, no las que se reproducen magnetofónicamente. Y Jaime las lleva dentro. De eso caben pocas dudas. Originario de los montes a los que llaman Picos de Europa, trae las características de la sangre de aquellas tierras. Es recio en voluntad, intransigente en dignidad, implacable en valores. Ni una concesión a la galería, ni siquiera a esas gallegas tintadas de blanco que adornan el trozo de norte al que bautizan A Coruña. Dicen que pertenece a lo que llaman extrema derecha. Después de conocerle durante años, de observar su conducta, no solo de oír sus palabras, creo que muchas de sus ideas, y desde luego sus actos, sus realidades concretas, desbordan por la llamada izquierda a muchos salones madrileños y de otros costados de la orografía española. Mantenemos una imperturbable amistad y un sincero y denso cariño. Soy padrino de su hija Alejandra, quien, creo, dará que hablar, por lo del palo y la astilla.

En 2010 me anunció una visita con un cierto porte enigmático.

—Es una persona de León, a quien aprecio. Es gente de fiar. Tiene un problema con su hijo. Me ha pedido verte. Si puedes recibirla, te lo agradecería.

Aquella mujer se presentó en mi casa de Triana. Nos sentamos Jaime, ella y yo, en el salón principal. No tenía la menor idea de lo que quería plantearme pero su aspecto no era excesivamente saludable. Se veía que algo la atormentaba, y ese algo tenía que ser muy profundo, a juzgar por la acentuada tristeza que rezumaba su mirada.

En efecto. Me relató los problemas de su hijo. Ciertamente serios y graves. Yo podía hacer poco más que darle alguna pista de corte jurídico y quizá lo más importante que pudiera recibir de mí era prestarle un ejemplo que pudiera servir de consuelo, mostrarle en directo que mi vida ha sido lo suficientemente compleja como para comprender que si consigues sobrevivir exento de venenos espirituales, la vida sigue, e incluso puede vivirse con mayor intensidad.

Concluido este primer apartado de nuestra entrevista, de un modo que nos resultó inesperado tanto para Jaime como para mí, la mujer, agradecida por haberla atendido, por nuestra disposición a ayudarla aunque poco pudiéramos hacer, tomó la palabra en un tono especialmente doliente. Estaba sentada en el sofá más próximo a la ventana. Jaime justo en el opuesto de ese rincón del salón, y yo en un florido multicolor que se sitúa entre ambos.

—Mira, yo quería decirte algo... Quizá debiera haberlo dicho antes..., pero seguro que entiendes...

Miré a Jaime, que me respondió con un gesto de interrogación indicando que ese parlamento doliente no entraba en el guión originario de la entrevista. No podía contestar nada, así que gestioné el silencio de modo que la impulsara a relatar aquello que tanto parecía costarle sacar a la luz.

—Mi marido fue consejero con José María Aznar en Castilla y León y tuvo —y tiene— mucha confianza con él.

La voz trémula indicaba que sentía algo más que precaución interior. No tenía ni la menor idea de lo que iba a relatarme, pero al menos ya sabía que afectaba a Aznar. De nuevo una mirada a Jaime y volvió de respuesta el mismo signo de interrogación.

—Aznar, cuando dejó la presidencia de Castilla y León y se vino a Madrid, solía dar una cena en su casa, en su piso madrileño, para algunos ex consejeros suyos, aquellos con los que tenía mayor confianza. Solía ser en las cercanías de Navidad.

Tomó algo de aire. Bebió un sorbo de agua. Parecía que necesitaba salivar. Quizá estuviera bajo el efecto de algún tranquilizante para ayudarle a sobrellevar el drama familiar. Se recostó de nuevo sobre el respaldo del sofá. Cruzó las piernas y se estiró la falda, en ese gesto automático de recato y pudor femenino. Ahora el silencio era más intenso que al comienzo de su pesarosa confesión. La incertidumbre, casi diría que la ansiedad, parecía instalarse en nuestro lugar de estancia, donde todo presagiaba un final de corte dramático al relato. Prosiguió.

—Aquella Navidad de 1993, aunque no puedo precisaros el día, estábamos en casa de Aznar esperando su llegada. Era raro que viniera tarde, pero allí estábamos todos esperando. A mí me tocó en su mesa. No sabíamos a qué era debido el retraso.

De nuevo una pausa. Un sorbo adicional de agua. Un suspiro largo. Siguió.

—De repente se abrió la puerta del salón. Entró Aznar en estado de euforia. Desde lejos gritaba: «¡Jesús, Jesús...!».

—¿Y eso? —pregunté sonriendo con ánimo de quitar dramatismo al relato e impulsarla a seguir.

—Se dirigía a Jesús Posadas.

—¿Jesús Posadas? ¿Quién es?

—Entonces era el hombre de confianza en estrategia política de Aznar. Le nombró ministro, aunque para lo que verdaderamente confiaba en él Aznar era para cuestiones de estrategia política.

—Ya...

—Se acercó a la mesa con una sonrisa. Yo no sabía qué sucedía. Jesús Posadas estaba allí, esperando ansioso alguna noticia y en concreto el motivo de la alegría de su jefe. No hizo falta que preguntara porque Aznar, una vez ya en las inmediaciones de la mesa, antes siquiera de sentarse, sin reparar en los que allí nos encontrábamos esperándole, dijo con un tono de voz lo suficientemente fuerte como para que pudiéramos escucharlo: «Jesús, acabo de terminar de hablar con Felipe González y ya está decidido: en unos días nos cargamos a Mario Conde. ¡Por fin! ¡Ya está! ¡Se acabó!».

Acababa de pronunciar la frase cuando se agitó por dentro y por fuera. Una confesión de ese porte era cualquier cosa menos baladí. Ni Jaime ni yo nos atrevimos a pronunciar palabra alguna. Nos cruzamos miradas, pero sin gesto definido, ni siquiera sorpresa, aunque tal vez un experto pudiera vislumbrar un atisbo de estupor. La mujer continuó.

—Jesús Posadas, nada más terminar Aznar su noticia, le dijo: «¡Enhorabuena, presidente! ¡Ahora sí que te veo presidente del Gobierno!».

Resultaba tan intensa, tan brutal la sensación de preocupación que transmitía la mujer al concluir el relato que no me quedó más remedio que animarla.

—Bueno, eso está claro. Aznar fue el impulsor, o cuando menos el que decidió ponerse al servicio de la idea con todas sus fuerzas. Pero ya tenemos muchos testimonios en esa dirección, así que no te preocupes.

—Sí, pero...

—Solo recuerda qué pasó después de la intervención. Los socialistas guardaban silencio y era Aznar el que recorría la geografía española gritando que lo de Banesto les había costado a cada español no sé cuánto, lo que era una infamia, pero evidenciaba su postura.

De nuevo el silencio. Jaime tenía su vista clavada a medias, mitad en el horizonte de la ventana y la otra mitad en la mujer que me había traído a casa. Ella daba señales de evidente y profundo pesar. Yo aparentaba toda la serenidad de la que soy capaz. No imaginaba semejante conversación. Jaime, tampoco.

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